«A esto he venido»
Testimonio de Jaime Teuquil SJ durante el noviciado
Acabábamos de aterrizar. El maestro nos acompañó a la que sería nuestra casa en Montevideo. Más o menos sabía a lo que iba. O creía saberlo. La cercanía con varios jesuitas, previo a mi ingreso, me hicieron cercano ese mundo del que lentamente fui participando. Había escuchado mil anécdotas e historias: divertidas, tragicómicas, de terror, etc. Todo cabe en ellas porque eran historias de vidas reales, como las nuestras. En parte el tiempo lo confirma y, en parte también, me sigue sorprendiendo. Así fue conmigo: abriendo caminos que ni soñaba, la vida fue haciendo real el deseo.
Era nuestro primer domingo. Ya habíamos sido recibidos por los que serían nuestros compañeros. Buen ambiente. Simpatía. Mundos nuevos: uruguayos, argentinos, paraguayos y chilenos. Por largo tiempo duraron esas conversas que iniciaban siempre con un “¿Cómo le dicen ustedes a…?” La lista es larga: el lápiz, la birome; el compu o la compu; el cubrecama, el plumón, el cobertor; la micro, el colectivo, el bondi; los cabros, los pibes, los perros, los gurises. En fin: llegamos a pocos acuerdos y a más de alguna
historia que sigue sacándonos una sonrisa.
Esa tarde, así como las tardes de todos los demás domingos que vendrían en adelante, ordenamos la capilla para rezar juntos. Así fue. La hora transcurrió y cada tanto -por esta vez- el canto le ponía palabras a nuestro silencio. Todo eran deseos, novedades y qué se yo. El Señor estaba junto a nosotros en el Pan. Consuelo. Alegría interior. Intuiciones profundas. Al finalizar, recibimos la bendición y cantamos por última vez: “Vine a adorarte”. No lo olvido. Puede resultar beato, o piadoso, o devoto. Da lo mismo: yo me sentía realmente feliz. En el corazón me decía mientras cantaba: “a esto he venido”. Me
emocioné. Lloré. Terminado este momento nos levantamos y pude percatarme de que no era el único que trataba de hacerse el tonto de la emoción vivida. Fue ahí cuando pude darme cuenta de que de verdad el Señor era quien nos había juntado. En ese momento intuí la amistad que nacería.
El noviciado es una antigua casa de Villa Dolores. Yo no sé si el nombre del barrio no es tan bueno para un noviciado, pero si se que sus muros han sido testigos de lo que Dios ha hecho en la vida de muchos jesuitas y desde hace mucho tiempo. Traer la casa a la memoria me hacen brotar alegría y gratitud. Su vida fluye a través de los que la hemos ido habitando. Los que me conocen saben que -hasta ahora- mi peor crisis vocacional la viví el tiempo justo antes de entrar. Venía de eso. La vida hasta el último minuto me abrió mil caminos posibles. Se trataba de aprender a elegir, no sin dolor, ni tampoco sin libertad.
Aprender a discernir tiene que ver con aprender a distinguir lo pasajero de lo que permanece. Se trataba -en definitiva- de la coherencia profunda con un deseo que el noviciado fue iluminando, descubriendo y confirmando: el deseo de un Dios que me invita todos los días a vivir verdaderamente, es decir, a amar, a darme; el deseo de Jesús, el Señor de mi vida, que en el rostro de muchos se hace mi hermano y mi amigo.
Ya vendrían el tiempo y sus cosas: la rutina -dormida o despierta- queda al descubierto en cada examen. Oficios varios, limpiar por aquí o por allá, poner leña, la mesa, los libros en los estantes, en fin. La oración, las clases acerca de las raíces de nuestro carisma, las comidas, lavar los platos o cantando, o descifrando trabalenguas o riéndonos de la broma de turno. Las pizzas y la cerveza fría de los sábados por la tarde para compartir los gozos y los dolores del apostolado… este tiempo, verdaderamente, fue confirmando esa intuición que nació en mí ese primer domingo tras haber llegado a casa.
La vida fue transcurriendo y haciéndola de carne. Venía de un largo camino de discernimiento. Luché muchas veces con Dios para no escucharle. En esas luchas también viví muchas soledades. Muchos lo entenderán: un deseo tan hondo demoró en convertirse en palabra. Esa tarde comprendía que la vida cruzaba los caminos de muchos que habíamos conocido esa soledad. Esa tarde comprendí que este camino sería vivido en amistad. De eso se trataba: de confiar, de soltar, de saber compartir mi fragilidad, de aprender a amarme y amar a mis compañeros. El maestro y los niños del barrio me enseñaron a ponerle palabras a mi mundo interior. Yo no lo sabía. En esas palabras fui descubriendo también mi propio rostro, el que Jesús quería, el de verdad. Las experiencias vividas lo fueron dejando aparecer: el mes de ejercicios, el mes de hospital en el Cottolengo, el mes de trabajos humildes en el basural de Montevideo, el trabajo compartido junto a los compañeros de Antofagasta, las misiones en Quilmes peregrinando en el corazón de tantos; la fidelidad del trabajo de nuestros compañeros jesuitas en la Villa del Cerro y el cariño de su gente… la alegría y el dolor, la bondad, la música, la belleza de tantas vidas…
todo eso fue el noviciado para mí: la experiencia de una amistad. En ellos, en los de cada día, el Padre me pone con su Hijo. En ellos renuevo la consagración que hice con mis votos. En ellos, es Él quien hace que en nuestras vidas se siga encarnando su sentido más sencillo y más profundo, porque hace de nosotros el cumplimiento cotidiano de su promesa: Yo estaré con ustedes… siempre. Este es su deseo. También el mío.