Alberto Hitschfeld SJ: Cooperar con Cristo para salvar almas

Mi vocación

Nací en Puerto Octay, que era una colonia alemana, donde se hablaba puro alemán. Estuve en la preparatoria de Puerto Octay, en todo lo que hoy llaman básica. Esa escuela fue fundada por un jesuita. Todas las clases eran en alemán, sólo teníamos tres horas a la semana de castellano. Cuando decíamos algo en castellano nos perseguían.

En Puerto Octay no había más que básica, entonces había que salir para seguir estudiando. Los padres jesuitas habían comenzado a construir un colegio en Puerto Varas, se llamaba Germania del Niño Jesús, era especial para alemanes. El padre de Puerto Octay aconsejó a mi papá que me mandara ahí. Me fui, estuve un año, pero finalmente los padres jesuitas se tuvieron que ir de Puerto Varas y el colegio fue tomado por una sociedad de los profesores. A mi papá no le gustó que no hubiera sacerdotes, así que me mandó a Puerto Montt, al colegio San Javier.

Llegué a Puerto Montt donde era todo lo contrario, todas las clases en castellano y sólo algunas horas de alemán. Entonces todos los que veníamos de Puerto Varas y Frutillar teníamos que aprender castellano, pero aprendimos pronto.

En el colegio San Javier se podían continuar los estudios hasta sacar un título. Se dividía en comercio y humanidades. A mí siempre me gustó el comercio, así que seguí el curso comercial. De San Javier salíamos como contadores. Las casas comerciales principales de Puerto Montt siempre pedían a los alumnos de San Javier porque salíamos bien preparados.

A mi me había pedido el papá de Cristian Brahm (hoy jesuita), que tenía como 10 sucursales entre Puerto Varas y Puerto Montt. Al salir del colegio trabajé en Puerto Octay, en la casa comercial de un amigo de mi papá. Pero yo quería ir a Puerto Montt, así que después de un tiempo fui a hablar con don Lucho Brahm y me fui a trabajar allá. Ahí me quedé hasta entrar a la Compañía, en 1934. Tuve que resolverme entre comerciante o jesuita.

Lo pasábamos bien, éramos un grupo de amigos, todos alemanes. En los fines de semana hacíamos fiestas que duraban toda la noche, se celebraba bien. Empezaba con una cena como a las ocho o nueve, después a media noche tomábamos un café, torta. Y luego seguía el baile hasta las cinco o seis de la mañana. Pero no era como ahora, en aquel tiempo era tan sano el ambiente.

Tuve algunos pololeos, hubo uno que fue más sólido. Esa era una de las dificultades que yo tenía para decidirme a entrar a la Compañía. Era una excelente niña, entonces yo sentía esa lucha de entrar a la Compañía y dejar a tan buena niña. Al fin había otro amigo que también la pretendía. Entonces el amigo empezó a conversar con ella y un día le dije, mira, tú sigue con tu amigo porque yo me decidí a entrar a la Compañía. Después entré a la Compañía y ella se casó con este amigo, fueron muy felices.

La vocación la tenía desde el colegio. Incluso los padres me mandaron a la Apostólica (una especie de Seminario Menor que tenían los jesuitas, donde los jóvenes continuaban sus estudios normales pero vivían internos esperando una mayor claridad vocacional, en la medida en que alcanzaran la madurez necesaria). Cuando le conté a mi papá él dijo “no, es muy chico, no sabe lo que hace, cuando termine que él vea, ahora no”. Bueno, cuando terminé era yo el que le hacía el quite.

Yo sentía realmente que Dios me llamaba, pero me negaba, porque el mundo atrae.

Pero en las fiestas me decía a mí mismo, “para qué todo esto, todo esto pasa”. Todo era vano, vano. Pero igual yo estaba alegre siempre, disimulaba todo.

En ese tiempo había un señor que me perseguía para sacarme libre del servicio militar. Yo le tenía que pagar y él me sacaba libre. Pero yo le había dicho a la Virgen que si salía libre del servicio militar sin pagar nada, quería decir realmente que tenia la vocación. Un día fui a hablar con el jefe de reclutamiento para saber cuándo había que presentarse. Él era el que nos colocaba en el sorteo, de él dependía todo. Conversando me dijo “bueno, si usted quiere lo puedo sacar libre”. Entonces yo le pregunté cuánto costaría eso. “No pues, nada”, me dijo. Así que ahí me dije aquí está la mano de la Virgen.

Y después de eso, todavía me corría. Por eso digo qué bondad la de Dios de esperarme tanto tiempo. Realmente hay que ser agradecido.

Así que cuando ya me resolví le conté a dos amigos. Y uno se entusiasmó también para entrar a la Compañía. Era muy buen joven, mejor que yo.

Y cuando ya estaba resuelto, yo ahora no me atrevía a decirle a mi confesor, me costaba decirle. Entonces le dije en la confesión. Le dije “me parece que tengo vocación”. Me dice tranquilamente, “si, hace tiempo que lo noto”. Entonces me dio como una especie de rabia, yo sufriendo esta lucha y él tranquilamente me dice “hace tiempo que lo noto”. Entonces yo le dije “y cómo no me dijo algo”. “Yo sabía que te ibas a resolver”, me dijo. “Así que ven mañana a hablar conmigo”. Así que ya, fui a hablar y en un mes arreglamos todo, no es como ahora, con tanto trámite. En un mes tenía todo listo. Tenía que avisar en la casa Brahm que no seguiría trabajando. Pero antes de renunciar a mi pega pedí mis vacaciones para poder ir a Puerto Octay a contarle a mi familia.

Antes sólo le había contado a mi mamá y mi hermana. Entonces yo tomé mis vacaciones, fui a Puerto Octay. Mi papá tenía un fundo cerca de Puerto Octay. Ahí le dije que venía a despedirme. Para mi papá fue un balde de agua fría, porque él pensaba hacer una casa comercial y que yo la administrara. Y ahora con esto se le vino todo abajo. Se molestó, se enojó y estuve varios años como enojado con él. Hasta que volví de filosofía. Entonces el vio que yo estaba contento, ahí cambió completamente. Se le fue todo el malestar, después él me compraba la ropa y todo lo que necesitaba.

Terminaron mis vacaciones, volví a Puerto Montt y le dije a don Lucho. Él feliz, era muy buen cristiano. Estaba feliz que uno de su casa fuera a la Compañía, además era muy amigo de los jesuitas. Mi compañero también trabajaba en la Casa Brahm. Nos dijo si se arrepienten, tienen su casa.

Después nos hicieron una despedida todos los amigos. La mayor parte bromeaba diciendo “Klein, ese si se va a quedar, Hitschfeld, un mes le damos, ese no va a durar”. Sucedió todo lo contrario. Fuimos juntos al noviciado en Chillán. Ahí mi amigo echó de menos a su familia, nunca había salido de su casa, era querendón. Volvió a su casa, y yo me quedé, salió todo lo contrario.

Estudiante y jesuita

A los dos años hice los primeros votos. Fueron dos años de noviciado. Yo era el más viejo, en aquel tiempo entraban de 15, 16 años, eran todos jovencitos. Y yo ingresé de 22, así que era como papá entre niños chicos, pero yo gozaba, estaba feliz en ese ambiente tan agradable. En aquel tiempo eran muy estrictos, no se podía hablar sino solamente en recreo, ahora ha cambiado completamente el noviciado.

Después de los primeros votos comenzábamos el estudio propiamente tal. Latín, griego, ciencias, literatura, todo lo que se estudiaba en el juniorado, que duraba tres años. Después comenzaba la filosofía. Y eso se estudiaba en Argentina, eran tres años también. Luego venía el magisterio. Se cortaba el estudio para ir a trabajar a colegios. Después venía la teología, que también era en Argentina. Yo como era viejo, el provincial quería que pasara en seguida a teología, sin hacer el magisterio. Pero yo tenía ganas de volver a Chile. Entonces le dije yo quisiera hacer aunque sea un año de magisterio. Me dijo bueno, vaya a Puerto Montt.

Así que vuelta a Puerto Montt, al magisterio. Iba a ser un año, pero me pidió que por favor me quedara otro año porque no tenía a quien mandar. A mi gracias a Dios me fue bien el primer año, así que yo estaba feliz hacer otro año. Es que a mi siempre me ha gustado trabajar con alumnos en colegios, entonces estaba feliz. Ahora, una cosa es que uno desea a veces, pero no sabe si tiene cualidades. Pero ahí me di cuenta de que también tenía cualidades (para ser jesuita), porque me fue bien.

Después de esos años volvía a Argentina para la teología. Al tercer año nos ordenábamos en Buenos Aires, no podíamos volver a Chile porque era muy caro. Nos ordenamos veintitantos, cinco chilenos, había también bolivianos, paraguayos, uruguayos, mexicanos, de todo.

Seguimos un año más en teología como sacerdotes. Luego del cuarto año de teología venía en seguida la tercera probación, en Uruguay, no es como ahora que se hace años después.

Después de la tercera probación, el Provincial me mandó otra vez a Puerto Montt, al colegio. A mí siempre me gustó la educación, ahora siento nostalgia de trabajar en el colegio.

En Puerto Montt estuve 27 años. En aquel tiempo había Divisiones. Los mayores se juntaban a hora de estudio después de las clases. En las mañanas me tocaba cuidar a la división de los más grandes en su hora de estudio, eran como 112 en una sala enorme.

Después de unos años trabajando en el colegio tuve algunos problemas y le pedí al provincial que me cambiara. Me iban a mandar a Chillán, y en eso el el padre Rinsche se enfermó, él era el Prefecto del colegio. Entonces el Provincial me dijo que me tenía que quedar hasta nuevo aviso, ahí me quedé los 27 años. Luego se enfermó el Rector del colegio y le pidieron al Rinsche que lo reemplazara, pero tenía 70 años. El pobre viejito se defendió, pero al fin aceptó, con la condición de que yo fuera el Prefecto. Así que yo tomé la Prefectura del colegio, aunque yo tampoco quería, porque era hacerme cargo de todo el colegio, profesores, apoderados, todo en vez de una sola División. Yo lo encontraba muy grande. Al fin me convencieron porque si yo no aceptaba el padre Rinsche tampoco iba a aceptar.

Gracias a Dios no me fue tan mal. Estuve de Prefecto como 12 años. Fueron los años más felices de mi vida como jesuita. Me entendía con los alumnos, era realmente agradable.

Después me nombraron ministro, eso sí que era un clavo, fue pesado. Siempre seguía con las clases de alemán, era lo que me desahogaba. Yo estaban muy cansado, en vacaciones no podía salir, había que preparar todo para marzo, limpiar todo. Para mi las vacaciones eran más pesadas que el curso. Todo eso se junta y llega un momento en que yo quería salir de ahí, después de 27 años. A pesar de todo lo que decían algunos, no me lograron convencer, yo no podía seguir.

El Provincial me ofreció ir a Arica. Yo feliz, siempre había querido ir al norte. Fueron unos años muy felices. Me gustó mucho, es muy bonito, la gente es muy buena. Pasé buenos años, 16. Estaba a cargo de las parroquias. Pero en los últimos años ya estaba un poco mal, no podía dar la comunión sin apoyarme. El Provincial, Cristian Brahm, me preguntó a dónde quería ir. Le dije que donde pudiera hacer algo todavía, pero yo pensaba, que no sea más al sur de Antofagasta. “Bueno”, me dijo, “anda a Antofagasta”. “Eso estaba pensando”, le dije.

Allá como yo estaba ya un poco mal. Cuando salí de Puerto Montt vi a un neurólogo que me dijo “usted tiene artrofia cerebral, que no tiene remedio. Con los medicamentos usted va a ir bajando lentamente”. Y tuvo toda la razón. Fui bajando lentamente, así que en Antofagasta al comienzo todavía podía decir misa en público, hacer bautizos. Pero llegó un momento en que ya no podía. Entonces me dediqué sólo a confesar en la misa del sábado en la noche. La gente sabía que había un padre toda la misa. Tenía muchas confesiones, realmente me gustaba ese ministerio.

Ahí estuve 16 años, hasta que ya me empezó a fallar el corazón, entonces el doctor que me atendía me dijo que ya no podía bajar a confesar porque me podía caer, sólo podía salir de día. Al final el médico me dijo que si fuera joven me operaría, pero a esta edad no se atrevía. Me dieron unos remedios y con eso me estoy batiendo.

El doctor me dijo que fuera a Santiago a la enfermería donde me iban a cuidar. Me vine el 15 de diciembre, voy a cumplir seis meses acá.

La vejez en la Compañía

Acá uno está tranquilo, las enfermeras lo cuidan, cualquier cosa que hay, si es grave llaman al médico. Hecho de menos el colegio, hacer clases, estar con los alumnos. Pero bueno, ya pasó la etapa, así que aquí estoy hasta que Dios me llame.

Todavía puedo confesar, confieso en la portería de la residencia. La Compañía nos pide oración, que recemos y ofrecer estos achaques al Señor, para la sanación de tantas almas que andan mal, por la Iglesia en general también, la Compañía, en fin, los estudiantes nuestros para que perseveren. Ese es nuestro trabajo.

Tengo que dar gracias a Dios por la vocación. Porque vaya a saber uno qué hubiera sido de mi estando en el mundo, a lo mejor uno se pierde. El mundo, ahora sobre todo, con la tele con todo, hay tanta cosa. Y además también en la Compañía cuando uno es viejo, ahora a mi me cuidan. En cambio si uno está en el mundo, no hubiera podido cuidarse bien tampoco.

Dice Cristo en el Evangelio, el que deja padre, hermano, hermana, casa por mi, cien veces más en este mundo, después le daré la vida eterna. Hacemos voto de pobreza, pero lo necesario no falta, sobre todo cuando uno está enfermo. Se gasta todo lo que sea, ahí no miden. San Ignacio dijo, aunque sea vender los cálices por un enfermo, hay que cuidarlo.

Ahora en mi vejez, yo la llevo más fácil porque ofrezco al Señor todos mis achaques.

Uno lo hace por amor a Dios todo. No pierde el tiempo, al contrario, esta etapa de la vejez también uno aprovecha de ofrecerla a Cristo para salvar almas, convertir pecadores, también hay que pedir la perseverancia de los sacerdotes porque también algunos no cumplen bien su ministerio y hacen disparates.

No puedo trabajar como antes, directamente con las personas, esa es mi misión.

Ahora soy el más antiguo de los jesuitas en Chile. Quiero darle gracias a la Compañía porque nunca tuve problemas, nunca tuve dificultades con los superiores, me dejaban trabajar tranquilamente, no estaban encima. Así que yo he sido feliz, debo dar gracias a Dios.

Seguir la vocación

Crisis de vocación nunca tuve, gracias a Dios. Lo único fue que una vez le dije al maestro de novicios que si el creía que no servía en los estudios como para sacerdote, que me quedaba como hermano, pero yo quería quedarme en la Compañía. “No”, me dijo, “cómo se te ocurre, eso es tentación”.

Cuando había algún problema, siempre hay cosas también entre los jesuitas, entre nosotros, yo siempre le decía a un compañero que yo entré por Dios, no entré por los hombres. Y es cierto, no entré por los hombres, que digan lo que quieran, yo entré por Dios.

Yo no sé cómo Dios tuvo tanta misericordia, haberlo hecho esperar tanto de decidirme, fue realmente la misericordia de Dios.

Si uno tiene la vocación y no la realiza, toda la vida está mal.

Tuve un amigo que cuando volví de filosofía a puerto Montt “me dijo feliz tú que seguiste tu vocación. Yo la debería haber seguido, perono hice caso”. Se había casado, y toda la vida había tenido ese remordimiento. Tenía hijos, y decía “pido a Dios que uno de mis hijos entre a la Compañía”.

Uno tiene que seguir su vocación si quiere estar feliz.

A un joven que está pensando entrar a la Compañía, le recomiendo la conversación. Que vaya madurando en el pensamiento, que trate de cumplir al Señor en la misa, con la comunión, y conversar con gente de confianza, ver todos los pro y los contra. Pero muchos jóvenes no quieren que les toquen el tema, esa es mala señal.

Yo me hice sacerdote para ser cooperador de Cristo para salvar almas. Ser Jesucristo en la tierra, en el fondo es eso. El motivo principal es ése, cooperar con Cristo para salvar almas, ser apóstol.

Uno siempre trata con los alumnos de hablar de Dios, hacerles ver, que ellos conozcan Dios, que obren como buenos cristianos. Esa es la misión. No se hace uno sacerdote para pasarlo bien, entretenerse, no… Además es sacrificado, llama un enfermo a cualquier hora del día o de la noche y uno tiene que estar ahí, las confesiones, en fin, tanta cosa que no es fácil. Pero uno lo hace con gusto por amor a Cristo. Con Él todo se hace más fácil.