Cristián Viñales SJ: «Dignidad: un rugido desde lo profundo»

Allí estábamos, sentados en la cuneta saboreando unas papas rellenas regaladas por los colombianos de la esquina. Christofer por fin sonreía y se veía más tranquilo, aunque su rostro aún certificaba el paso de las lágrimas, la tierra y el sudor. En su cabeza, por cierto, coronaba un enorme chichón rojo, que combinaba perfecto con su polerón.

-¿Entremos a la casa a ver el partido?  Le propuse.

El niño, retoma la tristeza y usando esos inmensos ojos negros, infalibles, me aborda sin darme oportunidad.

-¿Tío, usted se puede sentar conmigo para que los demás no me molesten?

El silencio nos acogió al entrar. Allí estaban todos, otrora agresores del niño, hipnotizados viendo el partido. Nos tuvimos que sentar en el sillón malo, el que me hacía doler la espalda. Christofer, no hizo ademan en mirar la tele, simplemente se acomodó en mi hombro y se dispuso a dormir. No había pasado mucho y ya sentía los suspiros como suaves ronroneos que me iban fragilizando lentamente. No tardé en reconocer una burbuja punzante vagando en mi garganta, pues era yo, quien ya tenía ganas de terminar el día y fantaseaba con estar viendo el futbol cerveza en mano con los amigos, era yo, quien podría dejar de ir al Hogar cuando quisiera, era yo, en ese momento, el único garante de su dulce reposar.

El partido terminó empatado, fue terrible, Chile quedó definitivamente eliminado. Los niños más afectados, entre gritos y garabatos mostraron el descontento, pero la mayoría ya había abandonado el estadio improvisado. Era tarde, los chiquillos tenían clases al día siguiente. El rostro de Christofer, figuraba estampado en mi hombro, lo desacoplé como pude e intenté recuperar la sensibilidad perdida, tomé al niño con cuidado y junto a su tutor lo cargamos al dormitorio, le quitó las zapatillas con luces y lo tendió en la cama, mientras yo con un paño húmedo, sin mucho éxito, intentaba limpiarle manos y rostro, sin reparar en aquello que se comenzaba a revelar.

Lo miré dormir, como intentando despedirme, por un segundo sentí lastima de él, lo reconozco. Entonces, sucedió algo extraordinario, lentamente esa, que era su miseria, transparentó mi vergüenza. Mientras más lo veía, más corporal se hacia la incomodidad. La inocencia de sus suspiros, se comenzó a escuchar como desafiantes rugidos, era el más feroz animal retando a muerte mi desesperanza. Por un instante que hoy entiendo eterno, pude sentir el poderío de su rostro secretamente enfrentándome, yo estaba paralizado, no podía dejar de observarlo y viéndolo a él, me contemplaba a mí y a todos los demás. Era lejano e íntimo, vulnerable y poderoso, común y propio, infinito y pura humanidad.

Intentando comprender lo experimentado aquella tarde, logré aventurar tres teorías: En primer lugar, quizás pude ver y oír el alma de Christofer, como si por algunos segundos él niño hubiese transparentado su esencia. Tal vez fue una epifanía personal y yo contemplé a Dios mismo en ese niño, esta sería mi segunda teoría. Finalmente, recordé lo que alguna vez leí:  La palabra “dignidad”, encuentra su origen en el latín “dignitas”, utilizado mayoritariamente en la Roma imperial para referirse a aquello propio de un dignatario, cuestión que le permitía gozar de los beneficios y potestades de ser representante del Imperio, de alguna manera la grandeza del Imperio Romano estaba en ese sujeto.  Sin descartar, más bien integrando las otras teorías, aposté por la Dignidad. Quizás Christofer se me manifestó como dignatario del misterio humano. Me ayuda pensarlo así, no precisamente porque alguien le haya otorgado tal dignidad (o sí), sino porque siéndole tan íntima, evocaba algo más allá de él, siéndole propia, estoy seguro que era superación de su individualidad e infundía respeto o tal vez temor, como buen dignatario.

Los días pasaron y yo seguí dándole vuelta a este asunto. Ya no buscaba una cosa como propia del niño, sino aquello en la experiencia que remitía a mí, pues me entregó algo novedoso o develó algo oculto, que misteriosamente me era autentico. Ese rostro que me había hecho sentir profundamente frágil, se transformó también en memorial de mi propia vulnerabilidad y tuve la sospecha de que aquello que entendí como dignidad en Christofer, también estaba en mí, lo sentí y él me lo había revelado.

Lo recordé en mi hombro, hombro extraño y transitorio, renové la incomodidad atorada y volví a atender esa melodía permanente, el eco de sus rugidos, una y otra vez. Entendí finalmente en mí, un vínculo esencial con Christofer y en él con toda la humanidad: En su rostro, su rugido y mi garganta, había una palabra secreta, una petición sagrada depositada en mí sin esfuerzo y en un lenguaje extrañamente universal: ¡Cuídame! ¡No me dañes! ¡QUIERO VIVIR! Fueron algunos intentos de traducción. Ahora, que recibí esta palabra, creo que no puedo dejar de oírla, quererla, temerle y aunque muchas veces le falle, ella sigue latiendo allí, en mí, en otros niños, en los más viejos y en las calles de mi ciudad.