De soldado a compañero: la conversión de San Ignacio

La historia de este Personaje a Contracorriente, San Ignacio de Loyola, es una historia de conversión total. Una conversión que impactó mucho más allá de su propia vida. Una conversión que hace que más de 500 años después siga teniendo sentido escribir sobre ella.

Nació en 1491 en Azpeitía, España, un año antes del descubrimiento de América. Arribó al mundo cobijado por una familia noble del País Vasco, lo que en esa época feudal no era poca cosa.

Pero no era una familia más. En años posteriores un cronista catalogaría a su familia como una de las “más desastrosas que nuestro país tuvo que soportar, una de esas familias vascas que portaba un escudo de armas sobre su puerta principal, para justificar mejor las fechorías que eran el tejido y el patrón de su vida”.

Con esos antecedentes, es fácil entender la personalidad que fue desarrollando Iñigo (todavía no tomaba el nombre de Ignacio) en ese entonces. Quien llegaría a convertirse en santo, en su juventud fue un tipo conflictivo, violento y frecuentador de placeres mundanos.

En su horizonte no había más que lo típico del miembro de una familia noble en medio de un contexto sociopolítico muy violento: ser un exitoso y respetado militar.

Su libreto parecía estar escrito y pudo tener un final anticipado el 20 de mayo de 1521. Con casi 30 años, participando en una lucha contra los franceses en el norte de Castilla y defendiendo el castillo de Pamplona, recibió una bala de cañón que le rompió una pierna. Y que quebró también su historia.

De ahí en más, todo cambiaría. Durante su larga y dolorosa recuperación, este joven convaleciente pasó muchas horas leyendo textos religiosos que lo acercaron de manera inesperada a Jesús y a la profundización de su fe católica.

El cambio fue radical. Una vez recuperada la capacidad para caminar, se propuso peregrinar a Jerusalén, parando antes en Montserrat y Manresa.

En Monserrat comenzó a tomar forma la idea de hacer penitencia por los pecados que había cometido y también el dejar atrás los lujos que lo habían acompañado hasta entonces.

Con esa nueva mentalidad llegó a Manresa, donde vivió durante 10 meses con gran austeridad, prácticamente como un mendigo. En ese lugar formuló sus Ejercicios Espirituales, que siguen guiando a miles de personas en la actualidad para poder conectarse con Jesús y personalmente por medio de la meditación y la espiritualidad.

Hasta entonces, su norte era llevar adelante una vida puramente contemplativa, pero paulatinamente comenzó a descubrir un llamado a ser “contemplativo en la acción”. Desde luego, para llevar adelante su misión necesitaba compañeros.

Tras volver de Tierra Santa se trasladó a Francia para estudiar Filosofía. En la universidad de París conoció a quienes serían sus primeros compañeros. Pedro Fabro y San Francisco Javier destacaban en un grupo de seis hombres que se sumaron a San Ignacio.

En 1534 los siete juraron “servir a nuestro señor, dejando todas las cosas del mundo” y fundaron la Sociedad de Jesús, que antecedería a la Compañía.

Durante los años siguientes, Ignacio visitó a los familiares de sus compañeros, entregando cartas y recados. Pasó 1536 estudiando en Venecia.

En 1537, los siete compañeros se juntaron en Roma, donde Ignacio sería ordenado sacerdote un año después. Además, obtuvieron el permiso oral del Papa Pablo III, quien entregó la confirmación oficial de la orden en 1540. Así nació la Compañía de Jesús, siendo esto el remate de lo que había comenzado en Manresa con los ejercicios espirituales. El horizonte estaba claro: ser compañeros de Jesús, alistados bajo su bandera, para emplearse en el servicio de Dios y bien del prójimo.

Ignacio fue elegido General y encargado de redactar las constituciones. De golpe, se les asignaron diversos apostolados y el Papa los envió a distintas misiones. En ese momento comenzó la dispersión, con San Francisco Javier como principal abanderado por Portugal, la India, Indonesia, Japón y China.

Al final de sus días, la Compañía de Jesús estaba formada por más de mil personas y se extendía por los cuatro continentes conocidos. Ignacio murió en Roma el 31 de julio de 1556. Fue beatificado por el Papa Paulo V el 27 de julio de 1609 y canonizado el 12 de marzo de 1622. Ha sido declarado Celestial Patrono de los Ejercicios Espirituales.