«Dignidad, la belleza de toda vida humana», por Gonzalo Castro sj
Hablar de crimen, cárceles y delincuentes suele ser un tema no deseado. Al menos así sucede en Belo Horizonte (Brasil), ciudad donde vivo hace más de dos años. En un ambiente cada vez más polarizado, cada vez cuesta más encontrar una mirada que consiga ver con verdad, bondad y belleza la situación carcelaria de Brasil. Esa mirada triple podemos sintetizarla dentro de lo que conocemos como ‘dignidad humana’, concepto esencial de la doctrina social de la Iglesia. Porque todos los seres humanos somos dignos, todos. Y eso esconde una belleza de la que nos hemos ido haciendo insensibles, una verdad que aprendimos a relativizar y una bondad que nos causa espanto.
Más que hacer un ensayo académico sobre la dignidad de las encarceladas y encarcelados, me gustaría compartir un poco de mi experiencia en la Pastoral Carcelaria en Brasil. Que no es sólo mía, por supuesto: somos un grupo de personas que, de alguna manera, la situación de los privados de libertad revolvió nuestras entrañas. Algo de esto es lo que quiero contarles, para que no nos olvidemos que la dignidad no es un mérito ni un derecho, es parte de nuestra condición humana.
Comencemos revisando la realidad carcelaria en Minas Gerais, que es el estado brasilero donde vivo y participo de la Pastoral Carcelaria. Aquí es casi un lugar común decir que quienes están en la cárcel son los jóvenes negros. Al revisar las estadísticas, podremos comprobar qué tan cierto es eso que dicen. Por un lado, el porcentaje de jóvenes encarcelados entre 18 y 24 años supera en 1,8 veces al porcentaje de jóvenes de la misma edad en el estado. Esa concentración se mantiene similar hasta los 34 años. Los presos mayores de 35 años no representan el 10% de la población total de presos. Por lo tanto, efectivamente quienes están en la cárcel son en su mayoría jóvenes. Y al agrupar según el color de piel, vemos que el 73% de los presos de Minas Gerais son negros (incluyendo también a los morenos, denominados ‘pardos’ en Brasil), siendo que en este estado solo el 53,5% es negro.
Casi las ⅔ partes de la población penal de este estado no terminó la educación básica (63,6%), y menos del 10% tiene su enseñanza media completa (9,9%). Sólo un 12% tiene acceso a trabajos ofrecidos por la administración penitenciario. Otro 12% consigue algún tipo de trabajo remunerado sin la intervención de la administración. Y el resto, las ¾ de la población penal, no realiza ninguna actividad laboral remunerada. Si a esto le sumamos que el 60% de la población penal pasará más de 4 años en la cárcel (en promedio pasan unos 9 años), podemos hacernos una idea más clara de las pocas oportunidades laborales que estos jóvenes tendrán al salir de la cárcel y de lo difícil que les será una plena re-inserción social en Minas Gerais.
Esta es la situación que vine a conocer abruptamente en mis primeras visitas al centro penitencial de Santa Luzia. Al poco andar organizamos una celebración en la cárcel, con almuerzo para todos los presos y también para los gendarmes. En el ‘patio de luz’ del lugar no pueden poner más de 30 presos, por lo que todos los demás tuvieron que participar desde sus celdas. Cantamos, rezamos juntos y celebramos la resurrección del Señor. Y la comida quedó espectacular, muy sabrosa y alcanzó para todos. Se las fuimos llevando, junto a un vaso de bebida, y pasamos por todas las celdas. Y la gente se emocionó: comenzaron a aplaudir, a cantar canciones religiosas (del repertorio evangélico), a gritar oraciones agradeciendo por ese momento. Fue algo tan espontáneo y lleno de vida que me dejó a mí también alegre y agradecido. No he vuelto a ver una manifestación tan bella de gratitud en más de dos años de trabajo y visitas después de ese día.
Creo que esta experiencia me ayuda a percibir un poco mejor en qué consiste la dignidad de una persona. Somos personas dignas porque estamos abiertos, porque somos seres conscientes y libres, capaces de sonreír en medio de nuestro sufrimiento. Somos seres dignos porque tenemos una identidad y un horizonte, o sea: porque somos personas. Nadie obligó ni sugirió a esos presos que se manifestaran. Tampoco había algún interés utilitario en sus cantos, pues su condición de presos no les permite obtener nada a cambio. Su dignidad brillo ese día porque fueron generosos, porque abrieron su humanidad al igual que una flor que se abre en primavera: poco importa si los miran o no.
Es por eso que yo digo que la dignidad también es belleza. Con eso no pretendo en absoluto idealizar las condiciones de vida de un preso. El centro penitencial que yo visito normalmente está al 200% de su capacidad, llegando a estar a veces a un 300%. Y eso que la situación carcelaria en Brasil es en muchos lugares aún peor que lo que yo pude conocer. Algunas celdas son para 15, y a veces tenían 50 presos dentro. Ellos tienen que amarrar frazadas de una punta a otra para inventar una especie de hamacas, a tres alturas diferentes, para ellos trepar y acostarse en un espacio de 4×7 aproximadamente. Digo que la dignidad es belleza porque ella persiste en medio del sufrimiento humano y nos sorprende con su gratuidad desinteresada. El gran Dostoyevski expresa con gran hondura esa condición humana en su libro ‘El idiota’. En esa obra, el príncipe Myshkin consigue ver en la belleza el sufrimiento de la mujer que ama. Si no aprendemos a percibir la belleza en el sufrimiento del otro, difícilmente aprenderemos a sentir compasión. Es la belleza la que nos hace ver en el otro un prójimo al que amar. Cito aquí un célebre pasaje de la misma obra: «la belleza salvará el mundo».
Dentro de nuestra misión como Pastoral Carcelaria, aparece en primer lugar la «evangelización y promoción de la dignidad humana mediante la presencia de la Iglesia en las cárceles, a través de los equipos pastorales y buscando un mundo sin cárceles». Me parece sumamente inspiradora esta formulación. Podríamos rescatar de ella varios elementos, pero me centraré solo en un punto. Y es que reconozco como un gran acierto juntar evangelización y promoción de la dignidad humana en una misma idea, pues estas se implican mutuamente. Efectivamente, evangelizar es mucho más que la dimensión kerigmática de nuestra fe: es ser continuadores de la misión encomendada por Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien. Bien podemos aplicar a los privados de libertad esta expresión del documento de Aparecida: «a la luz del Evangelio reconocemos su inmensa dignidad y su valor sagrado a los ojos de Cristo, pobre como ellos y excluido entre ellos. Desde esta experiencia creyente, compartiremos con ellos la defensa de sus derechos» (DA 398).
Hay muchas formas de evangelizar, de «hacer sentir al otro más humano». Este deseo es el motor secreto de toda vocación cristiana, cuando esta se vive como donación y servicio. Lo reconozco en las personas que participamos en la Pastoral Carcelaria de nuestra parroquia. Doña Rosa lleva más de 20 años al servicio de los presos y es una referencia en la población donde vive. Lo hace a pesar de la poca acogida que encuentra este servicio en la parroquia porque tuvo un hijo preso, y sabe del dolor que genera que traten a tu hijo como un bicho. Algo parecido le pasó a Cleomara, aunque lleva menos tiempo en esta pastoral. El compromiso del joven Jordan se alimenta de la fuerza de estos presos, que con alegría lo buscan cuando quedan en libertad. Es el caso de Carlos, que se lo encontró en la feria un día y le contó que ya había encontrado empleo. ¿Y qué ha pasado conmigo? Siento que Dios me sigue llamando a vivir mi vocación cristiana como jesuita, avivando mi pasión por una fe que busca e implica justicia. Es como un tesoro escondido en el campo, que encuentro una y otra vez cuando descubro la belleza de la dignidad humana. Y es esa belleza la que me llena de esperanza y despierta mi pasión por el Reino de Dios. Es por esa experiencia que yo decidí un día, lleno de alegría y sin muchas palabras, consagrar mi vida a Dios: para compartir con los amigos de Cristo su amistad y sus dolores.