Francisco Jiménez SJ: «El arte de dudar»

Columna de Francisco Jiménez SJ

Miguel de Unamuno escribió un soneto notable que se llama La Oración del Ateo. Parte diciendo: Oye mi ruego Tú, Dios que no existes, / y en tu nada recoge estas mis quejas. En el sexteto final del poema remata con los siguientes versos: ¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande, / que no eres sino Idea (…) / Sufro yo a tu costa, / Dios no existente, pues si Tú existieras, /existiría yo también de veras.

 

Comparto la idea de Unamuno que todos llevamos un ateo dentro. El cristiano también lleva un ateo dentro. Y creo que eso es sano. Cuántos de nosotros nos hemos cuestionado más de alguna vez si lo que creemos vale la pena ser creído; a cuántos nos asaltan dudas profundas y dolorosas acerca del modo cómo Dios actúa o de la naturaleza de Jesucristo como Hijo de Dios; cuántas veces nos hemos preguntado, tal como Unamuno, si Dios no es más que una idea, o una proyección de nuestros deseos de infinitud o nuestra necesidad de consuelo o soporte vital.

 

Tenemos que reconocer que nuestro ateo interior ha ido ganando terreno ante la aguda crisis de las instituciones que vivimos. No se salva nadie: el ejército, carabineros, los políticos, la administración del Estado y para qué decir la Iglesia. Estas instituciones quebradas no solo no están ayudando a que creamos, sino que lo están haciendo más difícil. Como dice Tomas Merton, estamos ante el desierto, en la intemperie, y lo que muchas veces sostenía la fe ahora existe débilmente: una comunidad, referentes externos, mentores, etc. La fe hoy más que nunca se sostiene en una experiencia personal, es decir, en el correlato interior de convicciones o valores cuyo origen está fuera de mí, como que Dios es amor, o que somos un pueblo que peregrina, o la radicalidad del perdón o la justicia social. Si lo experimento de alguna manera lo creo. Esto es así, nos guste o no: para muchos de nuestros contemporáneos la experiencia personal es central. No necesariamente esto significa individualismo, pues siempre la experiencia personal es mediada por otros, siempre el acto de fe supone una comunidad, pero hoy creemos porque hemos sido convencidos internamente de que Dios es real, o que lo espiritual, lo religioso, tiene sentido. No nos basta con que otros crean o que heredemos la fe de la familia o la cultura. De alguna manera lo tenemos que “sentir”.

 

En este contexto, creo que las dudas de fe se viven con más angustia hoy, tienen un aguijón más punzante ante la intemperie y la soledad en la que vivimos nuestra fe. Eso hace que ellas se instalen como pequeñas e imperceptibles células colonizadoras que van tomándose regiones enteras de mi fe y mis convicciones. Dudas no digeridas pueden terminar con la pérdida total de la fe o malas decisiones por autoengaño respecto de lo que creo que es la voluntad de Dios.

 

Pero no hay que temer a nuestras dudas. Hay que reconciliarse con nuestro ateo interior. Es un gran tipo, no hay por qué tenerle miedo. Adolphe Gesché, teólogo belga, dice que “no es bueno habitar en una única representación de la realidad”, es decir, no hay que tragarse todo lo que uno afirma así tan livianamente. Para evitar rigideces, dogmatismos o fanatismos hay que mirar desde fuera, de vez en cuando, nuestras convicciones y deseos. Si no lo hacemos, podemos perdernos en nuestra experiencia espiritual, absolutizar posiciones personales y domesticar el misterio.

 

En teología se habla del Etsi Deus non daretur: “como si Dios no existiera”. Es una fórmula importante, pues incorpora en el pensamiento teológico la duda como momento clave para pensar a Dios con libertad y hondura. Invocamos la fórmula como una protección frente a una afirmación demasiado rápida y asegurada de Dios, ella garantiza el instante del pudor y la perplejidad. ¿No será que me estoy engrupiendo con esto que digo que es Voluntad de Dios? ¿Será que Dios actúa así realmente? ¿Me está llamando realmente? ¿Seré yo como digo que soy? Esa perplejidad es fecunda pues me permite ir llegando a Dios mismo. La duda es rodeo para llegar al indecible, al misterio. Es necesario ese rodeo. Nuevamente: sin la duda, sin el rodeo, sin la perplejidad, sin la distancia, el riesgo de dogmatismo, rigidez, racionalismo o subjetivismo es muy alto. No por nada en el Antiguo Testamento la lucha constante de los profetas era contra la idolatría, esto es, contra la tendencia de Israel a falsear a Dios. No todo lo que afirmo de Dios es Dios. Hay que dudar y habitar esa duda.

 

En este sentido, la tradición requiere digestión. El Apocalipsis tiene una imagen interesante, en que el protagonista se come el libro que le da el ángel (Ap. 10, 8-10). Podríamos decir que comerse el libro significa apropiarse de la tradición, de lo que la Iglesia cree; al comerla, interiorizarla, sacamos la energía para vivir. Pero, como dice el Apocalipsis, el libro sabe dulce primero y después se pone amargo. En la apropiación de la tradición, no todo es dulce y miel sobre hojuelas, hay amargura y desazón. La duda, aunque amarga, es parte de este proceso ineludible de apropiación a nuestro contexto de la tradición que recibimos de nuestros antepasados. Este proceso de digestión por el que sacamos nuestra energía espiritual, también genera desechos que eliminamos después en el baño. Hay cosas que tras la duda nos damos cuenta que nos deshumanizan o no son verdad y que tenemos que desechar para poder caminar hacia Dios y amar más y mejor.

 

Pero ojo, no hay que confundir el ateo interior con el creyente de plástico interno. Algunos de nosotros podemos vernos arrastrados por la inercia de la duda. Un ateo interior bien plantado te cuestiona, no te deja tranquilo y te mueve a contestar sus preguntas y a tomar posición. En cambio, el creyente de plástico interno plantea una duda pero se queda ahí, se mantiene en la superficie. No busca respuestas, caminos. No descifra las metáforas. Se queda como aletargado con la duda. Este creyente de plástico deviene en escéptico. Cuando la duda no genera energía, sino que apaga, aparece el escepticismo y la desconfianza que mira todo de reojo, buscando dónde me están tratando de estafar o de quién soy víctima. Este creyente de plástico no es verdaderamente un buen “dudador”, no es un ateo realmente, sino un cómodo regalón, que espera que todo se lo den digerido, que no sale a buscar nada. La duda le permite acomodarse y no comprometerse. El resultado es un sujeto amorfo, que perdió la fe o que se volvió escéptico, no por inteligente o sagaz, sino porque, finalmente, es menos trabajo.

 

En resumen, reconocer nuestro ateo interior nos hace bien. En diálogo con él podemos movernos hacia un nivel más profundo de nuestra fe, nuestra experiencia de Dios o nuestra vocación. La duda honesta y aguda nos lleva al compromiso porque busca resolución, decisión. Quien duda, busca; y quien busca, se llena de experiencias y de vida. Y como dice Unamuno, mientras más existes, Señor, más existo de veras.