
Ser jesuita no es “más” contracultural que ser cristiano, es decir, que intentar poner al Dios de Jesús al centro de nuestras vidas. Mejor dicho (los jesuitas solemos creer que todo se juega en nuestro esfuerzo): que intentar dejar actuar a Dios en nosotros, para que él se vaya tomando toda nuestra vida.
No es que tampoco que la “cultura actual” sea menos o más cristiana que otras. (¿Hay una cultura actual? ¿Con qué criterios se tendría que medir su cristianismo?) El cristianismo siempre ha aprendido de las culturas en las que ha vivido, porque cree en el Espíritu Santo, que sopla donde quiere. Toda cultura tiene luces y sombras; en cada cultura crecen juntos el trigo y la cizaña.
Y, a la vez, el cristianismo está siempre como “atravesado” al mundo: no termina de acomodarse en él. Busca hallar a Dios en todas las cosas y, cuando lo encuentra, se da cuenta que es el Dios siempre mayor, que desborda nuestras lógicas pequeñas. Así, el cristianismo nos dice (al menos a través de su Evangelio y, en los mejores casos, a través de sus acciones): “tú eres mejor que esto”, “tú vales mucho a los ojos de Dios”, “si supieras cómo Dios te quiere, sabrías que has sido hecho para más”.
Nuestra vida como jesuitas quiere ser una expresión (¡entre muchas otras!) de ese cristianismo. Hace más de 40 años, en un tiempo de gracia – o sea, en un tiempo de cercanía de Dios y de inseguridad propia –, los jesuitas dijimos de nosotros mismos: somos “pecadores llamados a ser compañeros de Jesús”. Somos un grupo de hombres que tiene el atrevimiento de decir: Dios nos ha llamado a seguir a Jesús y a servir en su misión. ¡Siendo que somos pecadores! No porque seamos mejores que nadie (hoy no hace falta decirlo…), sino porque Dios es como un buen artesano capaz de hacer maravillas con malas herramientas. ¡Qué rápido nos creemos que, porque la misión es grande, nosotros también lo somos! Eso solo confirma que somos pecadores… y que Dios, que quiere valerse de estos pecadores siempre necesitados de conversión, es más grande que nosotros.
Contracultural, creo, es no sólo el atrevimiento de decirse llamados por Dios. Contracultural es, sobre todo, – y creo que esta es nuestra tarea más difícil hoy – afirmar al mismo tiempo el llamado de Dios y nuestra fragilidad humana. “Llevamos este tesoro en vasijas de barro”, escribía san Pablo. Estamos llamados a amar y servir, a ponernos a disposición de otros/as, a postergar nuestra propia felicidad por el bien y la felicidad de otros/as. En ocasiones, nos vemos movidos a decir una palabra o hacer un gesto profético, cuando nos parece que si no lo hacemos nosotros las piedras clamarían. Las más de las veces, nos toca darnos silenciosamente como levadura en la masa o disminuir para que otros/as crezcan…
Y, al mismo tiempo, tenemos que afirmar nuestra fragilidad y nuestra pobreza. Nosotros, pecadores llamados, tenemos que aprender siempre de nuevo a escuchar de otros (¡y de otras!) una palabra profética, que nos ayude a enmendar el rumbo. Tenemos que vivir lúcidamente nuestras necesidades de afecto, de estima y reconocimiento, nuestros deseos de ser valorados y queridos, para no utilizar a quienes estamos llamados a amar y a servir. Queremos amar desinteresadamente, pero esto nos demanda cada vez conversión. Nos pide humildad, para reconocer nuestros límites. Requiere que busquemos amistades auténticas y relaciones honestas, espacios de descanso, de silencio y de oración.
Creo que la apuesta por una vida religiosa viable – esto es, de amar y servir consagrados a Dios, sabiendo de nuestra pobreza y sabiendo que Dios nos sostiene “aunque es de noche” – es la tarea más “contracultural” que tenemos. Lejos de la gestión de la propia imagen de las redes sociales y, ojalá, lejos de la superficialidad en las relaciones. Humildes, sabernos necesitados de otros y otras. Saber que el que nos ha llamado es quien da la fuerza para amar y servir en nuestra debilidad. No hace falta más que nuestra pobreza – que la consciencia de nuestra pobreza. Jesús no se avergonzó de ser el hijo del carpintero. Tu amor y tu gracia nos basten.