Fernando Salas SJ: Dios es pasión

Una serena certeza

Nací en 1942. Mi papá era ingeniero, mi mamá dueña de casa. Él trabajaba en proyectos ligados a la Corfo. Un tiempo después de que naciera mi hermano Ramón, a mi papá lo enviaron a Estados Unidos. Nos tocó vivir cerca de Nueva York, entre el ‘44 y mediados del ‘48. Fueron años especiales, de austeridad. Estados Unidos estaba en guerra, y no tenía nada que ver con el país que es hoy.

Al volver a Chile, nos pusieron en el colegio Saint George, porque si bien entendíamos el castellano, estábamos acostumbrados al inglés y no podíamos interactuar con niños de la misma edad en castellano. Estuve en ese colegio desde segundo básico hasta séptimo. En ese momento, el papá me dijo que no iba a haber ningún hijo de él que no terminara sus estudios en el colegio San Ignacio. Entonces nos cambió a Ramón y a mí. Mis dos abuelos y mi papá habían sido alumnos del San Ignacio, además tuve dos tíos jesuitas. Para él era incomprensible que nosotros no estuviéramos ahí.

Mi familia era muy unida y mis padres vivían fuertemente su fe. La vida en ese tiempo era muy previsible y tranquila. Los rituales familiares eran fundamentales. Los domingos íbamos juntos caminando a misa, a la vuelta el papá leía el diario, jugábamos mientras la mamá preparaba algo de almuerzo. La presencia de Dios en la familia era tan serena como la relación con mis papás. Aprendí con ellos el cariño de Dios. Mi papá era muy justo y fiel. Mi mamá era perseverante, perdonadora, comprensiva. Esas eran las características que Dios empezó a tener para mí.

Íbamos de vacaciones a una casa que tenía mi abuelo paterno en Viña del Mar. Un día que estábamos allá, yo estaba en tercer año de humanidades -lo que hoy es primero medio- le dije a mi papá “sabes, yo quiero ser jesuita cuando grande”. Era un domingo en la mañana, estábamos en su dormitorio, en pijama. Me habló sobre la Compañía de Jesús en términos de mucho respeto, de admiración, como diciéndome, “¿te das cuenta el deseo desmesurado que estás teniendo?”. Ese mismo día en la tarde me dijo “lo que conversamos en la mañana, te lo acepto, tú vas a hacer en tu vida lo que quieras, pero te agradecería que esto no lo volvamos a hablar hasta que seas alumno regular en la universidad”. Y así fue, nunca más volvimos a hablar del tema.

Pasé por tiempos en que decía y quería estudiar medicina, después quería estudiar ingeniería, pero había en el fondo una especie como de serena certeza de que yo quería ser jesuita. En ese momento no entré en mayores elucubraciones, era así simplemente.

A medida que fui creciendo hubo presencia de varios amigos. Cuando estábamos en cuarto año de humanidades, empezaron las fiestas y llegaron las amigas. El penúltimo año de colegio no recuerdo fin de semana en que no haya tenido una o dos fiestas. En el verano, en Viña del Mar lo pasábamos muy bien.

Tuve varias pololas. Claro que el concepto de pololeo era bien distinto del de hoy. Había un respeto y presencia de la familia de la chiquilla mucho mayor.

Los últimos años de colegio fueron alegres y despreocupados. Empecé a participar en la Congregación Mariana, que hoy es la CVX. Todos los miércoles en las tardes íbamos a hacer catecismo a una parroquia. Fueron años de mucha regularidad en el servicio, de una vida de fe vivida como lo más normal. La comunión diaria era lo habitual. Yo no entendía en ese tiempo el ir a misa sin comulgar. El colegio nos facilitaba la posibilidad de ir a misa, por lo que yo iba a muchos días por semana, y comulgaba diariamente.

Como alumno era mediocre, muy del montón. Cuando terminé el colegio y di el bachillerato, quedé en la Universidad sólo por “muñeca”. Calculé las ponderaciones de todas las notas, y en la lista de los admitidos en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, yo quedaba uno o dos más abajo del límite inferior. Estaba desesperado. Pero después hice el cálculo de las ponderaciones usando fracciones en vez de decimales. Al hacer así el cálculo, mi lugar subía en tres, y quedaba penúltimo de la lista de admitidos. Sin pensar en lo que significaba, fui a la Escuela de Ingeniería a hablar con la persona que estaba a cargo de los ingresos. Le dije “mire, está mal calculado mi promedio”, y le entregué un papel con mis cálculos. Me respondió: “lo que usted me está diciendo es cierto, pero quiero que caiga en la cuenta de que si a todos les calculamos con fracciones, la lista muy probablemente se mantendrá como está ahora, y usted seguiría estando dos más abajo del límite inferior de los admitidos. Ahora, como ningún otro me ha venido a decir lo que usted me está planteando, usted va a quedar admitido en la Escuela de Ingeniería”.

Días después se publicó la lista final de los admitidos. Yo aparecía en el último lugar. Entonces le dije a mi papá “ahora soy alumno regular de una universidad, aunque no hemos empezado las clases. Quiero entrar a la Compañía de Jesús”.

Ese día estábamos conversando en la casa, en uno de los rituales típicos de nuestra familia. Cuando terminábamos de comer, nos sentábamos en el living de la casa, el papá, la mamá y los hermanos mayores. Cuando dije esto, la mamá se paró y volvió a los cinco minutos con anteojos oscuros. El papá me dijo en ese momento “eres dueño de tu vida, te voy a apoyar en lo que quieras. Te voy a hacer una sugerencia. Las decisiones humanas tienen dos dimensiones: su contenido, lo que estás decidiendo, y su ubicación en el tiempo, la fecha”.

Después he pensado muchas veces sobre esto que escuché cuando tenía 18 años. Es muy cierto, pero no le hice caso en ese momento. Porque tomé la decisión de entrar a la Compañía de Jesús, pero no le puse fecha. Empecé a ir a la Escuela de Ingeniería, seguimos con las fiestas y las reuniones de estudio, y más fiestas y más estudio. Empecé a pasar bastante menos tiempo en la casa.

Recuerdo ir caminando por la calle con algunos amigos, volviendo el sábado en la noche o más bien, el domingo temprano en la mañana, y comentar lo buena que había estado la fiesta: la comida excelente, la casa preciosa, la música excelente, las niñas también, todo fantástico. Se producía un cierto silencio. Me acuerdo de haber tenido muchas veces la sensación de que algo le faltaba a la fiesta.

En marzo de 1960, poco después de empezar las clases de ingeniería, fui a Padre Hurtado porque quería hacer un retiro. Antes había ido allá con el colegio a hacer retiros donde lo pasábamos muy bien pero en realidad, de ratos de oración largos no tengo recuerdos. Hablé con el padre José Correa, que era Rector de esa casa, donde estaba el Noviciado y Juniorado de la Compañía de Jesús. Le dije si me podía dar unos días de retiro, porque quería ver qué pasaba con mi vocación.

Me llevó a la casa de retiros, me mostró la pieza y me pasó una hoja con lo que hoy conozco como el Principio y Fundamento de los Ejercicios Espirituales. Me dijo “lee esto, piénsalo, y voy a volver dentro de una hora y cuarto, y ahí vemos cómo organizamos estos tres días”.

Al leer que el hombre ha sido creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y que todo lo demás es para ayudarle en eso, me bajó una paz y una tranquilidad inmensas. No tuve ninguna duda de que esto sólo lo podía hacer en la Compañía de Jesús. Fue una afirmación muy desde adentro, no tuve ninguna duda de que Dios me estaba pidiendo ser sacerdote en la Compañía de Jesús.

Llevaba 45 minutos en Padre Hurtado, pero tomé mi maletín, me fui a la pieza del padre Correa y le dije “listo padre, está todo perfecto, me voy, hasta luego”. Me quedó mirando con desconcierto. “Pero cómo”, me dice, “si no hemos tenido siquiera la primera conversa”. “Perdón padre, yo vine a una cosa”, le contesté, “a ver si realmente Dios me quería en la Compañía de Jesús. Y veo muy claro que si, así que me voy, porque el objetivo ya está cumplido”. Y me fui.

Al volver a mi casa, recuerdo la sorpresa de mi mamá cuando me ve llegar. “Está muy claro”, le expliqué, “Voy a ser jesuita”.

Al día siguiente fui a ver al Provincial, y le conté esto que había hecho. Era el padre Carlos Pomar. Me pidió que conversara con un jesuita psicólogo para que me hiciera un test y algunos otros padres de la Compañía. No me acuerdo de nada de todo eso, lo que sí recuerdo es que el Provincial me regaló un librito y me dijo que hablara con el padre José Aldunate, que era el Maestro de Novicios.

Sin embargo, salí de ahí, empecé a ir a la Escuela de Ingeniería, tuve mis clases, fiestas, y se me olvidó enteramente el consejo de mi papá sobre las decisiones humanas, que tienen contenido y fecha.

Y cuando llegó fines de junio, yo estaba cada vez más entusiasmado con una niña, e ingeniería se estaba poniendo interesante, estimulante. De repente me dije, “si sigo en esta línea, ingeniería y la fulanita… aquí falta algo de coherencia”.

Entonces, en el ritual familiar un día a fines de junio, estábamos sentados después de comida, y dije al papá que esto ya era suficiente, y que estaría bueno que yo entrara al Noviciado. Mi mamá se volvió a parar, y volvió con anteojos oscuros por segunda vez. Mi papá me sugirió que esperara hasta fin de año, que hiciéramos algún viaje en familia, y que yo entrara en marzo. Yo me acuerdo de haberle dicho “papá, dadas las circunstancias como van, si no entro ahora, no voy a entrar, porque todo lo que no es entrar a la Compañía, está creciendo en atracción. Y yo sigo con la serena y muy tranquila certeza de que Dios me quiere jesuita”. “Pero por lo menos no vas a salir de la Escuela de Ingeniería y entrar a la Compañía inmediatamente, haz algo, ¿qué quieres hacer”, me dijo el papá. Y yo le dije “Me gustaría andar en un transatlántico”. Hoy día lo encuentro un poco ridículo, pero eso fue lo que le respondí.

Compré pasaje en un barco que iba de Valparaíso a Génova, pero para bajarme en la primera parada, que era Antofagasta. Y así fue. Subí al barco en Valparaíso, hice un viaje de tres días y algo hasta Antofagasta, me bajé, recorrí el desierto, fui a San Pedro de Atacama, estuve con el padre Le Paige, tomé un avión y volví a Santiago. Llegué el 15 o 16 de julio, y el 18 entré al Noviciado.

Cuando iba en el barco, le escribí a la niña con la que estaba pololeando, diciéndole lo que iba a hacer. Me dolió, me costó esa carta. Ella sospechaba, pero nunca habíamos hablado del tema.

Entré al Noviciado. Después de apenas ocho días empezó el mes de Ejercicios. Llegué muy mal preparado, la única experiencia previa que tenía eran esos retiros de tres días en el colegio, y esos supuestos tres días para discernir la vocación que había pensado hacer y que yo transformé en 45 minutos.

Dos años después de ingresar al Noviciado, hice los votos. Pasé el Juniorado en Padre Hurtado, después hice la Filosofía en Buenos Aires y dos años de Magisterio en el colegio Seminario (hoy Colegio Padre Hurtado) de Chillán.

Dios empieza a perder las proporciones

En 1969 comencé la Teología en la Universidad Católica. Vivíamos en la calle Ejército. Hasta ese momento en mi vida todo fue más bien ordenado, previsible, sereno, justo. Con una lucha importante por no estar centrado en mi mismo sino que abrirme a los demás, pero con una cierta cuota de irrealidad.

Al entrar a estudiar teología, hubo un grupo de amigos que influyó mucho en mí. Estaban Pedro Pablo Díaz, Javier Etcheberry, Rodrigo Pizarro y algunos otros, que me pidieron que los acompañara. Era curioso, porque yo estaba en segundo año de universidad, y ellos eran alumnos de cuarto y quinto en otras carreras, aunque yo era un poco mayor en edad.

Hicimos una especie de discernimiento. En esos días en Santiago caía una lluvia muy fuerte y el río Mapocho se salió en el sector norte de la ciudad. Hubo muchas poblaciones inundadas en Renca. Decidimos ir a trabajar en la población donde estaba el padre Luis Antonio Díaz, hermano de Pedro Pablo, que vivía en esa comuna.

Empezamos a ir todas las semanas. Levantamos casas, arreglamos pisos, muebles, conversábamos con la gente. En ese tiempo las poblaciones Negrete y Sarmiento, a los pies de los cerros de Renca, estaban muy marcadas por la presencia de obreros de las industrias textiles que hoy en Chile ya casi no existen. Hubo amistades muy buenas que surgieron ahí. Esa gente tuvo un influjo muy fuerte en mi vida.

Después de más de un año de ir a ese lugar a trabajar, el grupo decidió dejarlo. Yo le pedí al Provincial que me permitiera permanecer trabajando en Renca por un día y medio a la semana. Alojaba en la mediagua de Luis Antonio Díaz y seguíamos atendiendo gente. Esa época fue realmente muy importante, porque yo empecé a tener contacto y amistad con los pobres. Yo no había tenido contacto con la gente más pobre. Y había una especie de separación con ellos. Empezó a nacer una amistad muy grande y mucho cariño.

Tengo un recuerdo de una teología extremadamente interrumpida por la situación social y política en Chile, que se estaba agitando. Era el último tiempo de Frei y la elección de Salvador Allende, en 1970.

En ese ambiente viví esta apertura al mundo de los más pobres, que para mi era completamente nuevo y sorprendente, donde viví la dimensión humana más básica. Me acuerdo de haber sacado colchones que estaban flotando en el agua después de las inundaciones, palear maicillo para que el piso de barro de las casas se asentara un poco. Era una pobreza dura, agresiva.

Empecé a conocer a un hombre con el que Luis Antonio trabajaba. Se llamaba Raúl Silva Henríquez. Luis Antonio era el secretario privado del Cardenal Silva y muchas veces fuimos a conversar con él como amigos.

En ese tiempo yo vivía en la misma casa donde vivo hoy, en la calle Gravity, en Estación Central. Uno de los miembros de mi comunidad jesuita, era el padre Manuel Segura, nuestro Superior Provincial. Un día, él me dice “fueron cuarenta personas de Renca a hablar conmigo sobre ti”.

Habían ido en un camión, se habían bajado en la Curia, los metieron a todos en una sala y vino el Provincial a ver qué pasaba. Uno de ellos, hablando a nombre del resto, dijo que pedían que ordenaran sacerdote a Fernando Salas, para que pudiera trabajar con ellos en Renca.

Cuando Manuel me contó esto me sobrecogió. Me dijo “yo no puedo hacer nada mientras tú no me pidas esto libremente y por escrito”. Así se pide la ordenación sacerdotal en la Compañía, cada persona es libre de pedirla o no, y sólo se les da a los que son aprobados.

Pasé dos o tres semanas rumiando esto. Me impresionaba mucho que hubieran ido a pedirlo. Los jesuitas se podían ordenar al terminar su tercer año de Teología. Y yo estaba empezando ese tercer año de teología. Escribí la carta después de rezarlo mucho. Fue una carta bastante escueta, en la que pedía al Provincial recibir la ordenación sacerdotal en la Compañía de Jesús.

Fui ordenado diácono el 31 de julio de 1971, y sacerdote el 18 de diciembre de ese mismo año.

Esta acción de la gente de Renca de tomar la decisión, contratar un camión, ir a hablar con el Provincial, fue la primera vez en que sentí en mi vida, que Dios había empezado a perder las proporciones. Esta cosa serena, tranquila, fiel, normal que había sido hasta ahora, de repente se rompe. Y Dios da un paso distinto, inesperado.

El momento de mi ordenación sacerdotal fue bastante fuerte. Mis papás habían partido a vivir a Quito justo después que fui ordenado diácono. Volvieron a la ordenación sacerdotal, y dos días después casé a mis dos hermanas en la misma ceremonia. Entonces para ellos fue la ordenación de su hijo mayor y el matrimonio de sus dos hijas.

Giro en la historia

El año ’72, mientras seguía mis estudios de teología, trabajé en Renca alojando dos días allá, y el resto de la semana en Gravity. Después de un año en ese ritmo, le dije al Provincial que me parecía absurdo seguir trabajando en Renca cuando había parroquias jesuitas en sectores obreros. Me fui a vivir a la población Nogales, a la Parroquia Santa Cruz.

En 1973, un año agitadísimo, se continuó profundizando esta dimensión de amistad con los más pobres, ahora con las personas de Nogales. Hice muchos amigos, muy queridos hasta el día de hoy, a quienes veo con alguna frecuencia.

Dios seguía haciéndose crecientemente inesperado, en el mundo y en mi vida. Cuando llega el golpe de estado, el Cardenal Silva Henríquez me pide que trabaje en el Comité Pro Paz, y el Provincial (Juan Ochagavía) me da la misión y se forma este Comité. Empecé a tener contacto con la pasión , algo que toma todos los sentimientos del ser humano en forma completa.

Así se siguen quebrando los aspectos ordenados, justos, previsibles de mi vida. El dolor y la pasión de Jesucristo en los que estaban sufriendo más, fue una cosa espantosa. Yo nunca había visto tanto sufrimiento amontonado.

Ciertamente que nunca había visto gente torturada. Pero después de ver dos, cinco, quince, veinte, entenderlos, acoger a los que llegaban arrancando, y seguir viendo torturados y gente que llora, fue algo espantoso.

Estuve en el Comité Pro Paz un año, nada más. Y fue muy duro, muy doloroso. A este descubrimiento de la amistad de los más pobres con quienes me había sentido muy acogido, muy cómodo, se empieza a agregar esta dimensión del sufrimiento humano.

En esta época además, me anduve enamorando de una mujer, en parte por la intensidad del todo el conjunto de la vida que estábamos viviendo. Eso le agregó a todo esto un aspecto también muy duro, porque nunca, hasta el día de hoy, he tenido ninguna duda de que el Señor me quiere sacerdote en la Compañía de Jesús.

Aquí es donde el Dios apasionado se me empezó a mostrar en todo, en las relaciones humanas, en el sufrimiento que veía, en mi propia experiencia personal, en la oración. Era todo como pasión intensa, muy fuerte.

En septiembre del ’74 salí del Comité Pro Paz. Hablé con el Provincial, le dije “estoy con el agua al cuello. No puedo responsablemente seguir en esto”. Fuimos a hablar con el Cardenal, y él de inmediato nombró a Cristian Precht para reemplazarme.

Al terminar con ese trabajo estuve un mes en Europa. Al volver, tenía que recomponerme, porque estaba “hecho bolsa”. Todo tipo de bolsa: afectiva, espiritual. Empecé a trabajar pastoralmente en la población Pudahuel. Eran más de 4000 familias a las que atendía junto con una comunidad de religiosas que trabajaba ahí.

En noviembre de 1975 hubo un problema en la parcela Santa Eugenia, en Malloco, donde hubo un tiroteo entre gente del MIR y la DINA. Murieron algunos uniformados, y al huir, los del MIR se metieron a locales de Iglesia para ocultarse. El Cardenal Silva y Monseñor Alvear, que en ese momento era Vicario Zonal, pidieron ayuda. Participamos con otros grupos de sacerdotes, y el resultado final es que a esos que se los buscaba para matarlos sin juicio, logramos hacer que salieran de Chile exiliados, vía Nunciatura Apostólica. Esta fue la decisión del Cardenal Silva Henríquez: que si a alguien se le buscaba para matarlo sin juicio, se le iba a proteger, si se le buscaba para juzgarlo, trataríamos de influir para que se entregara.

El resultado de eso fue que junto a otros sacerdotes, terminé preso durante un poco más de un mes. Ante la presión del Cardenal, el General Pinochet puso como condición para dejarnos libres, que se cerrara el Comité Pro Paz. El Cardenal aceptó, por acuerdo de todas las autoridades del Comité, que era un organismo ecuménico. Se cerró el Comité Pro Paz, y nosotros fuimos dejados en libertad al día siguiente, faltando poco para Navidad.

Entonces el Provincial me propuso hacer la Tercera Probación, que hice durante el primer semestre de 1976, en Calera de Tango. El Dios apasionado, vehemente, intenso, que ama y que es sumamente fiel; ese Dios que se me había manifestado en esos últimos dos o tres años como nunca hubiera soñado, estuvo muy presente en esos meses. Fue un momento de reflexión, aunque hoy siento que me faltó profundizar más en lo que había vivido. Lo que quedaba de mi vida de niño y joven, serena y tranquila, se había hecho mil pedazos.

Vivir con pasión

Yo creo que mi vida he seguido viviéndola como un diálogo con un Dios apasionado, intenso, que sacude y remece esquemas. Si esto no es con mucha pasión, no vale la pena. O se vive en serio, y eso significa vivirlo con todo lo que soy, o es una escalera al infierno no más.

Eso ha teñido todo lo que vino después. Ya no puedo hablar de Dios en forma serena, tranquila. Dios es involucrado, es desde adentro, es pasión. Y esto me cuestiona, porque hay momentos en que me canso, y quiero algo tranquilo. Pero eso es traicionar el estilo con que Dios se relaciona con nosotros. Detrás de esto hay un Dios que se hizo hombre, y se apasionó en nosotros y con nosotros.

Después de la Tercera Probación, estuve trabajando en el colegio San Mateo en Osorno, donde fui profesor. Luego estuve un año en Arica, para fundar la parroquia San Ignacio. Durante tres años fui párroco en la Villa Portales. En 1982 me nombraron Rector del colegio San Mateo. Hubo algunos momentos bastante duros en Osorno. No había pasado tanto tiempo desde el año 1975, cuando estuve en la cárcel, hasta el 1982, y la gente tenía memoria. Fue tenso, porque Osorno es una ciudad muy polarizada. Sin embargo de ese tiempo tengo muy buenos recuerdos y amigos. Estuve ahí hasta 1988.

En 1988 y 1989 trabajé en la Comisión de Ministerios de la Compañía de Jesús. Hicimos el Plan Apostólico de la Provincia. Aproveché de hacer un postgrado en Desarrollo Organizacional en la Universidad de Chile. Tanto el trabajo como los estudios fueron muy interesantes.

Terminado eso, pasé unos meses en Boston y al volver me nombraron Socio del Provincial, Guillermo Marshall. Estuve sus seis años de Provincial colaborando en todo lo que pude. Durante esos años, entre el ’90 y el ’96, empecé a tener una presencia más fuerte en la CVX, acompañando a los adultos en Santiago. Poco a poco me fui comprometiendo más. El rol de los laicos, y esto para mi enganchó con la experiencia que había tenido en Renca, ha sido muy muy fuerte.

 

Llegó un momento en que me nombraron Asesor Nacional de la CVX. En mi primera reunión con el Consejo Nacional, les dije “a mi me dieron una misión que es colaborar con los laicos en su misión. Eso es lo que dice la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, que nosotros los jesuitas tenemos que ponernos al servicio de la misión laical. Por eso les pregunto a ustedes, ¿cuál es su misión?”. El resultado de esa reunión fue un discernimiento de la misión de CVX, que nos tuvo ocupados por más de seis meses. Como fruto, se tomó mucho más en serio la radicalidad apostólica que tiene la Comunidad, el envío y el servicio. Cuando terminábamos ese proceso, comenzaba la preparación para la Asamblea Mundial de CVX en Itaicí.

Estábamos en eso cuando me llega una carta del Padre General, en que me dice que me nombra Vice Asistente de la CVX Mundial. Cuando me lo dijo el Provincial, que era Juan Díaz, pensé que me estaba tomando el pelo. ¡Tenía que partir a Roma! Fue muy sorprendente.

Partí a la Asamblea Mundial, para guiar el proceso de la Asamblea. Luego volví unos días a Chile a hacer maletas y despedirme. Partí a Roma, sin saber por cuánto tiempo me iba.

Al comienzo fue fascinante. Es muy estimulante trabajar con gente diferente, de culturas y países distintos, de Asia, de África, de Europa, además de las Américas. La tarea del Vice Asistente es hacer de nexo entre la Compañía de Jesús y la CVX Mundial, apoyando directamente al Consejo Mundial. Hay que tener contacto frecuente con los Consejos Nacionales y los visité en cerca de 50 países donde está presente la CVX. Esta tarea implicaba estudiar y leer sobre los lugares donde iba a ir, para meter la pata lo menos posible.

Hubo momentos muy duros y otros muy gratos. Los primeros dos años fueron apasionantes, los segundos dos fueron además estimulantes. Pero es un trabajo que también cansa enormemente, sobre todo porque este Dios intenso y apasionado que había estado conociendo antes de salir de Chile, es muy difícil mostrarlo cuando uno está por períodos muy cortos con grupos de gente, y cuando hay que desplazarse constantemente de uno a otro país.

Gocé mucho, sufrí mucho, fue muy intenso. Pedí varias veces al Padre General de la Compañía de Jesús que me enviara de vuelta a Chile, para ser un sacerdote sin responsabilidades de tipo administrativo, para atender a la gente, dar retiros y acompañamiento espiritual. Algunas veces me dijo sonriendo, “¿usted cree que a mi no me gustaría lo mismo?”

Finalmente aceptó y se produjo el cambio después de la última Asamblea Mundial de CVX en Nairobi. Yo había pedido trabajar en algo como el Centro de Espiritualidad Ignaciana en Santiago. Esa fue precisamente la misión que me encomendaron al volver a Chile, por lo que estoy muy feliz de haber llegado acá.

Llegué a Santiago el 1 de mayo de 2004. Trabajé los primeros meses en la causa de canonización del padre Hurtado. El 2005 y 2006 he estado prácticamente todo el tiempo en el CEI.

Yo soy de un grupo de jesuitas en los que nuestra única especialización en espiritualidad ha sido hacer un honesto esfuerzo por vivirla. Nunca he estudiado espiritualidad, entonces lo que puedo hacer aquí es compartir la vida y cómo la he ido viviendo, con sus luces y sombras.

En el CEI estamos fuertemente centrados en los Ejercicios Espirituales. El próximo año seguiremos profundizando en la formación de guías para Ejercicios. Aquí somos pocos jesuitas, a tiempo completo estamos sólo tres. El éxito del trabajo depende de que trabajemos unidos en un equipo con laicos, y esto es muy valioso. Mi aporte en el CEI tiene que ver con los Ejercicios Espirituales en sus distintas formas y con talleres sobre diversos temas como el discernimiento, el padre Hurtado, los modos de orar, la realidad social y otros.

Además, a fines del año pasado me nombraron Asesor de la CVX de La Serena, donde voy con gusto por 4 o 5 días al mes.

Mirando hacia atrás, veo que desde el momento en que la imagen de Dios empezó a mostrarse apasionada he intensa, he intentado poner el corazón en todas las misiones que me ha encomendado la Compañía. El trabajo parroquial me gustó mucho, también la labor en colegios. El trabajo con CVX es algo que ha pasado a ser como un modo de ser mío. El trabajar junto con laicos creo que es indispensable, porque no sólo voy a trabajar, sino que me van a llevar a ser de una manera distinta.

Desde hace unos seis años, empecé a sentir que había algo en el fondo, en la oración, en las conversaciones. Sentía que el Señor me estaba pidiendo algo distinto aunque no sabía precisarlo mucho. Cuando volví a Chile ese sentimiento seguía presente. Entonces, a fines del año pasado, hablé con el Provincial y le dije que me gustaría hacer el mes de Ejercicios Espirituales.

Eso se concreto entre agosto y septiembre de este año. Hice el mes de ejercicios en Calera de Tango, aprovechando que los novicios también estaban viviendo esa experiencia. Le pedí a Keno Valenzuela, el Maestro de Novicios, que me acompañara, pero en “pista aparte” de los novicios.

Me hizo mucho bien. Me ayudó a ver a qué me está llamando el Señor. Así como nunca tuve una duda de que el Señor me quería sacerdote en la Compañía de Jesús para siempre, ahora voy viendo que lo que me está pidiendo no es sólo que sea sacerdote de la Compañía, sino que en el centro de mi vida, la agenda que yo tengo abierta no sea la mía, sino que la de Él.

Tomar la propia agenda, ponerla al lado, y decir “es la agenda del Señor la que quiero sacar adelante”, es algo que a primera vista podría parecer obvio. Pero con los años uno se da cuenta de que lentamente va tomando posesión la propia agenda, y es muy fácil que uno termine viviendo las cosas a su propio modo. Creo que hoy el Señor me está llamando a que saque lo que a mi me gusta, para poner lo que le gusta a Él.

Estas son las cosas que uno puede descubrir en los Ejercicios Espirituales. Pero lo más importante empieza una vez terminados los Ejercicios, hay que vivirlos. Hoy han pasado dos meses después del mes de Ejercicios, y tengo pega de sobra para todos los años de vida que el Señor me quiera dejar.

Realmente, creo que del niñito sin mucho contacto con el mundo que vive, gime, anhela, sufre, del mundo – pasión, hasta hoy, todo lo que he vivido sin ninguna excepción, se lo debo a la Compañía.

Mi modo de ser en la Compañía ha sido “dispongan, me ofrezco con lo que soy”. Me han enviado a prepararme, a estudiar, me han dado una tarea u otra, pero no he presentado nunca mis proyectos o exigencias. Yo no sería lo que soy, si no fuera por la Compañía de Jesús.