Juan Diego Galaz SJ: El amor de los más pobres cambió mi vida

Yo era bien desordenado, en el colegio nunca tuve muy buenas notas. Desde chico fui deportista, hacía atletismo y básquetbol. También fui scout. Ahí tenía mi espacio de compartir, de salir fuera de Santiago.

Tengo hartos y buenos amigos, todos bien desordenados también. Entré al San Ignacio en tercero básico y desde esa época tengo a mis grandes amigos.

Para mi fue súper importante el mochileo. Los scouts marcaron harto mi estilo de hacer vacaciones, de salir con los amigos. A los 15 o 16 años nos fuimos con tres amigos a la carretera austral por un mes. Hicimos todo un proyecto, y trabajamos vendiendo pelotas en la calle para juntar la plata. Ese es uno de los grandes recuerdos de mi época escolar. Otra vez me fui a mochilear solo, cuando ya estaba en la universidad. Estábamos en Pucón, en medio de la taquilla, y yo me apesté de tanto carrete. Pesqué mi mochila y me fui solo. Fue fantástico, estuve cuatro días con una familia, después anduve con un argentino en moto, me metí al parque nacional y estuve con unos tipos muy extraños… muy entretenido, tengo unos recuerdos increíbles.

En verano, de sexto a séptimo básico que conocimos las primeras chiquillas. De ahí para adelante, hasta que entré en la Compañía, tuve varias pololas.

Hubo una más importante en la época de la universidad. Nos pusimos a pololear para la fiesta de graduación del colegio y terminé con ella antes de entrar a la Compañía. Ella en particular me ayudó harto a madurar algunas dimensiones un poco inflexibles de mi vida. Como no tengo hermanas y estuve en colegio de hombres, mi ambiente siempre fue un poco rudo. Mis pololas fueron muy compañeras, muy amigas. Con todo el romanticismo, aunque yo era un poco torpe por todo el rollo del machito recio. Ellas fueron mi cable a tierra, mi oportunidad de desplegar otras facetas.

Creo que no fui muy caballero algunas veces, hay gente a la que le pediría perdón. A veces por cuidarme o fortalecer cierta malentendida virilidad, causé daño. En ese sentido hice un camino de reconciliación conmigo mismo desde que entré a la Compañía.

Dios Entra en la Historia

El tema de lo divino, de la relación con el misterio, tiene dos vertientes iniciales en mi vida. Una son mis viejos, que siempre fueron bien religiosos. Pero eso quedó muy pronto en statu quo. Cuando tenía 15 años, murió en un accidente uno de mis mejores amigos. Después de eso y cuando entré a la CVX tuve algunos intentos de acercarme a Dios. Tuve un tiempo bien religioso, pero también eso se hundió rápidamente. Me confirmé y no siento que nunca haya perdido la fe, pero hubo un tiempo largo en que no tenía nada de prácticas devocionales.

Más que en la dimensión mística, yo diría que el lugar donde Dios se dio a conocer en mi historia fue en la experiencia de contacto con el que sufre. Creo ciertamente que Dios se da a conocer en la manera en que cada uno puede recibirlo, y se presenta como proyecto de plenitud, que te saca de ti y que saca lo mejor de ti. Esa fue mi experiencia en el contacto con los más pobres.

Y tiene un nombre muy claro: la señora Rosa en Estación Central. Recuerdo que cuando estábamos en el colegio, un jesuita que hoy es un gran amigo, me invitó a ver a una familia un día de estos de lluvia, que había estos típicos movimientos de caridad. Me dijo mira, vamos a ir a ver a unos amigos, pero no vamos a ir a hacer acción social. Ahí me presentó a la señora Rosa, que vivía en un basural en la Estación Central, que hasta el día de hoy voy a verla. Eso me marcó. Yo siento que ahí se arraigó algo muy hondo, que fue sentir al que sufre como un amigo. Cuando están involucrados los afectos y no es sólo ideología del servicio, sino que está el amor al otro de por medio, cambia la historia. Y eso creo que fue lo que cambió mi historia. Yo estaba estudiando Derecho, feliz. No era un gran alumno, era más bien bueno para el carrete, estaba trabajando en un estudio de abogados importante, y estaba pololeando con una mujer estupenda. Pero estaba en el corazón sembrada esa inquietud.

Yo entré a estudiar Derecho por una cosa más social. Tal vez mi sueño más profundo hubiera sido estudiar Literatura. Y fue mirando a la gente que conocí en Estación Central, que decidí estudiar Derecho. Cuando me di cuenta de que llevaba 4 o 5 años estudiando, que estaba trabajando y que se me había olvidado totalmente lo que me había llevado a estudiar Derecho, es donde empieza la segunda parte de la historia. Donde se empieza a escribir la pregunta por la vocación, la pregunta por la radicalidad.

Con mi polola íbamos a ver harto a la señora Rosa, ella me apoyó mucho en eso y cuando empecé a trabajar, me decía “no te pierdas”. Pero me empecé a perder igual, en términos de que no estaba haciendo aquello que yo había reconocido que tenía que hacer. No estaba siendo fiel a mi mismo.

Tengo imágenes, de verme con terno caminando por la calle de tribunales, y cruzarme con gente en situación de calle. Eso me era y me sigue siendo muy contradictorio. Recuerdo también dejar de ir donde la señora Rosa.

Llegó un momento en que sentí que tenía que optar. Fui donde uno de los socios de la oficina donde trabajaba, y le dije “me voy porque quiero ir a trabajar prestando servicios jurídicos en el Hogar de Cristo”. Él me respondió “OK, si quieres hazlo, pero si tú quieres ser un buen abogado para la gente más pobre, tienes que formarte aquí, tramitando buenos juicios, con buenos clientes y en un ambiente de buenos abogados”. Me fregó. Ahí pensé “tal vez no quiero ser abogado”. Esto fue en julio. Finalmente me fui de la oficina en septiembre y entré a la Compañía en marzo.

Yo creo que para mi fue muy importante la presencia de los jesuitas. Son los que me abrieron los ojos ante la pobreza de una manera distinta. Me sentía y me siento muy interpretado por algunos jesuitas. La espiritualidad ignaciana, de personas metidas en el mundo, me atraía mucho. Yo no podía concebir que la respuesta de la fe no fuera alegre. Y veía jesuitas apasionados, no preocupados de andar guardando estúpidas formas, sino que hablando, aún a costa de meter la pata. Invitando. Y no sólo en términos sociales, sino que también en términos personales.

Siempre me atrajo mucho de la espiritualidad ignaciana la aspiración por la radicalidad. Como el padre Hurtado, con mucho cariño, muy acogedor, pero sin ser “aguachento”. Eso fue algo que me marcó. La fe no es un camino de perfección o para arrancar de la culpa, sino que es darse por amor. Eso lo descubrí con mucha claridad en los jesuitas, en el modo de las obras de la Compañía y particularmente en el colegio.

En un principio no lo formulaba como “quiero ser jesuita”. Yo sólo me decía, sé que quiero poner mi tiempo, mi profesión, mis ganas, al servicio de los que más sufren. Y sé que quiero que eso sea con la mayor radicalidad de que sea capaz. En esa búsqueda de radicalidad se me fue regalando reconocer que podía ser la Compañía.

Después que renuncié al trabajo, me fui con mi polola a Valdivia para el 18 de septiembre. En un momento en que no hubo nada especial, ni una luz en el cielo, ni una mano sobre mi, ninguna experiencia mística, tuve una claridad. No podía seguir arrancando. La única certeza que tenía, era que esto tenía que resolverlo, y en mi interior esperaba que pudiera cortarlo para que la respuesta fuera no a la Compañía.

Volví a Santiago y fui al colegio. Me dije, “si pasa este jesuita por acá, me voy a parar y voy a decirle que quiero conversar con él”. Me senté en la escalera de la Iglesia y no pasaba el cura. “El descueve” decía yo. De repente me iba yendo, y vi que venía el cura. Era Pablo Walker SJ, mi actual Superior. Le dije quiero conversar. Jamás le hablé de la vocación, le inventé que quería hacer un apostolado. Al principio Walker no me “compraba” nada, y yo tampoco tenía tantas de que me “pescara”. Hasta que de repente, él me la tiró directamente. Me dijo “¿no has pensado entrar a la Compañía?” Ahí le reconocí que mi cuento era ese. Me dijo “Ya, ordenemos los afectos, pero hagámoslo bien”.

Empezamos a conversar, fuimos a unas poblaciones. Todo esto fue en octubre. Mirando mi historia pude reconocer momentos en que he sido pleno, que tenían en común la presencia de Dios y de los pobres. En noviembre le dije “Walker, quiero hacer un discernimiento para ver sin entro a la Compañía”. Entonces él me contestó “entonces termina con tu polola”.

Fue súper fuerte, pero me fui directo a terminar. La verdad es que en eso Pablo me ayudó dándome el sentido de la delicadeza. Fue muy doloroso, pero era necesario, tenía que ver con la fidelidad a lo que ella había sido en mi vida. Yo creo que es una de las veces que más he llorado en mi vida. Ella se portó demasiado bien. Le dije “mira, esto no lo tengo resuelto, es un camino”… me fui por la tangente. Ella me quedó mirando y me dijo “vas a ser cura”.

En ese momento se inició un camino crecer en libertad, que la Compañía me ha regalado. Ese gran paso de libertad al terminar con mi polola fue súper importante, con todo lo confuso que pudo ser en ese momento. Comencé mi discernimiento, en el que nunca me sentí forzado a hacer nada. En algunos momentos estuve súper mal, destruido, pero siempre muy bien acompañado.

En enero fui a la jornada vocacional. Según yo, iba a confirmar que no tenía vocación sacerdotal. Mi sensación era “que pase rápido esto para poder irme de vacaciones con mis amigos”. La única certeza que tenía en ese tiempo, era que el proceso lo iba a terminar completo.

La jornada empezó con unas misiones, donde lo más importante fue tener contacto con los pobres. Después vinieron los ejercicios espirituales. Al principio yo estaba un poquito incómodo. Pero cuando uno se pone al tiro de la gracia, Dios hace su pega. Me acuerdo que estaba una noche en la capilla, sacando la vuelta, con pocas ganas de rezar, y en un momento tuve la imagen de mi puesto delante de Dios. Y tuve la sensación de que me preguntaba “bueno, cuál es tu respuesta”. Y fue tal la claridad… me dije “tengo que postular”, nada más. Eran las 12 de la noche, estaba en la de calor, a pata pelada, llorando de pura consolación. Partí a tocarle la puerta a Rodrigo Núñez, que era el vice encargado de las vocaciones. Y le digo “vamos a tomarnos una cerveza al tiro. Tengo que entrar a la Compañía”.

Cuando volví a Santiago le conté a mi familia. A mis hermanos ya les había dicho que iba a la jornada vocacional. “Estai loco, pero qué onda”, me dijeron. Mi viejo lo tomó con filosofía. Mi vieja estaba descolocada. Me preguntaban qué iba a hacer con mis estudios. Les dije que iba a congelar. Mis hermanos se reían y me decían “ya, tomémonos una piscola, ya se te va a quitar”.

En el tiempo de postulación no le conté a nadie más. Tenía ganas de contarle a mis amigos, pero fue súper importante buscar la mejor forma de tener libertad. Y meter a mucha gente en este baile para mi era perder esa libertad.

Cuando me avisaron que me habían aceptado le conté a los amigos. Algunos me llamaban y me decían “oye me llegó un cuento, que te vas de cura”. Empezaron las despedidas. Yo creo que pasé todo febrero y todo marzo en asados, permanentemente parrillando. Entré obeso a la Compañía.

El Noviciado

Entré al Noviciado el 30 de marzo del 2003, con 23 años. Era un día domingo. Me fueron a dejar mi familia y mis amigos. Yo creo que ahí me empezó a caer la teja de lo que estaba pasando. El tiempo de espera para entrar al Noviciado, entre las despedidas, ordenar algunas cosas, se me pasó un poco volando sin entender mucho. Hasta que llegué con mi mochila y mis cajas a Melipilla. Las dejé en la pieza y empecé de a poco a meterme en un ritmo de vida distinto.

Tal vez una de las características más notables del Noviciado es que se transforma en una especie de cascarón para que se pueda gestar algo. Es un espacio en que la vida está muy estructurada, de manera que sean esas estructuras lo que a uno lo sostienen y uno pueda soltar los propios modos. Es bien monacal la vida del Noviciado. Es un modo distinto de vida, la hora de levantada, acostada, la comida. Todo está muy regulado y eso de a poco te va impidiendo arrancarte de ti mismo. De alguna manera, lo que el Noviciado consigue es que te vayas haciendo cargo de ti, sin tener ningún espacio de fuga. Hay mucha oración, mucha formación para aprender a rezar, para poder escuchar a Dios, para poder formular lo que uno entiende de Dios.

Los seis primeros meses son para prepararse para el Mes de Ejercicios Espirituales, que es tal vez el primer punto de inflexión del Noviciado, el primer encuentro personal y profundo con Dios. Todo lo anterior es ir adquiriendo herramientas: aprender a hacer silencio, a rezar, conocer la espiritualidad ignaciana, aproximarse a la Sagrada Escritura, ordenar los hábitos, de manera de llegar con una mejor capacidad de encuentro con uno mismo y por lo tanto de encuentro con Dios.

Para mí el mes de Ejercicios fue el momento de conversión más hondo. En ese mes me fui mirando progresivamente con mayor verdad, fui adquiriendo libertad. El proyecto de los Ejercicios Espirituales es ordenar los afectos en función de la voluntad de Dios. Pero no como algo ajeno, sino que hacer la voluntad de Dios como lo más propio, la posibilidad de ser pleno. No es un Dios que se revela como una suerte de imposición de proyectos que son de Él, sino que uno va reconociendo que sus deseos más profundos son el proyecto de Dios. Mi plenitud es el proyecto de Dios, mi alegría es el proyecto de Dios. Creo que esa alegría siempre pasa por darse. Reconocer eso fue una de las gracias más importantes para mí en el Mes de Ejercicios.

Sentí además una libertad que nunca había experimentado. La respuesta a Dios no es como arreglar una culpa, sino que es una respuesta un amor incondicional que los ejercicios te permiten reconocer, y es un lugar donde se arraiga la vocación. Después del mes de Ejercicios pude adquirir libertad incluso de lo que me había llevado a la Compañía, que era la experiencia de contacto con los más pobres. En algún momento después del mes de Ejercicios renuncié incluso a esa certeza. Lo bonito fue, después de un tiempo de crisis muy honda, de preguntas muy serias, poder reformular esa invitación primera, pero desde la experiencia de Dios. No es porque yo lo quiero. Es porque Dios me lo regaló, es porque Dios me invitó. Y no me cabe ninguna duda que eso va a ser mi proyecto de felicidad. Ahí uno vuelve sin miedo a ponerse entero en el servicio.

Eso se pudo materializar de manera preciosa en la experiencia del mes de Hospital, también durante el Noviciado. Me tocó en el Pequeño Cottolengo, cuidando a niños con deficiencias físicas y psicológicas. En un primer momento venía con todo el idealismo de servicio, de amar al prójimo, especialmente al más excluido. Luego me enfrenté a mi propia limitación. Viví la tensión de querer amar y sentir el límite humano de la repugnancia física. En esa fragilidad me fui educando en el deseo de poder amar igual. Y finalmente eso dio. Gané en libertad, en confianza, en deseo. Dios me fue puliendo.

Tal vez una de las experiencias que más me marcó junto con el mes de Ejercicios fue la Peregrinación. Nos fuimos con dos compañeros a caminar buscando trabajo, sin poder guardar lo que ganábamos, pidiendo en las calles cuando no encontrábamos donde trabajar. Progresivamente fuimos experimentando y sintiéndonos parte real de los excluidos. Uno vive en carne propia algo que tiene que ver con la Encarnación, qué es lo que significa que Dios haya querido compartir nuestra historia, correr nuestra misma suerte. Pareciera que en eso hay un misterio. Por ejemplo, las personas que siempre mejor nos recibieron eran las que vivían en la calle. Una vez, durmiendo en la estación de trenes de San Fernando, hacía mucho frío y uno de los que andaba conmigo andaba con tos. Llegaron unos viejitos en situación de calle a invitarnos a dormir a su guarida, que era una casa abandonada. Cerca de las 4 de la mañana entraron unos guardias y carabineros a sacarnos. Correr esa suerte en carne propia, cuando tienes un compañero que está enfermo, cuando hace frío, cuando has tenido hambre, es fuerte. Junto con toda la rabia, con el deseo de preguntarse qué hago acá, al final del día había una misteriosa consolación del compartir esa suerte. Hay un misterio mucho más hondo del que nosotros somos capaces siquiera de intuir cuando estamos mirando desde este lado de la vereda. Llegar a las ciudades, después de dos semanas sucios, sin bañarnos, con la barba larga, con la ropa rota, y ver que la gente te mira, y ver que te sientas en la plaza y empiezan a pasar los carabineros con más frecuencia. Entrar a comprar un pedazo de pan y que se de vuelta toda la panadería. Es fuerte, es sentirse excluido, es como decir, hay algo ahí muy hondo.

Una de las imágenes que me queda de la experiencia fue cuando volvimos, después de un mes. Estábamos súper sucios. El último trabajo que tuvimos fue cosechando frutillas. Teníamos las manos y la ropa roja, el pelo pegoteado. Tengo la imagen de estar debajo de la ducha, restregándome con el jabón, intentar limpiarme las manos, cortándome las uñas. Fue tan fuerte eso que me puse a llorar. Me dije así de fácilmente me arranco. Aquí hay un tema de conversión muy fuerte, cómo hacemos para no querer borrarnos las marcas de la historia. Parece que la resurrección es con marcas de haber pasado por la cruz. La vida supone vivirla con sus alegrías y dolores. Dios con eso hace resurrección, da vida, reconcilia, ilumina. Eso yo lo experimenté personalmente.

Yo creo que fue después de eso que decidí hacer los votos con una claridad meridional. Y tal vez eso es también lo que marca mucho algunos deseos con los que he orientado mis estudios en Santiago.

Un Jesuita en la Universidad de Chile

Volver a Santiago es otro tema. En el Noviciado uno va encontrando certezas y desarrollando el amor personal por Jesucristo. Es un ambiente con límites muy marcados y eso es muy seguro. Llegar a Santiago fue experimentar que todo ese regalo lo portamos en vasijas de barro. Fue enfrentarme al susto de la ciudad y al deseo de volver a Betania, de hacer tres tiendas en Melipilla y quedarnos allá donde estábamos tan cómodos.

De a poco me fui metiendo en la ciudad y retomé los estudios. Estuve un año en lo mismo que todos los juniores, estudiando Filosofía. El Juniorado es un tiempo fantástico. Es abrirte al arte, a la literatura, a la historia. Es la casa de las humanidades. Es entrar a un mundo en el que vas aprendiendo distintas formas de decir.

Al empezar el segundo año de Juniorado se me vencía el plazo que me dio la Universidad de Chile cuando congelé Derecho para entrar a la Compañía. Le mandé una carta al Provincial diciéndole que yo creía que habían pro y contra de retomar esos estudios y que lo dejaba en sus manos. Me pidió que le predentara cómo quedaría mi malla si yo retomaba Derecho, pensando hacer la Filosofía completa. Hice el proyecto y me dijo muy bien, vuelve a terminar Derecho.

Si Dios se revela en alguna cosa, es en los deseos. Yo tenía deseos de retomar el Derecho, pero cuando me dieron la respuesta, me cayó encima. Primero por el tema académico. Llevaba tres años sin leer ni escribir en jurídico. En segundo lugar, por el tema de la historia. Cuando yo estudiaba Derecho no era jesuita, por lo tanto esas paredes tenían mucha historia. Y en tercer lugar, por el ambiente. En la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile hay y se permite de todo, pero también hay un a priori que a veces es un poco adverso a lo dogmático religioso, sea la religión que sea.

Me encontré con todos estos miedos de repente, y muy rápido llegó el 1 de marzo. A las 8:30 de la mañana yo estaba en la Universidad de Chile, entrando de vuelta a estudiar Derecho. Hecho un nudo, sin saber cómo moverme, porque es distinto estar en un ambiente en el que uno de alguna manera conoce los códigos o parámetros. Acá yo estaba un poco a la deriva. En la Universidad Alberto Hurtado, donde estudio Filosofía, vamos juntos todos los jesuitas, además ahí trabajan muchos jesuitas, es un ambiente de mucho ignaciano, entonces uno está bien cómodo. Acá yo era un pelado más, un poco más viejo que el promedio. Al principio fue bien raro. Pero te vas dando cuenta de que si te comportas con naturalidad, nadie te pregunta qué haces.

De a poco le fui contando a gente y aparecen las primeras reacciones. Algunos compañeros que no podían entender. Y las típicas preguntas, “¿no te gustan las mujeres?” “No compadre, me encantan las mujeres”. “¿Y por qué cura?” “Bueno, es una historia bien larga pero…”. Empecé a conocer gente, a hacer un grupo de amigos.

Me empecé a encontrar con gente que me buscaba para conversar. Me di cuenta de que se abría una posibilidad de diálogo para mí y para otros. Discutimos académicamente, conversamos lo que hay que conversar de las propias creencias, y en muchos momentos me toca ser hombro y ser oreja. En ese sentido, mis superiores me pidieron que dedique algunas “horas pasillo”. Harto café, harta conversa sentado en las escaleras. De alguna manera, si Dios me puso ahí después de un discernimiento, algo querrá de mi presencia. Estoy disponible.

Ha sido bonito reconocer en mis compañeros que hay mucho deseo de convicciones y de ser honestamente oído. No solamente alguien que esté parado mientras tú hablas, sino que alguien que te escuche, algún lugar donde ser depositado.

Poco a poco me he integrado en el mundo de la Universidad de Chile desde lo que yo soy. Yo soy jesuita, y haga lo que haga, soy jesuita. Es mi impronta, es mi pertenencia. Como dice el padre Arrupe, es mi modo de proceder. Lo choro de ser jesuita es que te permite ser universitario y ser muy universitario, pero con tu impronta. Si quieres puedes ser científico, y muy científico, pero con tu impronta. Algo que nos une a los jesuitas y que nos permite dispersarnos en esta variedad, es que estamos todos arraigados y cimentados en la caridad, y eso ciertamente es lo primero. Porque si no, todo lo otro pierde sentido.

Camino de Plenitud

Como todas las personas, uno tiene estados de ánimo. Ciertamente hay días en que me da lata levantarme a estudiar, incluso que me da lata rezar. Ahora, momentos de crisis, de decir esta cuestión no va para ninguna parte, yo creo que no me ha tocado con esa radicalidad.

Pero si me ha tocado preguntarme “¿esto será una locura?” Verme a los 27 años, solo en una pieza, rodeado de libros, con una cruz. En esos momentos siento mucho vértigo. Siento que esto es algo que me sobrepasa por todas partes. Cuando he querido controlar esa sensación, he tenido los momentos de crisis. Ser jesuita es también ser un poco loco, es apostar por un misterio que está arraigado en el corazón. Que la razón nos ayuda a entender, que la voluntad nos ayuda a vivir, pero es un misterio. Y en la medida en que yo me he ido permitiendo regar la tierra del misterio, ésta no se quiebra. Si no la riego, se endurece y se quiebra. Si nosotros nos descuidamos, si nos evitamos vivir los dolores, nos evitamos vivir los duelos, los conflictos, flaco favor nos hacemos. Asumir la vocación implica vivirlos.

Uno de los temas fuertes es que los amigos se empiezan a casar, empiezan a tener guaguas, y uno se ve solo. Eso hay que vivirlo. Hay que llorarlo si es necesario, volver a levantarse y tener muy buenos compañeros. En la Compañía te haces muy buenos amigos. Somos comunidad, y ahí se juega mucho de la posibilidad de vivir estas crisis. Tenemos buenos amigos espirituales. También es importante cultivar el vinculo afectivo con Dios, darse tiempos de silencio, tiempos de contacto afectivo con Dios. Cuando empiezas a sentir que mi vida son puras obligaciones, es muy difícil llevarlo así. Yo creo que es insostenible, lo propio es lo gratuito. Y cuando la respuesta nace del amor gratuito, es una respuesta alegre, entusiasta, que vale la pena.

En el tema del voto de castidad, yo al principio tenía mucho miedo. Decía qué voy a hacer sin una mina. Si, es verdad que es difícil. Pero es súper importante darse cuenta de que no somos castrados. Nosotros sí desarrollamos nuestra afectividad, sí tenemos sexualidad y virilidad. Nuestra fuerza apostólica está en que podamos disponer de esos afectos para servir. La misma fuerza con que tú quieres ir y conquistar a una chiquilla, es la que vas a canalizar en darle lo mejor a la persona que está sufriendo, en ir a acompañarla, en ser un espacio de acogida. Y eso es un modo distinto de vivir la sexualidad, pero no es castrarla. Yo creo que hay una mala imagen de la vida religiosa como una suerte de neutralidad sexual. No es así. Sigues siendo hombre, y esa misma virilidad tienes que ponerla al servicio del que sufre, de tu estudio, de ir a correr un riesgo si es necesario. Esa es la valentía de los santos, de los que se pusieron en la primera fila porque vivían una castidad que era fuente de energía, no de frustración. Así se puede vivir muy feliz.

Dios te regala todo lo que necesitas para vivir en la Compañía de Jesús. Y te regala una comunidad. Obviamente hay comunidades en que las personas se llevan mejor o peor. Pero tener una comunidad es tener un regalo, porque son tipos que están en la misma contigo. Un jesuita no es jesuita solo. Somos comunidad en dispersión, por ejemplo, yo paso todo el día en la biblioteca o en la universidad, solo. Pero tengo mi comunidad de pertenencia, los que me acompañan, somos amigos en el Señor. Se aprende un modo de relación que es distinto a la simple amistad, porque compartimos la vocación, una cierta complicidad. Es una relación que se da sólo con jesuitas.

Me veo en 20 años más, si Dios me regala la gracia, muy metido en el tema social, del diálogo entre distintas culturas. Yo creo que una de las misiones fundamentales del siglo XXI será ser un espacio de reconciliación. ¿Cómo? Acercándonos más radicalmente a otros modos de creer, a otras culturas religiosas, al mundo contemporáneo de la ciencia, de la tecnología, los medios de comunicación. En la medida en que nosotros seamos capaces de hacernos testimonio activo en esos ambientes vamos a poder encarnar el Evangelio según las necesidades del tiempo que nos toca vivir. Ahí tenemos que quemar nuestros cartuchos.

A la Compañía le agradecería en primer lugar la oportunidad de conocerme, de generar un espacio en el que me he podido hacer conciente de mis fortalezas y mis fragilidades. También de inyectarme un entusiasmo, hacerme parte de un proyecto. Agradezco que crean en mis sueños y deseos, y que me den las herramientas para poder materializarlos. Una de las cosas buenas de la Compañía es que en ningún momento te estandariza, sino más bien fortalece tu identidad y hace que ella sea una buena forma de servir.

Tal vez el gran regalo de la Compañía ha sido la libertad. Sentirme más conciente de mi mismo, más en contacto con mis sueños, y con la certeza de que puedo cumplirlos. No es un ánimo de autosatisfacción, sino que es descubrir que este es el lugar donde realmente puedo ser más feliz . Aquí están dadas todas las condiciones para que yo haga lo que me hace más feliz, y ese ha sido el gran regalo de la vida de la Compañía.

Estaba pensando qué le diría a alguien que está planteándose entrar a la Compañía. Yo creo que algo que a mi me hubiera ayudado que me dijeran simplemente juégatela. Hay un porcentaje de posibilidades de que no sea tu camino, pero date la oportunidad. Si tienes una inquietud, un deseo hondo de servir, de darte, con tus talentos, sean los que sean. Sea el arte, la ciencia, una profesión particular o simplemente tus gustos, date la oportunidad de jugártela. Yo creo que dar el salto de habérsela jugado ya es un regalo de Dios. Y es mucho más lo que puede ser tu vida después de haber vivido la radicalidad.