La experiencia del Noviciado: Del deseo de Dios (y de los propios) para la vida

La primera etapa de la formación de los jesuitas genera la sensación de que todo conduce a preguntarse por la confirmación de un deseo: entregar la vida a Dios para servirlo por donde su viento sople, en este caso, al modo de la Compañía. La vida comunitaria permite concretizar un desafío muy específico que propone el Evangelio: la fe no se vive solo, se vive en comunidad.

 

Por Javier Hernández NSJ

 

noviciado

Desde inmemoriales tiempos, el No­viciado ha sido la puerta de entrada a la vida religiosa. Un espacio físico-temporal que marca un preámbulo y preparación a los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia. Obli­gatoriamente, para todos los Institutos religiosos, la duración es de un año. En el caso de la Compañía de Jesús, san Ignacio estableció que fueran dos, con­tados exactamente desde el día en que se ingresa al Noviciado. Todo jesuita, sin excepción, ha pasado por esta etapa. “Solo son dos años… pasan volando. No te darás ni cuenta cuando estés arrodi­llado haciendo los votos”. Esta y otras frases me decían varios jesuitas el día de mi ingreso. ¿Por qué me decían algo así? ¿Acaso es cierto el popular refrán “pagar el noviciado”? ¿Es tan terrible o difícil este tiempo? Instintivamente el impulso de arrancar y la tentación de no salir del cómodo y conocido hogar se podrían hacer presentes. Sin embargo, uno se queda. ¿Por qué? Porque confía.

 

De buenas a primeras, parece una suerte de “borrón y cuenta nueva” de la vida que se haya podido llevar ante­riormente. Si bien las historias y formas de vivir son tan variadas como hombres entran a la Compañía, todos vivían con un estilo muy distinto al ritmo que se experimenta en el Noviciado. De la vo­rágine de la vida tan típica del siglo XXI se pasa a una rutina diametralmente opuesta. La idea principal es generar un equilibrio que permita realizar una “experiencia intensa diferente”: el viaje al interior de uno mismo. Porque es en el interior, en lo profundo de nuestro ser, donde Dios habita y da respuestas a las búsquedas que cada uno de nosotros tiene. Puede que lo que esté diciendo suene anacrónico o “piadoso”, y genere más “lata” que atracción. Nuestra ge­neración vive en un mundo con claves muy diferentes. Todos, algunos más, otros menos, sabemos que desde chicos nos subimos a un carro del cual poco sabemos, y raramente nos detenemos a pensar de dónde viene y hacia dónde va. Esta es una oportunidad concreta para darse cuenta de ello. Pero no por un mero ejercicio de autoconocimiento, sino para confirmar el deseo que Dios ha puesto a cada uno en el corazón.

 

Para ello, san Ignacio pensó en una serie de experiencias que nos marcaran como novicios. Una, que es de larga duración, es la rutina propia del Noviciado.Trabajos comunitarios, estudios, comi­das, ratos de descanso, y principalmente la oración y Eucaristía, marcan el ritmo diario. Bien parece la estructura de un monasterio. Y sí, algo de eso tiene, pero con las diferencias necesarias para for­mar jesuitas que serán destinados a una vida principalmente activa… o “apostó­lica”, como le llamamos. Por tanto, no se está todo el tiempo encerrado en la casa. Los fines de semana colaboramos en algunas parroquias de Valparaíso y Viña del Mar en la vida pastoral, ponién­donos a disposición de lo que el lugar necesite. También, todos los sábados por la mañana visitamos la cárcel de Valparaíso, acompañando a los priva­dos de libertad en sus penas, desafíos y esperanzas. Sin embargo, esta larga rutina tiene importantes interrupciones, que son las “experiencias particulares” del Noviciado. Se les llama “meses”, y son cuatro: El “mes de Ejercicios Espiri­tuales”, el “mes de Hospital”, el “mes de Inserción comunitaria” y, por último, “el mes de Peregrinación”.

 

“San Ignacio pensó en una serie de experiencias que nos marcaran como novicios. Una, que es de larga duración, es la rutina propia del Noviciado. Trabajos comunitarios, estudios, comidas, ratos de descanso, y principalmente la oración y Eucaristía, marcan el ritmo diario”.

 

Posiblemente el mes de Ejercicios Espirituales les suene. Es sin duda la experiencia más importante de esta etapa; merecido punto aparte tiene. San Ignacio confiaba en que su pro­puesta de oración fuera un medio eficaz para decidirse a amar y seguir a Jesús. Por ello estableció que todos los jesuitas deberían hacer esta expe­riencia al menos dos veces en la vida. La primera, al iniciarse la formación religiosa en el Noviciado. La segunda, al terminar toda la formación jesuítica, en la llamada Tercera Probación, con alrededor de quince o más años de vida en la Compañía. Cuarenta días apro­ximadamente de silencio y oración no dejan indiferente a nadie. Para quienes hayan hecho tres, cinco, ocho o más días de Ejercicios, habrán ya experi­mentado que se trata de una experien­cia profunda y marcante. La cucharada completa es todo lo anterior, y más. Lo que ocurre durante esos días es absolutamente personal. Dios habla y llama a cada uno de manera particular, pues conoce de qué “madera“ estamos hechos. Sabe cuándo será necesario desordenar toda la casa para volverla luego a ordenar. ¿Por qué lo hacemos? Porque uno confía. Confía en que Dios podrá ser efectivamente Dios en uno, de forma tan profunda que determine, si así Él lo quiere —y uno le deja—, la vida entera. De los otros meses, los voy a dejar bajo una sombra de duda. No es que sean secretos, pero, siguiendo la lógica de san Ignacio, el vivirlos es más interesante que leerlos. Solo un comentario del mes de Peregrinación. Si el caminar cientos de kilómetros, dormir en la calle, pedir limosna, o madrugar para trabajar eternas horas bajo el sol suena a literatura, esto po­dría ser una realidad. Pregúntenle a cualquier jesuita sobre sus peripecias durante la “Peregrinación”.

 

Un aspecto muy importante del No­viciado es la vida comunitaria. Diez, quince o más hombres viviendo juntos, casi todas las horas de la semana en la misma casa es un experimento a lo menos interesante. Alguna vez es­cuché el comentario que decía que el Noviciado era un reality show, frase a la cual le agregaría: “…pero con espíritu de superación”. Este “pero” es muy im­portante. No todo es color de rosas. Sin embargo, cada conflicto, desacuerdo o crítica es una oportunidad de cre­cimiento. No estamos acostumbrados en nuestros días a compartir tanto. El Noviciado provoca que uno se ex­ponga, se abra y devele los regalos y dones que Dios dio a cada uno, como también las dificultades y limitaciones que cargamos. En mi experiencia, los compañeros con los que uno entra se convierten en muy buenos amigos, que terminan conociéndote tan bien que pueden intuir certeramente cómo andamos, qué nos pasa o cómo está nuestro ánimo. En ese sentido, la vida comunitaria permite concretizar un desafío muy específico que propone el Evangelio: la fe no se vive solo, se vive en comunidad.

 

A medida que el Noviciado avanza en el tiempo y se acerca a su término, se tiene la sensación de que todo se encauza por un tubo que conduce a la confirmación de un deseo: entregar la vida a Dios para servirlo por donde su viento sople; y, en este caso, al modo de la Compañía. En clave ignaciana, ser­virlo en su Misión. Los medios a través de los cuales ello se concretará son un misterio. La vida y el Espíritu marcarán el futuro. ¿Por qué uno lo hace en estos tiempos? Porque confía. ¿En qué? En Dios y en que lo que Él quiere nos dará paz y plenitud, tanto para la propia vida como para la de los demás.