La fragilidad y la fiesta
Testimonio de Max Echeverría Burgos SJ en el Mes de Hospital
Viví el mes de hospital el verano del año 2019. Me fui por poco más de un mes a vivir y trabajar en el Pequeño Cottolengo, obra de la congregación de los religiosos y religiosas orionistas, ubicado en la comuna de Cerrillos, Santiago. Ya con unos cuántos años de distancia de la experiencia, hay una persona que siempre viene a mi corazón cuando recuerdo lo que allí viví. Sofía era una niña con síndrome de Down de unos 8 años de edad. Junto a ella y el resto de sus compañeras/os de la comunidad de infantes del Cottolengo, acompañados de sus cuidadores/as, por ser temporada veraniega, nos fuimos unos días de paseo a la playa.
Aquel verano, los ojos de Sofía eran serenos y cálidos como el sol, y estaba entre sus compañeros/as de un modo paciente y atento. Esa calma que le inundaba le permitía leer muy bien a las personas con las que compartía, sobre todo aquellas veces en que alguien del grupo comenzaba a aislarse y turbarse por algún motivo. Allí, en esos momentos, ella aparecía al rescate de sus amigos/as. Con un paso ágil e improvisado, se acercaba hasta esta persona, le miraba a los ojos y, en un gesto totalmente inesperado, flectando sus rodillas y estirando sus manos hacia el otro, le invitaba a bailar, diciendo melódica y tiernamente la palabra fiesta, al son que movía sus caderas. El gesto descolocaba a quien comenzaba a irse del foco de la alegría. A tal punto que a veces conseguía un baile de vuelta, una sonrisa o, al menos, una mirada receptiva que abría la puerta a la alegría que ella quería regalar. Sofía era una defensora de la alegría, pero no de la alegría ingenua que aparenta que las cosas están bien. Con el tiempo, contemplando a Sofía, creo que ella es de ese tipo noble y valiente de personas que sabe reír aún en la adversidad y en los momentos en que podamos sentir que nuestros límites y fragilidades se vuelven contra nosotros mismos. Escucho nuevamente su voz tierna: fiesta… Y creo que es a mí a quien le tiende la mano, en mis temores y mis tristezas.
La contemplo en la memoria de mi corazón y pienso: ¿No es acaso la acogida radical de nuestra fragilidad la condición de posibilidad de una auténtica alegría ante la vida, sus accidentes y desvaríos? Sofía sabía abrir el tiempo de fiesta en la misma fragilidad. Y la fiesta, como un rito, resignifica las cosas en nuestra vida. Su palabra, su risa, su baile y su inocencia, en el fondo hacían repicar en el corazón dos palabras: no temas. Su vida era una invitación a no irse de esta vida, a salir afuera donde está el mar, la comunidad y tantos otros que han de aprender a reírle y quebrarle el discurso al miedo y la violencia que nos asalta.