La práctica de la justicia

Ante los males de nuestra época, el cristiano debe ofrecer como primer y fundamental aporte social, la práctica de la justicia” Alberto Hurtado SJ, Humanismo Social

Toda educación social comienza por valorar la justicia. La justicia parece una virtud desteñida, sin brillo, porque sus exigencias son a primera vista muy limitadas, por eso no despierta entusiasmos. Su cumplimiento no acarrea gloria. Es la más humilde de las virtudes. Uno podrá vanagloriarse de sus limosnas, pero no de no haber matado a alguien, ni de haber pagado sus deudas, de no haber difamado al prójimo. Esto es lo que tenía que hacer y nada más.

Y sin embargo la justicia es una virtud difícil, muy difícil, cuya práctica exige una gran dosis de rectitud y de humildad. Hay mucha gente que está dispuesta a hacer obras de caridad, a fundar un colegio, un club para sus obreros, a dar limosna, pero que no puede resignarse a lo único que debe hacer, esto es, a pagar a sus obreros un salario bueno y suficiente para vivir como personas. Hay quienes gozan en abrumar con su bondad a sus inferiores, pero les niegan la más elemental justicia. Y luego se asombran que sus empleados no aprecien todo lo que su bondadoso patrón hace por ellos, que a pesar de todos sus esfuerzos sean ingratos y desconsiderados. Aunque parezca paradójico, es más fácil ser benévolo que justo, pero benevolencia sin justicia no salvará el abismo entre el patrón y el obrero, entre el profesor y el alumno, entre el marido y la mujer. Esa benevolencia fundada sobre una injusticia fomentará un profundo resentimiento.

Al que se siente superior le acomoda tomar una actitud paternal porque le da una deliciosa sensación de mando. La simple justicia destruye esa sensación y lo coloca en pie de igualdad con los que estima sus inferiores. Pero el hombre, el obrero particularmente, no quiere benevolencia, sino justicia, reconocimiento de sus derechos, de su igualdad de persona. Ningún otro substitutivo lo puede satisfacer.

Esta benevolencia, revela un engaño inconsciente dirigido a eludir la justicia; envuelve el deseo de conservar la propia estimación, incluso ante sí mismo, como hombre desprendido y generoso, pero conservando también los beneficios de sus bienes y de su influencia. El que practica la caridad, pero desconoce la justicia se hace la ilusión de ser generoso cuando sólo otorga una protección irritante, protección que lejos de despertar gratitud provoca rebeldía.

Muchas obras de caridad, puede ostentar nuestra sociedad, también nosotros mismos, pero todo ese inmenso esfuerzo de generosidad, muy de alabar, no logra reparar los estragos de la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede reparar la caridad.

No es raro encontrar quienes entiendan mal la doctrina de la Iglesia sobre la caridad. Es cierto que ella coloca a la caridad como la más perfecta de todas las virtudes, pero no a una caridad que desconoce a la justicia, no a una caridad que hace por los pobres y los que sufren lo que ellos deberían hacer por sí mismos, no una caridad que se goza en dar como favor, atropellando la dignidad humana, aquello que el pobre y el obrero tienen derecho a recibir. Esta no es caridad sino su caricatura. La caridad comienza donde termina la justicia.

Estamos felizmente en una época que clama por la justicia. Después de larga opresión los hombres no piensan satisfacerse con nada menos que con la justicia y aspiran a obtenerla. A este desorden debemos oponer el orden de la justicia, sin temor de trastornos, ni de catástrofes. Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue con aparente misericordia en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio. Debemos ser justos antes de ser generosos. La injusticia causa más males que los que puede remediar la caridad.

Fuente: Fundación Padre Hurtado