El legado de Carlos Hurtado SJ
Las mayores pasiones en la vida de Carlos Hurtado fueron, sin lugar a dudas, la educación y la justicia. Le costaba concebir la idea de una rutina donde no hubiera trabajo y esfuerzo enfocado en los niños y jóvenes, poniéndose por completo para ayudarlos a tener una mejor vida.
Nació el 15 de octubre de 1920 en Santiago. Proveniente de una familia sencilla y austera, desde su adolescencia fue adquiriendo un carácter fuerte: su padre falleció de cáncer cuando él tenía 16 años, por lo que tuvo que comenzar a trabajar vendiendo puros en oficinas y bancos para así poder ayudar a su madre y a sus diez hermanos.
Carlos estudió en el colegio San Agustín y, cuando aún iba en cuarto medio, el Padre Hurtado hizo una invitación a los alumnos para que asistieran a un retiro. Su familia era muy religiosa y a Carlos siempre le llamó la atención el gran interés que despertaba en la gente este sacerdote –siempre veía largas filas de personas esperando para hablar con él–. Así fue como lo conoció. Carlos se enamoró completamente de la historia del Padre Hurtado, la cual se conectaba en varios puntos con la suya, y luego de una comida, Carlos se le acercó y le preguntó:
–Lo que usted ha hablado es tan maravilloso que, yo me preguntaba, ¿podría yo ser algún día como usted?
–Claro que sí pues, pero habría que tener vocación eso sí “po, gallo” –le respondió el Padre Hurtado.
–¿Y qué es eso?
–¿Tener vocación? No te lo puedo explicar. Es como tener un amor tan grande por algo, que eres capaz de renunciar a todo.
–Ojalá algún día sea capaz de sentir eso, Padre.
–Ojalá po’, Carlucho, ojalá.
Una vez que cumplió la mayoría de edad, Carlos se dedicó a trabajar en el Banco de Chile realizando labores de oficina. El dinero que recibía no era mucho, pero al menos le servía a la familia. Pensaba que se quedaría ahí por siempre; sin embargo, las palabras que sostuvo con el Padre Hurtado nunca lo abandonaron. “Servicio, servicio, servicio”. Carlos se vio en la necesidad de acudir nuevamente a su guía, ante la gran inquietud que no dejaba de rondarle: “Me gustaría ser como usted, Padre”, le volvió a decir.
Tan solo quince días después de aquella conversación, el 15 de mayo de 1940, Carlos decide ingresar al Noviciado de la Compañía de Jesús en el pueblo de Marruecos, hoy Padre Hurtado. Tenía 19 años. En 1942, después de hacer sus votos de pobreza, castidad y obediencia, comienza su juniorado en la misma casa, y tres años más tarde viaja a San Miguel, Argentina, para iniciar sus tres años de estudios de filosofía.
En 1948 regresa a Chile y es enviado a su etapa apostólica en el Colegio San Luis de Antofagasta, misión que lo marcó particularmente: el compartir con las familias y los jóvenes caló profundo en Carlos, quien veía las enormes desigualdades que aquejaban a la sociedad chilena. Así, poco a poco, esta situación se fue convirtiendo en una bandera de lucha propia. Durante los tres años que estuvo en Antofagasta realizó todo tipo de actividades con los alumnos: los acompañaba a campamentos, giras de estudios por el norte, los sacaba a pasear a la playa y hasta creó un programa llamado “Colonias de Verano”, donde llevaba a los niños más pobres de la ciudad a unas pequeñas vacaciones por la región.
En 1951 vuelve a Argentina, a realizar sus estudios en teología. El 19 de diciembre de 1953 se ordena como sacerdote en San Miguel, y dos años más tarde vuelve a Santiago, donde comienza labores de orientador en el Colegio San Ignacio y de ayudante del párroco de Jesús Obrero.
La justicia social siempre fue la gran motivación para Carlos. De hecho, solía tener discusiones con sus hermanos por el mismo tema. Algunos lo tildaban de “rojo” y “comunacho”, dada su fuerte preocupación social. Pero a Carlos nada de eso le importaba: él sólo quería hacer todo lo que estuviera a su alcance para mejorar la vida de los niños pobres. Fue así como en 1957 comienza a trabajar directamente en el Hogar de Cristo, convirtiéndose en su vice capellán. Cada noche –y del mismo modo que lo hacía el Padre Hurtado–, Carlos salía en una camioneta por distintos sectores de la ciudad a la búsqueda de niños y jóvenes en situación de calle, los llevaba al Hogar y les daba alimento. También renovó las estructuras organizacionales de la fundación y creó un sistema de “hogares familiares”, donde buscó matrimonios que quisieran estar al cuidado de los niños en diferentes casas de acogida.
El nombre de Carlos Hurtado comenzó a sonar fuerte en el ambiente religioso y político. Para 1961, mientras se desempeñaba como profesor de Cultura Católica en la UC, le ofrecen el cargo de Secretario General de Comisión Interministerial de Menores y, posteriormente, el de presidente de la Federación Nacional de Instituciones de Menores, durante el gobierno de Jorge Alessandri. En este período, Carlos aplica todos sus conocimientos en educación y derechos sociales y trabaja en la promulgación de una ley de protección de menores. Su desempeño en esta área lo llevaría a recorrer varios países de América Latina para contar su experiencia.
En 1965 se convierte en vicario cooperador de la Parroquia San Mateo, en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, y, un año más tarde, en ministro en el Colegio San Ignacio. Sin embargo, no se quedaría en la capital por mucho más tiempo: en 1968 regresaría a su querida Antofagasta, donde asumió como vicerrector y profesor del Colegio San Luis.
Carlos nunca tuvo pelos en la lengua. Decía todo lo que pensaba, sin filtro. Le molestaba cada vez que en los colegios intentaban reducir los presupuestos educacionales, ya que iba en desmedro directo de los niños. Del mismo modo, se enfurecía cuando debían reducir los dineros de los hogares familiares, ante la mala situación económica del país. Lo único que lo aliviaba era compartir con los jóvenes: a ellos les hablaba de todo. Carlos creía firmemente que no se podía enseñar una buena educación a través de tabúes.
En 1975 es designado como director del Colegio San Mateo, en Osorno. Un año más tarde regresa al Colegio San Ignacio El Bosque, donde además de ejercer como profesor, asume el cargo de coordinador nacional de educación de la red de colegios jesuitas. Aquí realizó una evaluación de los problemas de los colegios, haciendo un estudio que tardó más de dos años, el cual sirvió para elaborar un nuevo proyecto educativo, cuya gran novedad fue la Cuota Diferenciada Familiar: las familias que tuvieran más dinero, deberían pagar más por concepto de arancel –a veces incluso duplicando el valor–, con el objeto de alivianar la carga de las familias más pobres. “Esto es un deber de los cristianos.
Es cumplir la ley de Dios de amar al prójimo”, decía Carlos. El sistema, sin embargo, no logró perdurar más allá de cinco años en todos los colegios, salvo en el Colegio San Ignacio El Bosque, y se volvió a optar por un sistema de becas en la mayoría de ellos.
En 1980 asume la dirección de la Escuela Francisco de Borja Echeverría en el territorio de la parroquia Jesús Obrero, y en 1985 es designado como director –y posteriormente rector– de la entonces escuela San Ignacio de Concepción, hasta 1999. Fue un tenaz luchador por el paso de la escuela básica al colegio, con enseñanza media, teniendo que vencer la resistencia de provinciales que no deseaban que la Provincia se hiciera cargo de otro establecimiento educacional. Finalmente, apoyado en lo que proponía el Plan Pastoral de la Provincia, logra crear la Fundación San Juan del Castillo que, bajo el provincialato del P. Juan Díaz, se hace cargo del Colegio San Ignacio de Concepción. Introduce, primero en la escuela y después en el colegio subvencionado, el sistema de matrícula diferenciada. En esos años, Carlos comienza a implementar en Concepción la educación personalizada, sistema educativo que venía estudiando desde hacía varios años, inspirado por el jesuita francés Pierre Faure. Los maestros ahora deberían compartir el rol educacional con los alumnos, ser más integrales y diseñar un programa especializado para cada uno de sus estudiantes. Todas estas enseñanzas verían la luz en 2001, en un libro publicado por Carlos bajo el nombre de “Educación personalizada y comunitaria”.
El año 2000, Carlos llega a la Casa San Ignacio en Santiago, desde donde se dedica a colaborar en la pastoral del colegio San Ignacio El Bosque, y del Instituto Educacional San Alberto Hurtado de Huechuraba, afiliado a la Red Educacional Ignaciana, al cual le tenía mucho cariño. También presta asesorías en ecuación personalizada, acompaña algún hogar de ancianos del Hogar de Cristo y toma la capellanía dominical de una de las eucaristías dominicales de Jesús Obrero.
Carlos fue sumamente ágil y parecía que nunca envejecería: hasta hace pocos años era sumamente fiel a una rutina de gimnasia que hacía sistemáticamente todos los días. Pero a medida que lo afectó la sordera y se deterioró la memoria debió dejar muchos de los servicios que prestaba. En los últimos años con movilidad fue muy dedicado a ordenar y mantener la biblioteca de la Casa San Ignacio, y se lo veía constantemente limpiando el jardín central de la casa y su pileta, o prestando otros servicios. Solamente los accidentes cerebrales que sufrió lo apartaron de esta vida tan marcada por el trabajo constante y generoso.
Carlos vivió cada uno de sus días con una entrega total a los más jóvenes, tanto a través de los hogares familiares como de las escuelas y colegios, y luchó tenazmente por asegurar a todos el acceso a la educación de calidad independientemente de su situación económica. Cada vez que alguien le pedía su ayuda, él siempre respondía “Sí, encantado”. Porque para él, quien le pedía ayuda, el necesitado, era Jesús. Eso se lo enseñó el Padre Hurtado. “Por algo le puso Hogar de Cristo: porque era Cristo el que iba a dormir a su casa, a su hogar”, decía Carlos.