Max Echeverría sj: «Dialogar me dio la valentía para transitar más radicalmente las preguntas que tenía»

Desde Córdoba, Argentina, este joven jesuita chileno se animó a participar de la Entrevista de la Gente. Y respondió absolutamente todo. Su discernimiento, los votos, consolaciones y desolaciones son parte de los temas en que Max se sumergió con la profundidad que lo caracteria.

 En estos años de jesuita, ¿cómo y con quien vives en el día a día tus consolaciones y desolaciones”?

Compartir consolaciones y desolaciones es todo un trabajo, requiere mucha confianza e intimidad porque representa el mundo afectivo que uno siente en relación con la gracia de Dios. Entonces no es algo que se hace de buenas a primeras. En su estado más primigenio, cuando uno las recibe y siente ese “wow”, aquí tengo un tesoro o estoy pasando por un momento más seco, las vivo con mis amigos jesuitas. Con los de acá en Córdoba y también con los que están en Chile. Y con amigos y amigas fuera de la Compañía también. Yo creo profundamente en la amistad y en que las consolaciones y las consolaciones son situaciones que se comparten sobre todo con quienes uno siente el regalo de tener un vínculo de amistad profunda.

¿Por qué te dicen manitos de pan?

Ese es un apodo del Noviciado (risas). Yo llegué al Noviciado y el primer año rompía muchas cosas, se me caían los platos, entonces uno de mis compañeros que fue el creador del apodo. Como que ponía algo en mis manos y se terminaba cayendo. Esa es la razón.

¿Por qué Jesuita y no otra congregación?

Cuando tenía 17 años, recién entrado en la universidad, me fue conquistado de la Compañía esa intuición que yo veía de que la gracia de Dios está actuando en todas las cosas y había que tener el coraje de involucrarse en eso, en el trabajo que estaba haciendo Dios en la realidad. Y entonces cómo colaboramos con Él, eso yo podía intuir al conocer a los jesuitas y lo profundicé al irme a vivir con ellos tres meses antes de postular. Ese movimiento de sumarse al trabajo del Dios consolador, del Dios que fecunda la vida. Eso me fue seduciendo, me fue enamorando hasta el día de hoy. Por eso opté por la Compañía.

¿Qué le dirías a alguien que le tiene miedo a la vida?

Primero, me sentaría a conversar con esa persona para saber qué es lo que está viviendo. Generar un espacio en que la persona pueda ir dando cuenta de todos los espacios vitales en los que está participando, porque siempre estamos insertos en algún espacio, estamos compartiéndonos con otras personas. No está solo o sola. Siempre hay algo que se nos está regalando. Lo haría volver también a sus momentos de gratitud personal, aquellos en que ha sido feliz, en que se ha sentido abrazado o abrazada por alguien. Porque a veces la vida es hostil y sí da susto vivirla, pero hay que vivir con la certeza de que siempre hay otro ahí al frente llamándome a salir a su encuentro. Es un miedo que debe transitarse con paciencia, con calma, sin saltar etapas, pero con la confianza de que hay otro que está afuera y que me está llamando con su rostro, con su talante concreto y tal vez, sin que yo lo sepa, está provocando una respuesta o quiere provocar en mí una respuesta de amor, de escucha. Entonces la invitación es acercarse a esa persona ver ella un rostro que dice “che, estoy acá, te puedo escuchar”. Acercarse y escucharla para hablar de esos momentos… y seguir escuchando, escuchando, escuchando.

¿Cómo viviste tu proceso de discernimiento antes de entrar a la Compañía?

Fue muy dialogado con personas concretas en quienes yo reconocía una confianza y una posibilidad de intimidad grande. Partiendo por mi vieja, con la que siempre vivimos juntos y sentía la libertad de contarle aquellas preguntas que iba sintiendo sobre la vida religiosa. Lo mismo con un par de amigos muy cercanos. Eso me fue animando. El ir sintiendo la valentía de transitar más radicalmente las preguntas que tenía. Había una inconformidad con lo que hacía, me sentía invitado a otra manera de vivir. El diálogo con mi mamá y con mis amigos me fue regalando la valentía para atravesar esas preguntas y me animé a escribirle a los jesuitas. Ahí empezó un proceso de discernimiento más activo, con acompañamiento espiritual. Me fui a vivir a Osorno con una comunidad jesuita y tuve apostolado más intenso. Así encontré una cercanía profunda a lugares donde uno puede sentir el límite de la vida. Eso me ayudó mucho porque me permitió acercarme a la gente más sencilla, a los más pobres. También fue muy importante ir escuchando a otros.

¿Cómo recibió tu madre la noticia de tu decisión?

Con sentimientos encontrados. Por un lado, tenía una alegría muy grande porque de alguna manera sentía que estaba avanzando en un deseo muy profundo mío. Ella siempre me regaló mucha libertad para elegir, para transitar esa zona de mi deseo, de lo que Dios iba poniendo en el corazón. Eso es algo que le agradezco de todo corazón. Entonces ella sentía alegría porque de aluna manera ese espacio así de libertad que le regaló a su hijo para que se atreviera a soñar se concretó. Pero, al mismo tiempo, estaba la tristeza de saber que había que aprender a decir adiós. Y es un adiós que se ha ido extendiendo en el tiempo. De un momento a otro se iba una persona con la que había vivido varios años de su vida. Bueno, eso es lo que creo, quizás está leyendo esto y me puede retar si no es así (risas)

¿Cuándo decidiste hacerte la pregunta por tu vocación?

Estando en el colegio yo visitaba enfermos. En una oportunidad fui a ver a una persona que estaba muy enferma, casi a punto ya de partir. Estaba con sus familiares y estaban todos agradeciendo lo que habían vivido juntos los unos con los otros. Y sentí que en esa conversación, en ese ofrecer lo que sentían por el otro gratuitamente, la enfermedad se iba muchos planos más abajo. Y esa buena noticia me hizo caer en la cuenta de decir “yo quisiera vivir para poder tomar noticia de estos momentos y contárselos a los demás”. Ahí el tono de la vocación se hizo gravitante. Hasta hoy pienso en esa moción de poder salir a recoger esa buena noticia para contársela a otros. Y también la pregunta de provocarla, de crear espacios  para que se genere esa buena noticia.

¿Cómo has vivido los votos? 

Con mucha esperanza. Creyendo que la palabra que se ofrece en ese momento se une a las de otros compañeros a lo largo de la historia de la Compañía. Es una palabra tan mía y a la vez tan del cuerpo de los jesuitas. Los votos adquieren sentido en esa dimensión comunitaria, profunda, de poder compartir con alegría lo que uno eligió y que va conociendo. Los he vivido en comunidad, sostenido por otros compañeros, por la gente en los lugares donde he tenido la gracia de estar. Todo eso me ha ayudado a seguir confiando en los votos, que esa palabra que pude pronunciar en un momento se me dio como regalo por haber estado acompañado. Y, otro punto quizás más importante, se juega en la intimidad con Jesús. Es fundamental. Sin ese espacio cuidado de diálogo con Jesús los votos pierden sentido. La oración, ese momento afectivo, profundo, donde hay días en que uno dice “Señor, ayúdame a vivir esto, confío y lo hago porque quiero seguirte”… ese momento nutre esa puesta en común de los votos. Entonces hay un lado comunitario y también una raíz profunda en el silencio y la intimidad con Jesús.

¿Cómo superar el tiempo de desolación?

Entiendo la desolación como un estado en que el deseo y la confianza en que hay vida afuera, en que se nos están regalando cosas cotidianamente, se va perdiendo, entibiando. Es como un repliegue interno en que crece el cansancio, la desidia y se pierde el sentido. Cuesta ver ese Dios activo en todas las cosas, los anteojos se nublan y lo más fácil es quedarse paralizado por el miedo que aparece en el corazón. Entonces, en esos momentos yo trato de ser fiel a ese espacio de intimidad con Jesús para pedir la gracia de tener conocimiento interno de que Dios nos está regalando una posibilidad de vivir plenamente y ser fiel a esa invitación. El mantenerme fiel a eso que me alegró el corazón, que me apasionó, que me dio la posibilidad de amar y sentirme amado. Y que es algo real. Y esa fidelidad le sumaría la paciencia, que no es aguantar, es un esperar activo. Porque si lo tomamos como aguantar, tiraremos todo por la borda.

¿A qué santo eres más cercano? ¿Por qué?

Tengo un nombre, pero todavía no es santo…

A ver, tíralo igual.


Me siento muy cercano a Pedro Arrupe, compañero jesuita que fue general de la Compañía en su momento. En el Noviciado su figura me ayudó mucho a ir configurando el deseo personal con la persona de Jesús. Yo encontré en Arrupe a un hombre apasionado por vivir que a mí me sorprendía montones y yo dije wow, qué testimonio así tan potente, qué testimonio de tanta fidelidad a un Jesús que él lo descubrió también en su juventud y se lanzó toda la vida ahí a estar con él. Para mí, Pedro Arrupe sin duda alguna es un gran compañero de camino. Sobre todo, por este vínculo afectivo con la persona de Jesús que se hace cotidiano, que se hace cristalino y por su sonrisa. Hay un librito muy lindo que tiene solo fotos y la sonrisa del Padre Arrupe. Y hay algo de vivir en modo pascual, vivir en modo resucitado, que no es ingenuidad por la vida de que todo está bien, sino que es vivirse desde la esperanza, la alegría profunda de que Dios está ahí, trabajando. Y confía también en ese trabajo nuestro, y quiere que estemos junto a él haciendo lo poco que podamos hacer en cada uno de nuestros espacios. Eso de Arrupe me encantó.