Cristián del Campo SJ: Poner a la criatura con el Creador
«Una Tarde a la Semana»
Mi infancia y adolescencia fueron iguales, pero distinta al común de las personas. Igual porque fui al colegio, tenía amigos, jugaba con los vecinos… pero distinta, porque mis papás se separaron cuando yo tenía dos años. Ambos se volvieron a casar. Yo viví con mi mamá, pero los fines de semana me iba donde mi papá. Ella no tuvo más hijos y él tres más. De lunes a viernes era hijo único, y los fines de semana vivía con mis hermanos y primos, porque mis tíos del Campo tenían sus casas juntas. Eran fines de semana muy compartidos, con pichangas, íbamos juntos a misa, con mucha vida.
Entré al San Ignacio, colegio donde estuvo mi papá, mi abuelo y mis tíos.
La relación con mis papás era bien distinta. Con mi mamá había mucha protección, un amor incondicional de hijo único, mucho también de lo italiano y pasional de ella, que es artista. De ella yo heredé el gusto por la música, la pasión, los fanatismos y la forma de comunicarme. Por otro lado, con mi papá tenía una relación más cómplice y de amistad. Yo creo que fui fraguando una personalidad muy acorde con la de él, porque veía en mi papá un modelo de hombre. Como hombre, cristiano, profesional. Eso fue marcando varias de mis opciones sociales, políticas, profesionales… desde el equipo de fútbol que me gustaba. A pesar de la distancia de la semana, mi papá puso muchos medios para tener una relación cercana conmigo. Por ejemplo, me iba a buscar todos los días en la mañana para llevarme al colegio.
En la adolescencia, al igual que en la infancia, tuve muchos amigos. De hecho, tengo el recuerdo de segundo o tercero medio, yo tenía cierta dificultad a la hora de salir los fines de semana, porque tenía como tres grupos de amigos. Entonces ¿con quién voy? Ese era un cuento que siempre me perseguía. Dos de esos grupos los mantengo hasta hoy.
Yo era el “Chico” del Campo, siempre fui el más bajo del curso. Y creo que eso me causó ciertas inseguridades. Todo el paso hacia la madurez sexual, corporal fue complicado. Después me nivelé con el resto de mis compañeros, pero en esa etapa fue complicado porque ése era el tiempo de las primeras fiestas, las primeras aproximaciones con las mujeres.
En ese tiempo fui tomando mis primeras opciones personales. A pesar de que era muy chico, entre los 13 y 16 años, del ’83 al ’86, eran épocas súper convulsionadas y donde realmente había que tener postura.
En el colegio yo era bastante cercano a los jesuitas y piadoso, pero nada del otro mundo. En segundo medio, como gran parte de mis compañeros me metí a CVX, pero nunca participé en nada, siempre fuimos una comunidad bastante “sui generes”, y en cuarto medio se disolvió y nunca más seguí en eso. Pertenecía como al grupo de los “cuicos” del colegio. Entonces había todo un cuento de moda, de cómo te vestías, con quién salías, quiénes eran las niñas, cuáles eran los colegios… la CVX nos parecía un poquitito “lana”, “charango” en esa época.
Desde chico fui de muchos amigos y el fútbol tuvo un espacio muy importante. Primero era un hobby, y más adelante fue algo que ocupaba mucho tiempo. Fui siempre un alumno regular, con capacidades pero bastante flojo. Era seleccionado de fútbol en el colegio. Salí del colegio con promedio 5,7 y tuve problemas de disciplina. De hecho en tercero medio no me renovaron la matrícula. Tuve un “encuentro cercano” con el Rector, que en ese tiempo era Fernando Montes SJ. Me llamó a su oficina cuando no me entregaron la matrícula, y me leyó todo lo que se había dicho de mí en el Consejo de Profesores. Fue bien impactante caer en la cuenta de mi inmadurez. Había sido unánime que me fuera del colegio, con la excepción de dos profesores, el de religión y el de filosofía, los únicos dos jesuitas que estaban en el Consejo. En realidad yo era muy mimado, bastante insolente, con un cierto desprecio que les caía muy mal a los profesores. Entonces el padre Montes me dio una oportunidad: me puso estrictamente condicional, es decir a la primera me iba del colegio.
En cuarto medio me porté muy bien, fui presidente de curso, renuncié a la selección del colegio para meterme al preuniversitario. Fue un año de harta de maduración.
En el colegio nunca tuve un pololeo, pero sí desde séptimo empezaron las fiestas y las salidas con niñas. Era muy amigo de niñas de diferentes colegios, pero con poca “concreción”. Yo creo que en el tema de la relación con las mujeres me invadía una cierta timidez que en otros ámbitos no tenía para nada.
Para mí la experiencia de trabajos de fábrica fue fundante. Yo vivía en Lo Curro, entonces vivir en la Población Santiago, trabajar en Coresa, fue muy importante para mí. Ahí uno palpa lo que significa la vida del obrero, de la gente sencilla, a la hora que te despiertas, a la hora que te acuestas, los viajes en micro, el frío, en ese tiempo las protestas, era el año ‘86, la monotonía en el trabajo, el cansancio físico del trabajo. Para mí esa fue la experiencia más potente ofrecida por el colegio.
En la Prueba de Aptitud Académica me fue muy bien y pude entrar a ingeniería comercial en la Universidad Católica. Siempre quise estudiar ingeniería comercial. Me parecía interesante, y sentía que era una carrera que me daba herramientas para hacer muchas cosas, sobre todo para emprender, dar empleo, cosas que en el colegio también fueron transmitidas como sueños, como misión.
Tengo la sensación de que la carrera en sí misma no fue para mí tan interesante. Como estudiante, al igual que en el colegio, yo era más bien del montón. Formamos un grupo, pero estudiábamos re poco. Nos juntábamos en la casa de uno, en un subterráneo maravilloso que tenía taca-taca, mesa de ping pong, cachos y cartas. Entonces no estudiábamos nada. Pero a pesar de todo fui pasando los ramos.
Y así se fue dando la carrera, con mucha menor conciencia de la que muchos “cabros” tienen ahora de lo importante que es estudiar, perfeccionarse, ser mejores.
No tuve compañeros del colegio en la universidad. Y por lo tanto si bien yo seguía saliendo con mis amigos de colegio los fines de semana, en la cotidianidad me empecé a relacionar con otros amigos, muchos de ellos del Tabancura. Para mí fue importante porque varios de ellos eran bastante militantes del Opus Dei. Me enseñaron, por ejemplo, la importancia de la misa diaria. De a poco empecé a ir a misa durante la semana, y como tenía una estructura básica de piedad, esto me enganchó muy bien y fue un hito espiritual en ese tiempo más desconectado, donde ya no estaba la estructura del colegio y de la comunidad, ni el contacto con los jesuitas más que una vez al semestre, cuando me iba a confesar.Se desarrolló en mí una relación con Dios más íntima, más personal, más piadosa.
Recién como en tercer año de la universidad, una vez que fui al colegio por no sé qué motivo, me ofrecieron ser monitor de Trabajos de Fábrica. Fui ese año y también al siguiente. Recién en cuarto año fui a trabajos de inverno con la FEUC. Hasta antes de eso nada: eran dos meses de vacaciones full en el verano, en Pucón y Santo Domingo.
En la época universitaria también tuve algún cuento político: en mi tercer año de ingeniería comercial fuimos capaces de presentar una lista al centro de alumnos que triunfó por sobre los gremialistas, que era algo impensado en esa época. Iba a reuniones de la Juventud Demócrata Cristiana… era el año ’88, ad portas del plebiscito. Iba a todas las protestas y en eso fui súper activo.
En cuarto año tuve mi primer pololeo. En esa segunda mitad de la universidad, cuando ya esa parte política estaba más diluida, comienza un acercamiento al mundo más pastoral. Al final del cuarto año vino el momento clave.
Me acuerdo que mi polola me dijo alguna vez si había pensado ser cura. Pregunta que a mí me dejó un poquito helado. Porque explícitamente no. Pero implícitamente, por lo menos en el San Ignacio, hay un “chip” que está como introducido y que en cualquier minuto se activa, y yo creo que fue eso lo que me pasó a mí.
Al final del cuarto año, pasando al quinto, una tía mía que es directora del colegio Carampangue en Talagante, me pidió ayuda porque ese año comenzaba el proceso de preparación a la confirmación de los alumnos de segundo medio, y no tenían quién se encargara de eso. Me dijo “mira, como tú cachai, aquí, allá”. Yo dije “¿por qué no?”. Entonces inicié un trabajo en ese colegio. Iba una tarde a la semana.
Ahí empezó un cuento interesante. Empecé a enganchar, me encantaba ir, lo pasaba muy bien con los “cabros”, me encantaba preparar las reuniones. Además sentía que me iba bien, que mi trabajo tenía frutos. Tengo la sensación de que ahí empezó a suceder en mí un proceso muy parecido al de San Ignacio. De repente, me empecé a dar cuenta lo mucho que me gustaba ir para allá.
Dejé pasar eso, y a mitad de mi quinto año me subí a las misiones que organizó la Facultad de Economía de la Católica. Por esas coincidencias de la vida, el capellán fue Jaime Guzmán, que era el jesuita más cercano a mí, mi confesor. Entonces yo me atreví en esas misiones a acercarme a él y decirle “me está pasando a esto, y yo quiero saber si esto tiene que ver algo con el tema de la vocación”. Me acuerdo que Jaime Guzmán me dijo: “mira, yo lo veo, puede ser que sí, pero olvídate de este tema hasta que termines tu carrera”. Me quedaba un semestre.
Le hice caso, seguí trabajando en el Carampangue con mucha fuerza y esto siguió estando presente. Yo veía que esos momentos eran de felicidad más profunda, no es que en lo otro no lo pases bien, pero como dice San Ignacio, la alegría persistía. Esa es la diferencia entre lo que es consolación y lo que no lo es.
Terminé el semestre, llamé a Jaime Guzmán y él me puso en contacto con Keno Valenzuela, que en ese tiempo era el encargado de vocaciones. Fui a hablar con él dos veces en diciembre. Pero hasta ahí no más llegué, porque en el verano me iba a Estados Unidos con unos amigos, y durante febrero del ‘93 tenía que estudiar mi examen de grado.
Durante el tiempo en que estudiaba el examen, yo me decía “en qué minuto se me ocurrió ir a hablar con este señor”. Como que se me borró la idea de la vocación.
Pero pasó una cuestión muy de Dios. Yo había dado el examen de grado a principios de marzo y estaba postulando para trabajar en una empresa grande, en la que quedé seleccionado.
Justo en ese momento era la canonización de Teresa de Los Andes en Roma. Mi tía del Carampangue me llamó un día para decirme que me invitaba a ir a Roma, porque todo mi curso del Carampangue iba a la canonización y querían que yo también fuera.
Yo había ido a Europa el 92 y el 91, estuve todo el verano mochileando con amigos. Entonces le dije a mi tía “yo he ido los últimos dos años a Roma, no me voy a gastar tanta plata en ir de nuevo”. Además tampoco era tan devoto de Teresa de Los Andes.
Me llamó de nuevo al día siguiente y me dice “los alumnos te pagan la mitad del pasaje”. Empecé a dudar, yo igual tenía plata ahorrada y podía ir. Le pregunté su opinión a mi papá y me dijo “no seai’ pelotudo, anda, es una oportunidad única”.
Y partí. Creo que esos pocos días en Roma fueron de una plenitud tan increíble. Fue una experiencia pastoral muy importante (sin que en ese tiempo yo lo formulara así) estar con los “cabros” con los que yo más había gozado en ese tiempo, sin que yo lo formulara de esa manera, como de pastor.
Al volver a Santiago vino el momento clave. Nadie me fue a buscar al aeropuerto y llegué a la casa de mi papá, donde no había nadie. En dos días me tocaba empezar a trabajar en ese puestazo que me estaba esperando. Yo venía lleno del Espíritu, de felicidad, pero me bajó una angustia tan profunda al pensar que iba a tener que dejar lo que quería, que era el trabajo en ese colegio, porque me iba a poner a trabajar y no iba a poder seguir destinando un día a la semana a acompañar al curso en el segundo año de preparación a la confirmación. Fue una angustia tan profunda, que me dije “¿por qué lo voy a dejar, si es lo que quiero, si es lo que más me llena?”. Y me di cuenta que había estudiado ingeniería comercial no para ser ingeniero, sino que para ser feliz. En cosa de minutos decidí no aceptar el trabajo y ponerme a trabajar con mi papá, pidiéndole que me diera una tarde libre y que me pagara acorde con eso.
Me puse a trabajar con mi papá, y pude seguir en el Carampangue. Ese año además aproveché, copiándole a mi papá, de trabajar como voluntario en la hospedería de hombres del Hogar de Cristo, y retomé el acompañamiento espiritual con el Keno, y el discernimiento vocacional se fue por un tubo.
Para mí lo clave fue el que yo me fuera dando cuenta de qué es lo que me hacía más feliz, qué es lo que me daba más alegría interior. Me di cuenta de que eso no lo podía hacer como laico, porque esto era una cuestión mucho más de pastor, de guiar, de acompañar, de ver crecer, de comunicar a Jesucristo, la cercanía. Tal vez un laico lo puede hacer, no digo que no. Pero yo me dije “esto es lo que yo quiero”, y la idea era ojalá consagrarlo todo, para que esto sea el 100% de la vida, y no una tarde a la semana.
El Hogar de Cristo fue confirmatorio de eso: ir a darle comida a los viejos, conversar con ellos, conocer sus miserias, sus necesidades, sus alegrías, aprender de ellos. Sentía que me evangelizaban mucho y también quería cambiar esa situación.
La formación del colegio y el ejemplo de mi papá, que siendo gerente y dueño de una empresa iba a darles comida a los viejos los lunes en la tarde, se formó en mí una imagen de un Dios muy misericordioso, cercano de los más necesitados, y una urgencia de cambiar esa situación. Eso, sumado al tema pastoral que yo descubrí trabajando en el Carampangue, se transformó en mi vocación sacerdotal.
Yo tenía un futuro profesional súper promisorio, pero el tema material no tuvo mayor incidencia en mi discernimiento. Lo que sí me hacía dudar era si iba a ser capaz de resistir y ser feliz sin una mujer al lado. Esa pregunta me quebraba. Pero en eso, me sirvió el viejo cuento de que si realmente esto está en el corazón, hay que echarle para adelante no más.
Me decidí a entrar en junio del ’93, pero tenía que esperar hasta marzo del año siguiente. Le pedí al Keno que me diera permiso para contarles a algunas personas. El primero en saber fue mi papá. Unos meses después le conté a un par de amigos. Con los otros tuve que inventar algunas mentiras, por ejemplo para justificar la jornada vocacional, en enero. A mi mamá le conté justo antes de partir, cuando ya la cosa era inminente.
Estudiante en un Mundo Diverso
Entré el 94. Estuve dos años en Hannover, en el Noviciado. Fueron dos años muy buenos. A mi no me costó mucho el Noviciado, lo pasé bien, excepto al final en que uno se pone más ansioso porque ve que ya viene el Juniorado y a empiezan a pesar las estructuras. Pero yo lo pasaba bien estando entre hartos, y uno se pega una especie de regresión porque el Noviciado es como un internado. Uno vuelve a ser niño, a hacer guerras de agua y esas cosas.
El Noviciado es bien fundamental. Hay una profundización de la vida espiritual y experiencias importantes como el Mes de Ejercicios, que es súper confirmatorio de la vocación. Y otras experiencias claves como el Mes de Hospital y el Mes de Peregrinación. Son experiencias súper bien pensadas, que van fraguando la relación más honda con el Señor, permiten ir conociendo a la Compañía y forjando la identidad religiosa.
En 1996 pasé a la casa de Molina, que era el Juniorado. Ahí hubo un cuento especial conmigo porque como ya venía con una carrera universitaria terminada, me salté el primer año de Juniorado y pasé directamente a estudiar Filosofía. Por lo tanto, estuve en esa casa sólo un año. Estudiábamos la mitad del tiempo en la Universidad Católica y la otra mitad en el antiguo Colegio Loyola (hoy los estudiantes se forman en la U. Alberto Hurtado).
Durante esos tres primeros años trabajé apostólicamente en la parroquia Santa Cruz de la población Los Nogales. Fue una gran experiencia, aunque dura. Nunca había trabajado en parroquias. Me tocó trabajar con los prejuveniles y fue medio tortuoso. No fue fácil por la falta de recursos y el poco compromiso de algunas personas. Pero por otro lado fue una súper buena experiencia de Compañía porque ahí llegamos a ser 13 jesuitas trabajando al mismo tiempo, entonces había un cuento comunitario súper choro, y para un novicio esa cuestión es clave.
Como me salté un año, me uní a la generación de arriba, entonces al año siguiente me fui a la casa de Barroso. En 1997 hice mi segundo año de Filosofía. Ese año me mandaron a trabajar al colegio San Ignacio El Bosque como apostolado.
Y en 1998, cuando me tocaba el primer año de Teología, vino algo distinto para mí. En 1997 se había dado el paso final para fundar la Universidad Alberto Hurtado, que partía con tres carreras: Sociología, Bachillerato en Filosofía, e Ingeniería Comercial. Se empezó a delinear claramente que yo podía ayudar en Ingeniería Comercial, por mi formación.
El Provincial me lo propuso en algún momento como posible Magisterio, y yo le dije que ningún problema, yo creía en el proyecto de la Universidad, pero me parecía que tenía que desempolvar lo que sabía y tener algún grado académico que me diera un poco más de credenciales, además del título de ingeniero comercial. Entonces le pedí ir a estudiar un MBA.
A mitad del ’98, en vez de seguir con los estudios de Teología, me fui a Estados Unidos a estudiar un MBA a Boston College. Estuve dos años allá. Eso es muy peculiar, los estudios especiales generalmente se hacen después de terminar la Teología, casi al final de la formación como jesuita.
Más que a nivel intelectual, esa experiencia fue súper importante a nivel religioso. Fue una ganancia de orden cultural. Vivir en Estados Unidos, conocer un poco más de la cultura, de los temas, de los criterios, de las cosas que ellos valoran, viajar, conocer Nueva York donde estuve 6 semanas estudiando inglés antes de partir a Boston. Conocer a la Compañía allá, vivir en una comunidad que tenía 85 a 90 jesuitas, todo eso fue muy interesante.
Allá, si tú no cuidas tu vocación, nadie la va a cuidar por ti. Existe total libertad, nadie te anda vigilando, no es que acá te vigilen, pero acá hay mucha más estructura. Aquí hay superiores que actúan, comunidades que están presentes. Allá nada. Y yo tenía sólo cuatro años de Compañía cuando partí, podía hacer “las de Quico y Caco”.
Otra cosa muy el “descueve” de esa época fue que el último semestre de mi MBA, me fui a China a estudiar el último semestre allá. Primero estuve en Washington, en un Centro de Estudios Teológicos de Georgetown en temas que relacionan la fe y el mundo empresarial.
Después de eso partí a Beijing, que es la universidad más grande de China. Allá había un jesuita que dirigía un MBA para estudiantes chinos, pero en inglés, con profesores chinos que pertenecen al consorcio de escuelas de negocios de las universidades jesuitas de Estados Unidos.
Era una oportunidad de intercambio para cualquier estudiante de MBA de alguna de las universidades jesuitas de Estados Unidos. Yo fui el primero que aceptó la oportunidad.
Fue una experiencia cultural impresionante nuevamente. Es un mundo totalmente distinto, conocer lo que significa vivir bajo un régimen comunista, ver cómo la Iglesia ahí no tiene libertad. Habíamos cuatro jesuitas, cada uno vivía en lugares distintos, yo vivía solo en una pieza en la Universidad. Teníamos que hacer misas privadas, en una pieza. Durante mucho tiempo no dije que era jesuita. Es un mundo muy distinto. China creía mucho en esos años, era un ritmo tremendo. Fue súper interesante, además que también hay un cuento de probación: estar allá solo tres meses, sin cachar nada de nada. Le agradezco mucho a la Compañía que me haya dado esa oportunidad.
Después de eso volví muy poco tiempo a Estados Unidos y me vine a Chile, a iniciar mi Magisterio en la Universidad Alberto Hurtado. Estaba la mitad del tiempo en la pastoral, y la otra mitad en el Departamento de Economía. Hice clases de introducción a la economía, de ética empresarial, algunos cursos teológicos de espiritualidad ignaciana. Era una especie de Subdirector de Ingeniería Comercial, y me puse a coordinar los temas de ética empresarial y economía. En la pastoral me tocó armarla en buena parte. Antes había algunas iniciativas disgregadas. Empezamos a hacer los trabajos de verano e invierno, el trabajo en campamentos, proyectos como el Banco del Trabajador, la clínica jurídica, la orientación vocacional con Infocap. Empecé a acompañar gente. Fue una época de mucho trabajo pero muy interesante. Vivía al lado de la Universidad, en el Bellarmino.
Yo venía de una comunidad apostólica en Estados Unidos, pero era una comunidad extraña porque era grande y tenía poca vida comunitaria. Pero el Bellarmino fue mi primera comunidad apostólica en Chile.
El Magisterio fue una época muy buena porque uno vislumbra en esos dos años una especie de sinopsis de la vida de uno como jesuita. Porque ésta es la vida de los jesuitas; uno no tiene su vida en las casa de formación, con estructura, con estudios, sino que el jesuita está más bien consagrado al trabajo. Entonces el Magisterio es una época para ver cómo me las bato, cómo me comporto como religioso, cómo aporto a la comunidad e integro las diversas áreas de mi vida religiosa: un trabajo súper demandante con la necesidad de una vida espiritual, de un espacio comunitario donde debo contribuir. Aquí se nota que “en la cancha se ven los gallos”. Y en eso el Magisterio da una pista, para cuando uno vuelva a Teología, a ser estudiante nuevamente, uno pueda trabajarlo y prepararse mejor.
Celebrar con la Gente
Volví a estudiar Teología a mitad del año 2002, a hacer el segundo semestre del primer año. Ese semestre seguí trabajando en la Universidad Alberto Hurtado. Ya a partir del 2003 fui destinado a trabajar en la Parroquia San Ignacio de Padre Hurtado, cosa que yo pedí. Quería cambiar un poco de giro, volver a los más parroquial o pastoral, que me ayudara además a prepararme mejor a lo sacerdotal, y también en un contacto un poco más directo con sectores más sencillos.
No gocé mucho los estudios de teología, pero gocé mucho lo de Padre Hurtado. Trabajé en tres frentes: con los jóvenes, con los que lo pasé muy bien. Con adultos, con los que nunca había trabajado, excepto las visitas a la cárcel que hice mientras hacía el MBA en Estados Unidos. En Padre Hurtado trabajé con el EPE, el Encuentro de Padres en el Espíritu, y realmente fue una de las experiencias pastorales más bonitas que me ha tocado vivir. Me sentí verdaderamente asesor de ellos, y no el organizador de las cosas de ellos. Ellos tienen sus ritmos y autonomía, uno los acompañaba, daba retiros, ayudaba con una oración, pero ellos llevaban todo el cuento. Para mí, debe ser de las experiencias más lindas que he tenido: poder ver la potencia de lo que significa la conversión, y cómo ésta en las personas produce nuevas conversiones en la familia. Además es un movimiento de hombres, que no es lo tradicional en nuestras comunidades eclesiales. Como en Padre Hurtado hay muchas capillas me tocó hacer liturgias dominicales, y eso fue verdaderamente un aperitivo de ser cura.
Mi primera vocación es sacerdotal. Lo que pasa es que no la entiendo si no es en la Compañía porque soy del San Ignacio, por la espiritualidad ignaciana, etc. Pero lo primero mío es lo sacerdotal. Entonces para mí poder celebrar con la gente era muy importante, lo gozaba mucho y me ayudaba a darme cuenta de que daba buenos frutos en esa área.
Por primera vez, comprendí lo que significa tener amigos, de llamarse y estar pendiente, entre los más sencillos. Ha sido muy bueno y lo agradezco hasta hoy.
Desde finales del 2003 y todo el 2004 estuvo teñido por la enfermedad de mi papá, que le puso una cruz muy pesada de cargar a él y por ende a mí. Todo el 2004 tuvo una tonalidad triste y angustiosa por esto. El ánimo era constantemente abatido por la pendiente negativa de su enfermedad, y con muchas preguntas sobre lo que venía y cómo sería la vida sin él.
En el 2004 fundamos una Statio (una casa chica dependiente de otra comunidad de jesuitas) en Los Nogales, con Jorge Elkins, Roberto Saldías, Román Guridi y yo. Dos curas y dos estudiantes de teología, que dependíamos de la casa de Hannover, donde viven los estudiantes de teología. Era una especie de sucursal del teologado, pero inserta en una población. Tenía sus costos: por ejemplo en vez de demorarme 10 minutos en llegar al Campus Oriente, me demoraba una hora y cuarto. Pero fue una experiencia el “descueve”. Es un espacio que obligaba a compartir, porque en una casa con más gente uno nunca termina de conocer al otro y hay muchos espacios en donde esconderse, pero en una comunidad tan de 4 o 5 personas, uno le puede llevar mucho más el pulso a los demás. La experiencia fue tan buena que se ha repetido todos los años, y seguramente seguirá.
El término de mi época de estudiante de teología se cierra con la etapa más crítica en la enfermedad de mi papá. Gracias a Dios, a fines del año 2004, el 12 de diciembre me ordené de diácono. Pedí ser ordenado en Padre Hurtado. Las monjas amigas mías de un colegio que está al frente de la casa de ejercicios nos prestaron el gimnasio. Fue una ceremonia súper linda con el obispo de Melipilla y todos mis amigos de Padre Hurtado. Todos los viejos de EPE estaban con sus parkas verdes, atendiendo a la gente, fue muy bonito. Y fue muy importante porque estuvo mi papá, que murió menos de dos meses después de eso.
La idea era ordenarme de sacerdote a mediados del 2005, con los otros que venían de sus estudios en otros países.
En el intertanto vino la muerte de mi papá en febrero. Yo estaba estudiando el examen de grado de teología con la idea de darlo junto a otros dos jesuitas a fines de marzo. Pero su muerte provocó un desajuste. En febrero prácticamente no estudié y me dediqué a estar con mi familia. En marzo retomé el estudio. Ya había recibido mi destino: sabía que después del examen tenía que ir a trabajar a la Universidad Alberto Hurtado y como encargado de los estudios de Filosofía de los jesuitas entre tercero y sexto año.
Me mandaron a vivir al juniorado y ahí estudié el examen. Lo di en mayo y un mes después, el 24 de junio fue mi ordenación sacerdotal junto con la de Pancho Jiménez, Tomás García Huidobro y Marco Calisto. Al día siguiente estaba haciendo mi primera misa y trabajando acá. Y ya estoy completando dos años en la Universidad.
Lo único que quería era ordenarme, era un gran anhelo. Pero en la Compañía eso se demora en llegar. Esperé con mucha ansia poder ejercer el sacerdocio, por lo tanto ese día fue un momento de gran felicidad. Lloré mucho cuando estaba postrado, porque echaba de menos a mi papá. Las alegrías no terminan de serlo en la medida que no se comparten, y en ese momento él era la persona con la que más sintonía podía tener en lo que estaba viviendo. Pero fue un momento de gran alegría. Y al día siguiente empezar.
Ahora trabajo la mitad del tiempo como Director de Pastoral, y el en el Departamento de Economía, donde coordino el programa de Ética Empresarial y Económica y además hago clases de economía, de ética empresarial. También hago cursos optativos teológicos. Ahora venía justo de mi clase, que se llama “Jesucristo en 8 milímetros”, un curso de cristología a partir de películas de Jesús.
Ingeniero Comercial, pero Sacerdote
Un capítulo de mi vida se llama Trascender. Cuando volví de Estados Unidos, tenía ganas de hacer algo con laicos. Me contacté con unos amigos del colegio y empezamos a “cranear” el asunto durante un año. Invitamos a otras personas y le dimos vueltas al tema, hasta que llegamos a la idea de formar una Fundación que se dedique a ofrecer voluntariado profesional a instituciones que trabajan en sectores pobres. Creo que ha sido muy importante esta experiencia para ver la potencia que tienen los laicos, y que sólo basta ayudar a que sea encauzada. Hoy tengo una participación muy mínima en la Fundación, que ha crecido mucho y ya tiene sedes en Santiago y Puerto Montt. Hay mil voluntarios trabajando, ha sido una iniciativa muy bendecida por Dios. Eso de que el Señor multiplica el fruto de nuestras manos yo lo veo patentemente en Trascender.
Yo he dado una pelea para que esto de ser ingeniero comercial, tener un MBA y trabajar en la Universidad no ahogue la vocación sacerdotal. Y no es una pelea conmigo, porque por mí yo sería cura, lo que no significa ser el “cura de mi pueblo”, sino que la dimensión de ministerio sacramental no desaparezca. Por eso una de las cosas más desordenadas que tengo es el tema de los matrimonios. Este año debo tener 35 matrimonios, que significan además 2 o 3 conversas por pareja durante el año, más la mitad que significan bendiciones de argollas. Más los bautismos, las capellanías, los funerales. En eso hay una cuota de desorden, pero es por no querer perder eso porque muchas veces el trabajo en la universidad es más administrativo y de repente queda poco tiempo para ser cura.
Por eso para mí es tan importante transmitirles a mis superiores lo hondo que es para mí el cuento ministerial. Lo bonito es que en la Compañía hay una gran riqueza sacerdotal y muchos otros que entienden su sacerdocio de otras maneras. En mi caso, tiene un buen componente de sacerdocio tradicional, de lo pastoral.
Mi vocación es a ser jesuita también, pero si el día de mañana se extinguiera la Compañía, yo seguiría siendo cura. No me iría a mi casa.
Realmente me creo lo que dice San Ignacio de poner a la criatura con el Creador y que en eso radica la salvación, que para mí es el tema central de nuestra fe. Por salvación yo entiendo la plenitud de ser hombre, de ser mujer. Entonces yo estoy invitado como cura a colaborar a que las personas se salven de llevar una vida que no es digna, mediocre, lejos de Dios. Y para eso tengo muchos instrumentos: los ejercicios espirituales, la acción social, la docencia, lo sacramental. Todo va en la línea de lograr que las personas puedan ser más plenamente lo que Dios soñó para ellas, y que en conjunto podamos avanzar hacia el Reino.
A veces me angustio por la falta de tiempo que tengo, porque en la pastoral universitaria uno fundamentalmente tiene que ser padre para muchos cabros que no tienen padre, que tienen malas de experiencias de paternidad o se sienten solos. Aquí todos me dicen “padre”, medio en broma y medio en serio, y yo les digo “hijos”, medio en broma y medio en serio. Pero hay algo de paternidad espiritual que es súper lindo.
En la Compañía he tenido tiempos de desolación, porque por ejemplo algunos momentos uno siente la necesidad de compañía femenina, o porque la misión que te encomendaron es media frustrante. Pero eso jamás ha llegado a cuestionar mi vocación, y eso se lo agradezco mucho al Señor porque es pura gracia.
Probablemente una de las cosas que más me ha costado vivir es el celibato, que en algunas etapas, más joven, se manifiesta en la necesidad de tener una mujer al lado, y más adelante en el proyecto, la familia, la exclusividad de esa relación. Hay medios que uno puede poner para vivir el celibato, pero también es verdad que esto es, como dice la Congregación General 34, un camino “de cruz y de muerte”. En algunos momentos más oscuro viene la sensación de que ni Dios puede suplir esto, y aquí hay un lugar de muerte. Y lo único que puede hacer es ofrecer esto como una oblación. Y Dios con su gracia resucita esto y lo transforma en servicio, generosidad, disponibilidad. Pero la resurrección no borra las cicatrices. Creo que es bueno que uno acepte eso.
Estoy metido en el tema de la economía porque la Compañía me lo ha pedido. Me encantaría trabajar en proyectos de corte más social, porque eso me mueve más. Pero la Compañía me ha pedido esto porque siempre hemos creído que dialogar con la cultura implica estar en todas las disciplinas y hoy la economía y la empresa tienen un rol muy preponderante en nuestra sociedad. Hay un interés de la Compañía de conocer las lógicas del mundo de la economía y la empresa y de este modo llevar los valores y principios evangélicos de manera no impositiva ni vertical. Aquí mi aporte ha sido consolidar un área ética aplicada a la economía y la empresa, en forma transversal. Yo pongo lo mío, mis estudios de filosofía y teología, compartiendo el lenguaje de la economía. Hago mía esta misión y me esfuerzo harto, pero honestamente, no “me mata”. Eso se vive con cierta dificultad, porque a veces quisiera estar más como cura o en otros proyectos. Pero creo que para nosotros la obediencia tiene mucho sentido. Lo que yo quiero con todo mi corazón es ser lo suficientemente auténtico para siempre decir lo que me gusta y lo que no, y al mismo tiempo ser súper disponible, para que el Provincial con toda libertad pueda disponer de mí. Y si él cree que aquí en la Universidad yo puedo ser un aporte, bienvenido, y aquí estamos. Dios se las arregla y si uno está abierto a su Gracia, te acompaña. Y digo bendito sea el Señor que puedo trabajar. Si son pocas las personas que trabajan en lo que realmente les gusta, y hay en eso algo de solidaridad con lo que es la normalidad de la vida.
Valoro mucho nuestro modo de proceder, el “formateo” ignaciano, como le digo yo. Te da un norte. También como jesuita agradezco conocer tantas personas, tantos lugares, estar metido en tanta cosa distinta, desde una consultoría con un empresario, después estar en la Fundación Trascender, después escuchar a un político interesante en el “martes Bellarmino”, almorzar con una familia sencilla, estar con los chiquillos en trabajos de invierno, casar a una pareja… hay un tema de meterse en las vidas de las personas y de ser testigo de momentos muy claves. Y para qué decir, cuando uno confiesa. La posibilidad de entrar en lo más íntimo del dolor de las personas. ¿Quién tiene esa posibilidad? Eso es un privilegio.