Eugenio Barber SJ y John Henry SJ: Misioneros en Chile
https://www.youtube.com/watch?v=x4M5dL19iqc
Eugenio Barber, SJ.
«Quiero Vivir Como Los Jesuitas”
Vengo los Estados Unidos, del Estado de Pensylvania. Vivía en una ciudad pequeña, de unos 150 mil habitantes, y minera, como Lota en Chile. Había muchos inmigrantes polacos, italianos, irlandeses, lituanos y de otras partes. Todos trabajaban en las minas del carbón.
Viví en una familia muy católica. Mis padres y mi hermana eran muy creyentes. Mi mamá tenía dos hermanos sacerdotes; mi papá trabajaba como voluntario de la parroquia y era muy comprometido.
Mi infancia fue normal. Yo era acólito en la Parroquia. La ciudad era de mucho frío y mucho calor, había mucha nieve en el invierno. Como niño vivía en el trineo, cuesta abajo. Llegaba de clase en la tarde, con dos metros de nieve, y sacaba el trineo. Llegaba de vuelta a las seis de la tarde, muerto de frío.
Me eduqué hasta octavo básico con unas monjitas. En Estados Unidos es muy común que las parroquias tengan una escuela básica para atender a la comunidad del sector. Después entré a la secundaria de los jesuitas. Era un colegio nuevo y muy chico, en mi generación éramos sólo 23 alumnos. Por eso nos conocimos harto y uno estaba metido en todas las actividades: editando un diario, trabajando en la biblioteca, en reuniones de las Comunidades de Vida Cristiana, que eran un poco diferentes en ese tiempo. Aunque no era muy bueno para el deporte, yo era hincha de los equipos de básquetbol. A pesar de que el colegio era chico, siempre tenía un excelente equipo.
Como niño era más bien tímido. Pero llegando a la secundaria empecé a darme cuenta de que tenía capacidad para hacer amigos y además estaba metido en todas las actividades. No iba a almorzar a la casa, me quedaba en el colegio y no volvía hasta como las seis de la tarde. Jugábamos básquetbol en una cancha al aire libre. Entonces nos decían “¿quiere jugar?” “¡Claro, si quiero jugar!” “Muy bien, toma la pala y saca la nieve de la cancha”. Llegaban nuevas personas y decíamos “¿quieres jugar? ¡Trabaja entonces! Limpia la cancha”.
En el colegio conocí a los jesuitas. Tenía más contacto con los Maestrillos, especialmente con uno que tuvo mucha importancia en mi vocación. Cuando él terminó su Magisterio partió a la India a estudiar Teología. Y todavía vive ahí, es un gran misionero que trabajó con los indígenas Ho. Fue el traductor de los libros del Evangelio en su idioma. Nunca más lo pude ver, desde que partió para allá. Porque cuando él va de visita a su casa en Maryland, yo estoy acá. Y cuando yo voy a los Estados Unidos, él está en la India. Así que desde 1949 no nos hemos visto, pero nos carteamos un poco por el computador.
En el verano pasaba dos o tres semanas en la casa de un primo y compañero de curso, en un lago. Ahí andábamos en canoa y bote. Había un grupo de niñas que vivían en la casa del lado. Conversábamos harto, jugábamos básquetbol. A veces nos juntábamos más de 20 personas en la casa, entonces tenía mucho contacto con las tías de él y pude aprender a tener relación con personas de más edad.
Tenía una vida normal, como cualquier adolescente de aquel entonces
Por mi relación cercana con los jesuitas y por la formación católica de mi familia, siempre tuve en mi cabeza la posibilidad de ser sacerdote. Una posibilidad que se fue concretando por este contacto que tenía con los jesuitas. Me visitaban en mi casa, jugábamos naipes, me enseñaron a jugar ajedrez. Solía salir a caminar con ese Maestrillo que fue tan importante en mi vida
Mi vocación fue muy sencilla. Nació de la educación católica que recibí en mi familia, que era de origen irlandés y alemán. Los sacerdotes eran muy importantes en la Iglesia Irlandesa. Nació de un pensamiento tan sencillo como “quiero concretar este deseo de ser sacerdote siendo como estos jesuitas, de quienes he aprendido”.
No era que el camino de san Ignacio fuera lo que me llamara específicamente. De hecho, no tenía mucha idea de cómo era la vida de un jesuita; yo sólo conocía a los que hacían clases. Casi no sabía de espiritualidad ignaciana, porque lo importante para los católicos en ese tiempo en Estados Unidos no era pertenecer a una espiritualidad en especial, sino que establecer su identidad como católicos frente a los protestantes, judíos y los que no compartían la fe católica. El énfasis de nuestra identidad no era tanto como hijos de San Ignacio, sino que como católicos. Era una realidad muy diferente a la de Chile, donde los católicos son mayoría.
Pero iba creciendo en mí la idea de vivir como estos jesuitas con quienes tenía tanto contento. Entonces, en el retiro de cuarto medio tomé la decisión. Me pusieron en contacto con los entrevistadores, y fui aceptado. Terminé cuarto medio en junio, y entré al Noviciado para la fiesta de San Ignacio, en julio, recién cumplidos los dieciocho años. Era muy joven, pero en ese tiempo eso era lo común.
El proceso de postulación fue sencillo. Tenía que conversar con cuatro entrevistadores. Las entrevistas eran simples, con preguntas sobre la familia y el colegio. Algunos de los examinadores me conocían desde antes. Como el colegio era tan chico los jesuitas nos conocían muy bien. Entonces las entrevistas estaban casi de más.
Entré al Noviciado el 30 de julio de 1950. En mi familia estaban felices. Aunque era el único hijo, nunca pusieron problemas y se sentían orgullosos de la decisión que yo había tomado. Mi hermana ya estaba casada y tuvo nueve hijos.
Llegué atemorizado al Noviciado. Era una casa grande, había como 80 novicios, no es como el Noviciado de Melipilla en Santiago. Todo el mundo con sotana en ese tiempo, era un ambiente bastante estricto. Había un Maestro de Novicios para los ochenta, entonces uno conversaba con él como una vez al mes. Y era una conversación cortita. No es como hoy día, en que los novicios cada semana tienen una larga conversación con el maestro. Era otro mundo.
En mi generación entramos 44 compañeros, y yo diría que de ellos, 35 éramos recién salidos de cuarto medio. Perseveramos hasta la ordenación la mitad, más o menos. Muchos salimos de Estados Unidos. Algunos fueron a la India, otros a Japón. Varios vinimos a Chile.
Mi curso del Noviciado era súper bueno para el deporte, siempre teníamos campeonatos de fútbol, básquetbol, béisbol, handball. Eran tiempos sin grandes preocupaciones. Era un ambiente de mucha alegría, de conocernos poco a poco y de ir aprendiendo a rezar. Para lograrlo, los ejercicios espirituales de 30 días que hacemos todos los jesuitas fueron muy importantes.
Toda mi formación (Noviciado, Juniorado, Filosofía y el Magisterio) la tuve en Washington, que corresponde en la Provincia Jesuita de Maryland. Todos los jesuitas que hemos venido de Estados Unidos a trabajar a Chile éramos de esa Provincia.
La vida de los estudiantes jesuitas era en general muy estricta. Uno se levantaba a las cinco y media de la mañana, estaba en la capilla un cuarto para las seis. Todo era reglamentado. De mis años de estudiante, destacaría el contacto con otros jóvenes con los mismos ideales. Conocí mucha gente buena, sencilla. Muchos eran inmigrantes y veníamos de colegios jesuitas que en esos años estaban formados para recibir a los inmigrantes. Los formadores nos proponían grandes ideales y hacíamos muy buenas amistades.
El proceso de formación era bien rígido en ese tiempo: dos años de Noviciado, dos años de estudios humanísticos (Juniorado), tres años de Filosofía, tres años de Magisterio, cuatro de Teología. En el tercer año de Teología nos ordenábamos y terminábamos los estudios siendo sacerdotes. Y luego íbamos directamente a la Tercera Probación. Es decir, pasábamos quince años seguidos en formación.
La Filosofía la hicimos en una universidad jesuita ubicada en pleno centro de una ciudad. Teníamos mucho contacto con estudiantes laicos y creo eso que eso fue importante para nuestra formación. Era bueno ese contacto.
El Magisterio fue un tiempo muy importante para mí. Hice clases de latín y literatura inglesa en un colegio, en el cuarto medio. Tenía 20 horas de clase, además era profesor jefe, y como siempre, después de la clase tenía un montón de actividades. Era asesor de los jóvenes en la Comunidad de Vida Cristiana, asesoraba también al centro de alumnos. Todo esto lo vivía en una gran comunidad jesuita. En ese colegio trabajábamos unos 25 jesuitas, 13 éramos maestrillos. ¡En ese tiempo había tantas vocaciones!
La Teología fue distinta, porque estábamos muy aislados, a treinta kilómetros de la ciudad más cercana. Era una teología muy abstracta y en cuarto año, luchábamos porque la teología que nos enseñaban fuera más pastoral. Eran los tiempos ya del Concilio Vaticano II, así es que buscábamos una teología más concreta, más en contacto con la gente.
Por ejemplo, después de un curso de la Encarnación, uno no quedaba con mucho que predicar a los demás, porque lo que estudiábamos tenía un vocabulario muy filosófico. Nosotros ya estábamos ordenados, entonces luchábamos por tener una teología más aterrizada, más predicable.
Terminando la Teología, en cuarto año, le dije al Provincial que me interesaba venir a Chile. Nos había llegado una carta de él diciendo que nuestra Provincia de Maryland se haría cargo del colegio San Mateo en Osorno. Ese colegio antes estaba a cargo de los padres del Verbo Divino, pero no pudieron seguir trabajando ahí. El Obispo de Osorno, que era ex alumno jesuita, pidió al Provincial chileno que enviara un grupo de jesuitas a hacerse cargo del San Mateo, pero en esa Provincia no había sacerdotes disponibles. Entonces el Obispo fue directamente a Roma, a conversar con los superiores de la Compañía.
A los superiores en Roma pareció buena la idea, porque en mi Provincia había muchas vocaciones y estaban buscando dónde enviar sacerdotes y estudiantes en misión. En ese tiempo éramos como setecientos jesuitas y muchos de ellos salían a otros países, especialmente India y Birmania. Pero en esos lugares ya había demasiada gente trabajando y la invitación a Chile llegó en el momento preciso.
En mi vida también era un momento apropiado y me sentí libre para aceptar la propuesta. Mi papá había fallecido cuando yo estaba en el Juniorado, y mi mamá poco antes de mi ordenación de sacerdote. Mi hermana ya estaba casada.
Además desde niño había tenido la inquietud de ser misionero, con mi primo y compañero, que entró después a los padres de Maryknoll. Desde que era estudiante jesuita yo tenía la idea de trabajar en América Latina, porque me tocó estudiar Teología con compañeros de Ecuador, Brasil, México y Chile. Chilenos como Juan Ochagavía, Renato Poblete, Arturo Gaete, Jaime Guzmán y Agustín Sánchez fueron compañeros nuestros en el teologado.
Terminé mi formación teniendo ya esta inquietud en el corazón. Hice la Tercera Probación en España, con mi pobre castellano en ese tiempo. ¡Apenas me defendía!, balbuceaba.
Después volví a Estados Unidos y estuve un año como profesor en el mismo colegio donde había hecho el Magisterio. En el verano de ese año tuve una experiencia que me preparó mucho para la misión en Chile. Hicimos un curso para niños de origen social más humilde, en su mayoría de raza negra, que habían terminado el sexto básico. Nuestra Provincia en ese tiempo buscaba luchar contra los prejuicios que había en contra de los negros en Estados Unidos. Para eso creamos este programa especial que buscaba darles una mejor formación y prepararlos a entrar a una buena secundaria en Washington. Fueron seis semanas de preparación en matemáticas, inglés, arte, un programa deportivo y cultural que incluía visitas al teatro y las industrias de la ciudad. Pudimos darle atención personal a cada uno.
Un Nuevo País
En ese año ya me habían respondido que podría ir a Chile, pero sin fecha todavía. De repente me llegó la carta del Provincial diciendo “ahora”. Pero yo tenía el compromiso de dirigir ese programa para los niños negros de Washington, entonces al comienzo de noviembre, en el año ’66, llegué a Chile.
Viajé en avión junto a un Maestrillo que iba a hacer su Magisterio en el colegio San Mateo. En ese tiempo no teníamos formación especial en idiomas, así que partí con lo que había aprendido en España y conversando con mis compañeros de Teología.
Los primeros años fueron muy difíciles. Teníamos problemas de disciplina en la sala, el idioma, escribir mis prédicas, un mundo bastante diferente al mundo donde yo me había criado. Fue una experiencia fuerte también de comunidad.
Éramos como trece jesuitas de Maryland trabajando en el colegio San Mateo, todos jóvenes. Eran seis maestrillos, dos hermanos jóvenes, el cura que tenía más edad tenía como 45 años. Éramos puros gringos haciendo clases, no había ningún chileno entre los jesuitas. Recién al segundo año llegó un chileno como Maestrillo. Eso fue importante para tener contacto con la ciudad y el idioma, recién en ese momento comenzamos a hablar castellano en la mesa.
Formamos un equipo de básquetbol y participamos en la liga Osornina, con el Club Español, con el Regimiento, con el Equipo de Río Negro y de Purranque. Un año salimos vicecampeones. En todos los partidos que jugábamos llegaban como 200 niños del colegio para hacernos barra. Éramos buenos en básquetbol. Cuando ya dejamos de jugar como colegio, algunos curas recibieron invitación para jugar en equipos locales.
En Osorno iniciamos un programa de reforzamiento para niños de escasos recursos, parecido al que yo había dirigido en Washington. Se dirigía a niños de octavo que tenían interés en entrar al colegio San Mateo en primero medio.
Junto con el desafío de entregar buena educación, el tema social se fue haciendo cada vez más presente en nuestra comunidad jesuita. Al segundo o tercer año empezamos a vivir en una población, tres jesuitas de la comunidad, para tener más contacto con la gente de pocos recursos y vivir un poco más austeramente. También queríamos participar un poco más en la parroquia. Estábamos en el sector alto de la ciudad. Más adelante muchos de los niños del colegio vendrían desde esas mismas poblaciones. Vivíamos en una pequeña casa pareada que contaba con lo básico. Al igual que todas las familias pobres en el sur de Chile, teníamos una estufa de leña para protegernos del frío tremendo en el invierno.
Si bien no logramos tener un contacto muy estrecho con la gente de la población, porque pasábamos todo el día trabajando en el colegio, fue buena esta primera experiencia de acercamiento a ellos y también nuestro testimonio al vivir en ese lugar.
Esta experiencia duró dos años solamente, porque al otro jesuita que estaba conmigo, John Henry, lo nombraron Jefe de Pastoral en el colegio San Ignacio Alonso Ovalle. Cuando él viajó a Santiago yo volví a vivir en la comunidad del colegio San Mateo.
Desde que llegamos a Osorno el Provincial de Estados Unidos, de quien dependíamos, nos insistía mucho en la formación social de los alumnos del colegio. Para lograr ese objetivo realizábamos trabajos sociales y teníamos contacto con la gente de los campamentos del sector. Eran tiempos muy difíciles en Chile, desde el año ’67 hasta después del golpe de Estado. Había mucha inquietud y conciencia de la necesidad de un cambio. No fue una experiencia fácil. En Osorno, que era una sociedad más bien conservadora con mucha gente de origen alemán, nosotros tratábamos de dar formación social, pero para algunas personas de la ciudad éramos los “curas comunistas”, porque hablábamos de las encíclicas o de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, que fue en 1968.
Para mí era muy importante como persona y jesuita, que los alumnos del colegio salieran con esa inquietud, ese deseo de luchar contra la pobreza, contra la brecha entre ricos y pobres. Pusimos trabajos sociales obligatorios en tercero medio, visitando algún hogar y haciendo catequesis. Creo que fue importante para los alumnos.
Nos dimos cuenta de que era muy difícil hacerles clases de religión en tercero medio. Entonces creamos varios seminarios en grupos de 14 alumnos, y cada seis semanas los grupos rotaban entre los diferentes asesores. Yo daba el seminario sobre Doctrina Social de la Iglesia. Les enseñaba sobre las estructuras injustas, hablábamos de Ghandi, Martin Luther King, las conferencias de Medellín y Puebla. Como los niños estaban haciendo trabajo social, tenían algo que decir, no era solamente escuchar lo que yo les enseñaba. Ellos podían compartir lo que vivían en sus apostolados. Y además esto fue bueno porque me permitió conocer bien a cada niño. Creo que fue algo importante para ellos y para mí.
Estábamos muy concientes de la necesidad de dar a nuestros alumnos una buena formación en las encíclicas, en doctrina social de la Iglesia y también, en tratar de abrir el colegio lo más posible a los niños de pocos recursos.
Sabíamos que esto último era difícil, pero nos pusimos como meta que en el colegio la mitad de los alumnos fueran de pocos recursos. Poco a poco fuimos avanzando. Hasta que años después, con Carlos Hurtado, pusimos el sistema de cuotas diferenciadas y eso hizo que el colegio se abriera mucho más todavía.
El contacto con la gente en los campamentos y con la pobreza fue fuerte para mí al principio. Tenía miedo de tocar esa herida. Pero con el tiempo se iba venciendo. Recuerdo claramente cuando participamos con alumnos del colegio en la creación de un campamento. ¡Un campamento que para la gente en ese entonces significaba un paso hacia arriba! Los niños en el colegio participaron en la construcción de las mediaguas, que no eran ninguna maravilla, pero sí eran buenas para estas familias estaban viviendo como allegados o simplemente en la calle. Después de la construcción, participamos en el traslado de las familias a sus casas nuevas. Recuerdo este día con claridad: Osorno, con su lluvia, su barro, su frío… toda esta gente trasladándose en medio del duro invierno.
La pobreza no era algo completamente nuevo para mí. En Estados Unidos el colegio nuestro estaba metido en un barrio negro, aunque los alumnos no eran mayoritariamente de esa raza. Pero era una pobreza era de otro tipo.
Estuve 16 años en Osorno. Yo era uno de los jesuitas que llevaba más tiempo en el colegio San Mateo y empecé a sentir que era necesario cambiar. Por eso le pedí al Provincial que me enviara a trabajar en otro colegio de los jesuitas.
De La Lluvia Al Desierto
En 1983 partí a Antofagasta, para trabajar en el colegio San Luis. La llegada nuevamente fue difícil. Volví a tener problemas de disciplina, no estaba preparado para eso, me pilló de sorpresa. La comunidad era muy buena, bien acogedora y consoladora.
Las personas me decían “padre, que le debe costar acostumbrarse al clima de acá”. Yo respondía “claro, ¡¡como medio minuto!!”. Es que no se podía comparar con el frío espantoso y la lluvia de Osorno.
Fue un nuevo mundo, de la lluvia al desierto. De nuevo estuve haciendo clases de inglés, de religión y estuve a cargo de la formación social de los alumnos.
La realidad de los alumnos de Antofagasta era diferente a la de Osorno. Acá trabajábamos con niños más pobres, y yo me sentía muy bien acogido, menos con mi curso de primero medio, donde me volvieron loco. Tuve muchos problemas de disciplina: no podía enseñarles nada, simplemente nos chocamos. Pero con los cursos mayores tenía mejor relación.
Retomamos algunas cosas que se habían dejado de lado en ese colegio como las misiones, los trabajos sociales para los terceros medios, campamentos de trabajo para los niños más grandes en el verano. Fue el tiempo del auge de las Comunidades de Vida Cristiana entre los jóvenes de segundo medio y en el colegio de niñas que está enfrente.
Eran años de mucha creatividad, los niños que pasaron por el colegio San Luis en ese tiempo, creo que quedaron marcados. En ese tiempo, por ejemplo, se iniciaron los trabajos de fábrica que se mantienen hasta hoy en los colegios de la Compañía.
El primer año participé en la creación de muchas cosas nuevas. Jorge Elkins estaba en esa comunidad y llegó con la idea de las colonias. Hicimos colonias en septiembre de ese año para probar cómo resultaría, y en verano hicimos las colonias grandes, con unos 120 chicos. Con chiquillos de tercero medio formamos un equipo de tíos y tías para cuidar a los niños. Jorge les dio una excelente formación, con mucha sensibilidad.
Junto con mi trabajo en el colegio, en Antofagasta pude tener relación con la comunidad parroquial en dos sectores. Durante más de un año hice misas en Mejillones: iba los domingos a hacer misa en una comunidad donde había unas monjitas. Fue muy bueno tener esa experiencia pastoral más directa con las personas. Las monjitas eran súper buena gente y conocí a todo el mundo en Mejillones. La ciudad en ese tiempo estaba en muy mala situación económica
También hacía misas dominicales en una población que estaba en las alturas de Antofagasta. Caminando eran como 20 minutos de pura subida, uno llegaba sin respiro. Me decían “¿cómo está padre?” Yo decía “no me hagan ninguna pregunta, no puedo hablar”. Ahí estuve con gente de mucha pobreza.
Además era Capellán del Hogar de Cristo. En ese tiempo no había tantas obras en Antofagasta como tienen ahora, en ese tiempo tenían sólo dos, una guardería infantil y un centro abierto.
Conocí mucha gente muy buena en Antofagasta y a pesar de la mala experiencia con la disciplina me gustó bastante trabajar ahí. Estuve seis años en Antofagasta.En el año ’88 le pedí al Provincial un cambio, pensando que necesitaba salir del trabajo de colegio.Había cumplido 25 años haciendo clases, y pensaba que me haría bien tener un cambio de clima y de trabajo también.
Recién habían fallecido dos jesuitas en Arica: Ignacio Vergara, aunque no estaba en Arica en ese momento, y José Vial, que estaba a cargo de los bailes religiosos y era superior de la comunidad. Entonces había dos vacantes importantes en esa comunidad y me destinaron ahí.
Acompañar al Pueblos de Dios
Cuando llegué a vivir a Arica, la comunidad jesuita vivía dividida en tres casas diferentes, cerca de las parroquias de la Compañía en esa ciudad: San Marcos, Santa Cruz y El Carmen. Teníamos un Superior y nos juntábamos una vez a la semana para hacer reunión y almorzar juntos.
Al comienzo ayudé como Vicario en la Parroquia Santa Cruz. Me parecía que en algún momento me iban a nombrar párroco ahí.Pero después me preguntaron si no me interesaría reemplazar a José Vial como asesor de los Bailes Religiosos.
Yo ya había trabajado algo con la gente de los Bailes Religiosos y me gustaba la idea. Finalmente me nombraron asesor de los Bailes Religiosos en Arica. No me di cuenta en el momento, pero era un trabajo súper grande. Era como aculturarme en otra cultura, que no solamente no es la mía en Chile, sino que dentro de la cultura chilena era como una subcultura, en el buen sentido de la palabra.
El proceso de aculturación fue a golpes, paso a paso. En este momento hay como 115 Bailes en Arica, con los cuales yo me siento de alguna forma relacionado.
Este es un movimiento laico que existe desde el siglo pasado. Los Bailes Religiosos son comunidades cristianas donde grupos de 12 a 50 personas se unen para bailar a la Virgen y al Señor. Su forma de expresar su fe, su oración, es a través de la danza y el canto.
Hay tres grandes Santuarios donde se realizan las fiestas de baile religioso cada año. Los Bailes entonces se organizan en Asociaciones que reúnen a los grupos que van a cada fiesta. En Arica hay cinco Asociaciones de Bailes. Son profundamente marianos: bailan a la Virgen de Carmen de la Tirana, la Virgen del Rosario de Las Peñas, y la Virgen de los Remedios de Timalchaca. Prácticamente todos los Bailes son de cultura Aymara.
Cada Baile tiene su organización, con una directiva de unas cuatro o cinco personas. El Caporal está a cargo de la formación religiosa de los bailarines y de crear las coreografías. El Presidente, organiza al grupo, el Secretario toma acta de las reuniones y el Tesorero está a cargo del dinero. A veces tienen también un Subdirector.
Esa directiva se encarga de organizar los numerosos detalles que es necesario coordinar para que el Baile pueda participar en su fiesta anual. Esto significa preocuparse de los ensayos, la coreografía, los trajes, contratar a una banda para la música y todo lo que implica asistir a la fiesta en el Santuario, que generalmente dura entre tres y ocho días, dependiendo de la festividad: traslado, alojamiento y alimentación. Todo eso es mucho dinero que deben reunir durante el año.
Los viajes a las fiestas son largos, desde Arica hay, por ejemplo, cuatro horas de camino a la Tirana y un largo viaje al Santuario de las Peñas, por el valle de Azapa. Timalchaca está aún más lejos: la micro que los lleva debe permanecer ahí durante los días de la fiesta, y eso supone otro gasto que deben costear los Bailes.
Entre los Bailes se puede encontrar experiencias de fe muy profunda y admirable. Algunos se reúnen casi todo el año, semanalmente, para prepararse para la fiesta de la Tirana. Deben pagar cuotas para juntar el dinero, para lo que hacen bingos, rifas y venta de sopaipillas o empanadas. Uno entra a las casas de la gente del baile y son súper sencillas. Eso indica que hacen cualquier sacrificio para poder participar. Me pregunto a veces si los jóvenes en el futuro tendrán esa disponibilidad de hacer los sacrificios que han hecho sus padres.
Todas las fiestas duran varios días. La Tirana es la más larga: dura ocho días. Algunos bailes se organizan y hacen comedores donde los bailarines toman desayuno, almuerzan, toman té y comen por un precio mucho más bajo que el de cualquier restorán. Duermen en carpas, algunos Bailes arriendan una casa. Las condiciones son duras: hace frío en la noche, escasea el agua, la luz, sólo pueden ir a los baños municipales. Pero las personas no se quejan, esto es parte de su ofrenda a la Virgen con su Hijo.
Cada fiesta tiene su buena cuota de sacrificio, de aguantar el dolor. Pero lo hacen con alegría. Por ejemplo, en el camino a Las Peñas, donde hay que caminar 15 kilómetros. De repente veo a una señora agotada y me digo “no va a llegar al Santuario”. La veo al día siguiente, sentada en la plaza.
Es que ellos no lo viven como un sacrificio, aunque tiene bastante de eso. Les cuesta volver a la ciudad después de la fiesta; la despedida es un momento de mucha tristeza en que dejan este lugar donde lo han pasado bien, se han sentido muy cerca de Dios y de María, donde han vivido una vida de comunidad, compartiendo. Una señora me dijo “padre, yo llego a Las Peñas y estoy feliz, desaparecen todas mis enfermedades”.
Realmente es una experiencia muy fuerte de fe, de sentirse parte de este mundo católico que expresa su fe a través del canto y la danza.
La devoción a María y la tradición familiar tiene mucho que ver en esto. Ellos reciben la devoción a María de sus padres, y la entregan a sus hijos. Pasa de generación en generación.
La experiencia de sus fiestas se vive muchas veces como Semana Santa. Es una experiencia de Dios, de fe, que les fortalece en su vida del año. Eso lo cantan al final, en su despedida: “nos despedimos hoy, con la esperanza de volver el próximo año”.
Y esta fe no la viven sólo los que bailan. A cada Santuario llegan miles de peregrinos que participan de la fiesta sin bailar. Dos mil personas que bailan en Las Peñas, por ejemplo, pero son 40.000 los peregrinos que llegan cada año. A La Tirana llegan 200 mil. Por eso es importante que recordemos que los Bailes no somos dueños de la fiesta y que tomemos nuestra participación con humildad. Tenemos una misión en el Santuario: hacer que la fiesta sea alegre, que la gente esté contenta, tratar de ofrecer una fiesta hermosa a María.
El traje es algo muy importante y respetado. Sólo se puede usar para ceremonias de culto. Ellos entregan este traje hermoso como ofrenda al Señor, a María o algún santo. Lo cuidan con mucho cariño. Al terminar la fiesta se guarda para el próximo año con un beso. Muchos de los trajes son indígenas del oeste de Estados Unidos, por ejemplo los Sioux. Esto se originó a comienzos de siglo, cuando las personas en las oficinas salitreras veían estas películas de western en la matinée del sábado.
Lo que me llama la atención es que ellos siempre se han identificado con los que pierden. No hay ningún Baile de cowboy, sólo indios. También hay Bailes que se visten de gitanos, otros se llaman Los Morenos: se visten de negros, de esclavos.
Como en todos los grupos cristianos, hay una gama de intensidad con que los Bailes viven su experiencia de fe y esto tiene que ver mucho con el compromiso de fe de los Caporales. Cuando el Caporal tiene una vida de fe más profunda, se preocupa mucho de la formación religiosa de los bailarines y el Baile completo está más comprometido.
Entre la gente de los Bailes se forma una unidad de fe, de devoción, de solidaridad. Los velorios de una persona del Baile son enormes, los bailarines están haciendo guardia y todo el Baile se hace presente para participar en los funerales, con sus trajes y la banda. Dan mucha importancia a esa manifestación de solidaridad. Cuando una persona está enferma, todo el Baile se une para ayudar a esa familia que está pasando por una crisis. La fe se concreta para ellos de esa manera.
Las Asociaciones de Bailes son muy estrictas y tienen reglas muy claras. Cada Asociación tiene una Directiva, donde la presencia femenina es muy importante en el último tiempo.
En los Bailes me llaman Asesor, el padre de los Bailes. Soy como el párroco de los Bailes. En vez de tener un área geográfica, tengo un grupo de personas que se reúnen para bailar en una cierta fiesta. Hago lo que hace el párroco: tratamos de hacer formación. Con jornadas de los jóvenes, de los Caporales, de los dirigentes y para otros miembros de los Bailes. Hago preparación de los sacramentos, cada Asociación tiene su misa mensual. Nunca han sido muy “miseros”. Es que en la Pampa, de donde provienen muchos de los Bailes de La Tirana, no había sacerdotes. El cura aparecía de vez en cuando no más. Un obispo de Iquique dijo que la mantención de la fe en el norte de Chile se debe a los bailes religiosos. Pienso que tiene mucha razón.
Mi llegada como Asesor no fue fácil. Empecé con la caminata de Las Peñas, ¡15 kilómetros! En Estados Unidos en general no se hacen procesiones, eso es como excepcional. Y la verdad me costaba harto participar. Pero bueno, la costumbre es que en el Santuario, en la fiesta chica, o a veces cuando el baile está de aniversario, también hace su pequeña procesión. Entonces no puedo decir “no los voy a acompañar”. Tuve que cambiar esa actitud mía, fría frente a una procesión, y tratar de meterme en ese mundo de los bailes. Yo soy más tieso que un palo para bailar, entonces la música, la danza, no eran parte del mundo en el que me tocaba vivir. Tuve que aprender los distintos tipos de bailes, participar en sus reuniones, a veces largas, aburridas. Tratar de estar a su disposición cuando hay un enfermo, un velorio, una procesión, un aniversario, una jornada. A veces me dicen “padre, ¿usted nos puede acompañar en nuestro aniversario? “Claro, ¿cuándo van a comenzar?” “Esta noche”. ¡Yo no puedo creerlo! Es que no llegan con mucha anticipación. A veces por esta razón me ha tocado hacer misas con algunos Bailes a las 10 de la noche, que terminan con la procesión a las 12.
Ha sido un mundo totalmente diferente. En Antofagasta y Mejillones había visto algunos bailes, pero no muy de cerca. Ahora esto se ha convertido en una buena parte de mi vida. Conmigo todos en los Bailes son siempre muy cariñosos y atentos. He tenido algunos conflictos por tratar de intervenir en sus decisiones, especialmente cuando quiero interceder por alguien que no ha cumplido las reglas o cometido algún error. Pero son muy exigentes en el cumplimiento de sus normas y me hacen notar que el movimiento es de los laicos.
En varios momentos de la historia de Chile se ha pensado que los Bailes estaban destinados a morir, pero al contrario, han tenido un crecimiento enorme. Además por mucho tiempo esta expresión ha sido mal mirada y perseguida por la Iglesia. En el siglo XIX, no se podía bailar en el templo, en la procesión ni de noche. Los Bailes eran mirados en menos, marginados. He encontrado documentos que dicen cosas como “Se prohíbe la participación de los Bailes en tal o cual cosa”, “su música es mundana, no vamos a aceptar esa música en la Iglesia”.
Se decía que los Bailes estaban al margen de la Iglesia Católica, que eran supersticiosos, fiesteros, que no saben por qué bailan. Esto fue así hasta las Conferencias Episcopales de Medellín y Puebla. Desde entonces se ha respetado y valorado esta forma de religiosidad y los Bailes comenzaron a tener Asesores.
Quizás por esa historia, hay una especie de subconciencia en la gente del Baile: se sienten mirados en menos, incomprendidos. De hecho todavía en algunas ocasiones la Iglesia no entiende esta expresión de fe.
Pero actualmente en Arica no sucede eso. Las Parroquias han abierto sus puertas para que se pueda bailar en los templos. Cada Asociación tiene su “fiesta chica” en la ciudad, después de la fiesta en su respectivo Santuario. Por ejemplo, la “fiesta chica” de la Tirana es en la Parroquia El Carmen, que es de los jesuitas. En otra parroquia jesuita, La Santa Cruz, se hacen las fiestas chicas de cuatro Asociaciones. Todos los últimos párrocos han recibido con los brazos abiertos a los Bailes.
Lo que no significa que no haya roces de vez en cuando entre la comunidad de la Parroquia y los bailes. A veces hay problemas dolorosos. Hay envidias, faltas y errores, como en cualquier grupo humano. Así somos, es la humanidad. Algunas veces me metí mucho en sus conflictos, pero me he dado cuenta de que no conduce a nada y es algo que me desgasta mucho.
Esto ha sido un trabajo muy importante para mí. Estamos hablando de miles de personas, diez mil quizás. En su mayoría gente sencilla, que hacen cualquier sacrificio para bailar. Tantas veces en todas partes les dicen no. Entonces, que yo pueda decir sí es importante para ellos, para mi, para la Iglesia. En cierto sentido yo soy para ellos el rostro de la Iglesia Jerárquica. No porque sea Obispo, sino que por ser Asesor de los Bailes. Y tratar de ser comprensivo, servir, entender, aceptar, acompañar, Creo que ha sido muy importante para mí, para ellos y también para la Iglesia.
Por otro lado, para mi una ha sido experiencia de encarnación, de meterse en un mundo que no es el de uno, y tratar de vivir esa experiencia lo mejor que pueda.
Si hubiera tenido menos edad cuando me nombraron Asesor de los Bailes, me hubiera metido en alguno de ellos. Hubiera sido mejor vivir la experiencia por dentro, compartir con ellos las fiestas, dormir en sus carpas, ir juntos a buscar el agua.
Ya llevo 18 años trabajando con los Bailes. Han sido experiencias muy hermosas, abrumadoras. La primera vez que fui a la Tirana, pensé que necesitaría seis meses para absorber todo lo vivido. Mucha amistad, cercanía, compartir. Entrar a un mundo nuevo y conocer mucha, mucha, gente buena. Que son una parte importante de la Iglesia, y son parte de la humanidad, con sus fallas y virtudes.
Creo que ya voy a tener que dejar este servicio, debido a mi edad. Antes podía visitar más los ensayos, acompañaba más, pero ya no tengo energía para hacer tanto. Hay harta juventud en los bailes, jóvenes que les cuesta llegar a las parroquias, pero llegan a los bailes. No puedo trabajar con jóvenes ahora.
Ser jesuita significa una vida de entrega y servicio al pueblo de Dios. Compartir un poco el dolor, la soledad, la pena del pueblo y también sus alegrías, sus fiestas, sus amistades. Significa trabajar pastoralmente con mucha libertad. Tanto en el colegio como en los Bailes he tenido la posibilidad de ser creativo, inventar cosas nuevas o reconocer el valor de cosas nuevas que llegan de los demás, porque muchas cosas bonitas que hemos hecho en los Bailes han salido del mismo Baile. Por ejemplo, hacer un día del bailarín, preparar a quienes bailarán por primera vez, hacer una misa mensual y confesiones antes de subir al Santuario. Solamente se necesita la capacidad para reconocer la validez de una sugerencia que surge de las bases. Significa poner al pueblo de Dios en contacto con el Padre Dios, ayudarle a reconocer el rostro de Dios como compasivo y misericordioso, ofrecer algo de esperanza quizás. Esa frase que usan los del MEJ, “vivir al estilo de Jesús”.
Ser jesuita también es la posibilidad de vivir una vocación a concho, una vida de servicio, de cercanía, con mucha libertad, de encontrar la realización de uno sobre la marcha. Uno entra a la Compañía, creo, buscando su propia realización, pero como una consecuencia quizás de servir a los demás. Sentirse parte del pueblo, no superior, no para imponer. Para acompañar la peregrinación del pueblo de Dios.
John Henry, SJ.
Deportes Y Música
Vengo de Maryland, Estados Unidos. Mi familia vivía en New Jersey, cerca de New York. Mi padre era alemán y mi mamá irlandesa. Se conocieron en la parroquia haciendo una opereta, un tipo de show musical donde mi mamá cantaba y mi papá tocaba el piano. Así comenzó mi familia y se mantuvo siempre muy cercana a la Iglesia. Mis hermanos y yo participábamos en las actividades de la parroquia.
Mi papá murió muy joven, cuando mis cinco hermanos y yo teníamos entre tres y trece años. Mi mamá quedó sola a cargo de nosotros, fue algo muy difícil. Ella era muy fuerte y activa, pero no podía ni pensar en volver a casarse con seis niños a su cargo, creo que era imposible. Participaba algo en política y mucho en la Iglesia, iba a misa diariamente.
En mi familia todos éramos buenos para la música y el deporte. Mis tres hermanos mayores tocaban saxo, y mis dos hermanas piano, entonces yo también en el colegio empecé a tocar el saxo. Yo era el menor de los cuatro hermanos y ellos eran como dioses para mí.
Tuvimos una vida familiar excelente, con momentos difíciles y problemas de salud como cada familia, pero muy buena. Vivimos con mucha sencillez, porque no había mucho dinero en la casa, sin el papá. Un abuelo nos ayudaba.
Nosotros éramos gente humilde, no pobres, pero de clase media. Todos fuimos formados para ser profesores, porque no teníamos plata para llegar a ser abogados o arquitectos.
Hace poco estuve en Estados Unidos. Me encontré con un amigo de la infancia que me dijo “John, tu familia eran perdedores”, porque encontraba que ser profesores era poca cosa. Y después me dijo “pero ahora veo que son ganadores”. Claro, ninguno de nosotros llegó a tener mucha plata. Pero tenemos una buena vida familiar y seguimos muy unidos. Dos de mis hermanos ya están en el cielo, y los que quedan tienen una linda vida familiar con sus hijos, tengo muchos sobrinos y sobrinas. Cada uno está contento con su vida, todos trabajando como profesores.
Fui a al colegio de unas religiosas. Mi vida en el colegio fue con muchos deportes y música. Era bastante popular porque era bueno en el deporte. Tenía muchas amistades. A mediodía jugábamos handball con mis compañeros. Teníamos una hora para almorzar, comíamos un sándwich con mantequilla de maní o mermelada, todos los días la misma cosa, y jugábamos una media hora de deportes tipo béisbol. Después a clases nuevamente.
Participaba en los bailes de la secundaria, pero no era fanático. Mis intereses estaban mucho más centrados en los deportes que en las fiestas.
Era bastante inquieto. Fui presidente de curso y con varios de mis amigos participaba en actividades de la parroquia: fui acólito y estaba en el equipo de básquetbol. Muchas veces iba a la misa de las seis de la mañana, tenía que levantarme temprano para prepararla.
Diría que el tiempo del colegio fue muy agradable, tuve la vida de cualquier muchacho común y corriente.
Como era el menor, cuando yo era un chiquillo mis hermanos ya estaban en la universidad, que era de la Compañía. En ese momento tuve el primer contacto con los jesuitas y me di cuenta de que estaban muy cerca de la gente. Iba a ver a mis hermanos a los partidos de básquetbol y atletismo, también a los bailes, cuando ellos tocaban en las fiestas. En todas esas actividades, siempre estaban los jesuitas. Conversaban conmigo y verlos a ellos fue una verdadera atracción.
Era muy común que al salir del colegio uno trabajara en el verano, antes de entrar en la universidad. Una monja del colegio me consiguió un trabajo en el Chase BankNueva York, uno de bancos más grandes del mundo en esa época. Trabajaba como junior, haciendo trámites para el Presidente y el Vicepresidente del Banco.
Pero en vez de quedarme uno o dos meses trabajando en el verano, yo me quedé todo el año porque todavía era muy joven. Es que había salido del colegio a los 16 años, porque en primero básico me tocó con una monja que también había sido profesora de mi papá. Ella pensó que yo era tan inteligente como mi padre y me hizo saltar un curso.
Mi nombre es bastante común, entre los negros especialmente. Es como Juan Pérez en castellano. Entonces, trabajando en ese banco, el Presidente tenía un cheque para entregar al cajero en el primer piso. El cajero me dijo “firma el cheque”. Yo puse “John Henry”. Y el cajero me reclamaba, “¡pon tu firma!”, yo trataba de explicarle que ése era mi nombre, pero no me creía.
A propósito de lo común que es mi nombre tengo varias anécdotas. Había un caballo que corría en las carreras de apuestas y ganaba mucha plata. Por supuesto, se llamaba John Henry. Cuando ya estaba en Chile, mis amigos me mandaron por correo recortes de los diarios que titulaban “se jubila John Henry, el millonario”. Fue muy divertido.
Creo que al salir del colegio ya sentía la vocación sacerdotal, pero en ese momento faltó alguien me apoyara para decidir mi vocación. El tema siempre estuvo presente, pero yo no me decidía, cuando la idea pasaba por mi cabeza me decía “mañana, mañana”. Bueno, era muy joven y además estábamos en el tiempo de la II Guerra Mundial.
Dos de mis tres hermanos se fueron al Ejército y uno a la Marina. Partieron en 1941, dos fueron destinados a Europa y otro estaba en el Pacífico, su misión era invadir las islas. Fueron tiempos muy difíciles, mirando a mi mamá llorar, especialmente cuando se fue el tercero. No teníamos muchas noticias. Además en dos años después yo entré al Noviciado, creo que debe haber sido muy duro para mi madre. Pero mis hermanos llegaron bien de vuelta, gracias a Dios.
Al terminar mi trabajo en el banco fui a la Universidad de Saint Peter, en Nueva York. La misma donde habían estudiado mis hermanos. Me tocó concentrarme más en los estudios, porque esta universidad era de los jesuitas. La mayoría de los alumnos venían de colegios secundarios de los jesuitas. Y yo, pobre, venía de un colegio de religiosas, muy buena gente pero con poco estudio, entonces la diferencia era grande. Ellos sabían mucho latín, griego, y yo ¡nada! Pero tuve muy buenos compañeros, y de mi curso en la universidad entramos cuatro en la Compañía. Primero se estudiaba un bachiller, en arte o ciencias, dependiendo de la carrera que uno fuera a estudiar después. Yo entré al de arte, que era el de estudios humanísticos. Además del curso de latín, tenía un ramo que era escribir en latin, latin composition. Yo fracasé en ese curso, por ser poco inteligente en comparación con los alumnos de colegios de jesuitas.
Entonces, como cuando entré a la Compañía y me enviaron al Noviciado de la Provincia de Maryland a pesar de que me correspondía el de Nueva York, yo siempre digo en broma: “porque fracasé en este ramo, no me aceptaron con los brillantes de Nueva York y me mandaron a Maryland, donde la gente es más amable”.
De todos modos seguía siendo muy activo en lo deportivo y lo religioso, pero mis actividades no se concentraban en la universidad porque estaba lejos, como desde Maipú hasta Las Condes por ejemplo. Entonces si bien en la universidad tenía más estudios, mis actividades estaban en la parroquia. Pero tampoco mucha cosa, era el tiempo de la guerra, entonces no había muchas actividades.
En la universidad eran muy atrayentes los jesuitas. El Decano de la Universidad era muy joven, también había Maestrillos. Mis hermanos siempre me habían hablado de los Maestrillos y el Decano, y desde entonces quise seguir ese camino. Siempre tuve la vocación. Pienso que la vocación fue un regalo a mi madre. Cuando yo ya era sacerdote, ella me decía que a mi y a mi hermana menor, que es religiosa de la Orden de Maryknoll, nos sentía mucho más cerca que a nuestros hermanos mayores. A pesar de que estábamos lejos, yo en Chile y mi hermana en Filipinas.
Finalmente, puede ser la guerra que me haya impulsado a postular a la Compañía. Mis tres hermanos habían ido, entonces iba a tocarme a mi, pronto. Entonces fuimos con uno de mis hermanos a hablar con los jesuitas de la universidad y comencé los trámites para postular. No había muchos trámites tampoco, era cuestión de conversar con tres jesuitas, ver al médico y al dentista, y chao, al Noviciado.
Estudiante “a la Antigua”
En ese tiempo había un montón de vocaciones. Ese año entraron como sesenta jóvenes conmigo al Noviciado. Varios salieron, por supuesto. Pero seguíamos siendo muchos en el momento de la ordenación.
El Noviciado fue un poco difícil. Yo estaba conciente de que era un tiempo de prueba, no es el paraíso el noviciado. Solamente una vez por semana jugábamos básquetbol o béisbol, el resto del tiempo trabajábamos, estudiábamos, rezábamos. Es un tiempo tranquilo pero difícil. Fueron años para conocer a la Compañía y los Ejercicios Espirituales en el Mes de Ejercicios.
La formación de los jesuitas era muy estructurada. Después del Noviciado venía el Juniorado, los estudios humanísticos. Luego la Filosofía, el Magisterio, la Teología, la Ordenación. Después partíamos a continuar estudiando en la Tercera Probación.
Estuve muy poco con mi familia en los años de formación. Al principio sólo pude ir a visitarlos una vez, cuando ya estaba en el Juniorado y llevaba tres años en la Compañía. ¡Y fui solo por un día! Después, cuando partí a la Filosofía, me tocaba ir a Nueva York y pude encontrarme en la estación de trenes con mi familia que llegó a saludarme. Y estando allá, nos dieron permiso para ir hasta la mitad de camino hacia nuestra casa por un día. La familia tenía que llegar a ese lugar, para almorzar con nosotros. En Magisterio y Teología rara vez estuve con mi familia, ni siquiera pude ir a los votos de mi hermana que es religiosa. Tampoco pude ir a los matrimonios de mi hermano. Así era la vida de los jesuitas en ese tiempo, hoy es muy diferente. Pero éramos felices, igual.
Luego de lo difícil que fue el Noviciado, el Juniorado fue muy interesante y con algo más de libertad, aunque igual casi nunca salíamos de la casa. Sólo el domingo cuando íbamos a hacer catequesis en el pueblo.
En el juniorado presentábamos obras teatrales. Estudiábamos los clásicos, además del inglés y el latín. Cada mes teníamos algo de oratoria u obras teatrales.
Los deportes y la música siguieron presentes durante toda la formación. Esta fue una etapa muy entretenida en mi vida, donde tuve compañeros de diferentes lugares y se creó un ambiente de hermanos, muy rico. Jugábamos básquetbol y fútbol en equipos, por ejemplo, los teólogos contra los filósofos.
Luego vino la Filosofía. En ese tiempo teníamos que pensar en qué nos íbamos a especializar. Yo quería aprender un poco de química, para ser profesor de ese ramo en los colegios. Pero después de un año no había profesor, así que estudié filosofía. Saqué un master en Filosofía, en Boston. Allá empezamos a jugar golf, porque alrededor del Filosofado había una cancha. En Arica pude jugar una sola vez, en una cancha de arena, en el desierto.
Después venía el Magisterio, durante el cual los estudiantes jesuitas trabajamos en una parroquia o colegio. Me tocó en una secundaria en Baltimore, donde fui profesor de matemáticas y de inglés. Me gustó compartir con los alumnos. Los jesuitas me ayudaron mucho a mí en mi vocación, así que yo también quise participar con los alumnos. Participaba en los deportes y acompañaba a las Comunidades de Vida Cristiana, además de hacer clases.
Durante mis años de formación estuve siempre muy contento, nunca tuve dudas de mi vocación. Yo era un tipo tranquilo, quería ser jesuita, y también creo que he tenido la Gracia de Dios. Habría que preguntarle a Dios por qué me llamó a mí, pero sentía que esa era mi vocación, nunca pensé en casarme, ni ser médico o abogado.
Llegó la etapa de la Teología. Estudiábamos en el Seminario de Woodstock, que quedaba lejos de la ciudad de Nueva York, en el campo. En ese momento tuve mi primer encuentro con Chile, a través de los chilenos que fueron mis compañeros. Renato Poblete fue uno de ellos, él se ordenó conmigo.
En esa época la ordenación sacerdotal se hacía durante el tercer año de Teología. Fue un momento muy importante para mí. Vino mi familia completa a la ceremonia, excepto mi hermana monja, que estaba en las Filipinas. Eran tres días: el primer día nos ordenábamos como Sub Diáconos, al segundo día Diáconos, y al tercero como Sacerdotes.
Recuerdo que dos semanas antes de la ordenación nos preparaban tomando un poco de vino antes del desayuno, para prepararnos para la misa. La idea era que cuando tuviéramos que empezar a celebrar la misa temprano en la mañana, no nos enfermáramos por tomar vino antes del desayuno. Además estuvimos en grupos con profesores para prepararnos para el sacramento de la confesión. Estudiábamos moral y cómo contestar las preguntas en el sacramento de la confesión. Fue un verano muy interesante tomando casos, algunos reales y otros nada que ver, para aprender a ser confesores. También nos unimos en grupos para aprender a hacer la misa, porque en ese tiempo era muy formal. Las manos se ponían así no más, no allá, hincarse por aquí, por allá, no era tan fácil como hoy día, que es más informal la misa.
Después de la ceremonia de ordenación nos mandaron a nuestras Parroquias, para celebrar la primera misa solemne. Eso para mí fue muy especial, porque en la ordenación pudo estar sólo la familia, debido a que el Teologado estaba como a 5 o 6 horas de mi ciudad natal. La primera misa fue impresionante porque estaban muchos amigos y familiares.
Luego volvimos a Woodstock, para terminar la Teología. Y al terminar, de inmediato había que seguir estudiando: partí a Georgetown para hacer la Tercera Probación. Era un lugar muy frío, con mucha nieve. En ese año nos mandaron durante un mes a trabajar en un hospital, y un mes a trabajos pastorales. El resto del tiempo estuvimos encerrados, igual que en casi los 13 años de formación anteriores, tratando de rezar más y estudiar un poco.
Durante el mes de Hospital fui capellán en una maternidad. Un día entré y las mujeres estaban hablando sobre los futuros nombres para sus hijos. Escuché que una señora dijo “¿por qué no le pones a tu hijo John Henry?” Y la señora respondió “no, demasiado común”. Las anécdotas sobre mi nombre siguieron hasta que llegué a Chile.
Al terminar la Tercera Probación tuve mi primer trabajo en la Compañía. Mi primer destino como sacerdote fue ser Prefecto de Disciplina del colegio jesuita Saint Joseph en Filadelphia. Era un colegio grande: solamente en enseñanza media había 1000 alumnos, y yo tenía que mantener la disciplina de todos ellos. Además era Director de Deportes. El colegio era famoso en deportes, eran campeones en fútbol y en otros deportes.
Recuerdo que mis mejores amigos eran los jóvenes “malos” del colegio, porque era con los que más compartía. Estuve dos años trabajando en ese colegio.
Próximo Destino: Chile
Siempre mi vocación estuvo marcada por la idea misionera, igual que la de mi hermana que es religiosa. Además, en la Compañía fuimos formados para ir a las misiones. Por eso, cuando llegó la propuesta del Provincial para ir a Chile sentí un llamado. La carta del Provincial nos proponía un desafío bastante radical: pedía voluntarios dispuestos a irse para toda la vida. El trabajo era hacerse cargo del colegio San Mateo, en Osorno, ciudad donde no había presencia de los jesuitas en ese tiempo. Hablé con un jesuita amigo y finalmente me ofrecí. Postulamos veinte, tuvimos que rendir algunos exámenes en la Universidad Georgetown, y después de eso seleccionaron a trece.
Seis de ellos fuimos enviados a estudiar español durante seis semanas. Estábamos en eso, y cuando llevaba cuatro semanas me llamó el Provincial. “Vas a ser el Superior de la comunidad en Chile”, me dijo. Me dejó helado, pero acepté, sin saber con claridad lo que implicaba esta tarea. Yo no era el más viejo de los que partíamos, me parecía natural que otro que era mayor que yo fuera el Superior. Entonces fue sorprendente para mí, cuando me llaman de mi curso de castellano en Georgetown y me dicen “tú vas a ser Superior y debes partir inmediatamente a Chile. Tenía preparado con otros compañeros dar una vuelta por Estados Unidos y Canadá antes de decir adiós a Estados Unidos.
La partida fue un momento difícil, pero tengo que reconocer que fue tuve la gracia de Dios, al salir de Nueva York. Estaba toda mi familia, mis hermanos y el Provincial en el aeropuerto. Con lágrimas, por supuesto, al tomar el avión para Chile, para toda la vida. Pero no fue tan difícil porque ya había tomado esta decisión para toda la vida, y punto.
Yo creo que es la gracia de Dios, si Él nos llama, quiere algo de nosotros, Él nos da la gracia. No va a poner en nosotros un deseo si no nos va a acompañar.
Llegué a este país sin saber mucho más de lo que Renato Poblete me contaba cuando estudiábamos juntos. Por supuesto el idioma fue muy difícil. Enseñar en castellano no era tan difícil, porque manejábamos el diálogo. Pero alrededor de la mesa, cuando salíamos a comer con la gente de Osorno, entender lo que pasaba era otro cuento, muy difícil. Igual de repente eso nos pasa hasta hoy día.
También fue difícil instalarnos aquí en un primer momento, tuvimos problemas con el Obispo de Osorno, Monseñor Valdés, un santo hombre y muy amigo mío. Después de una semana en que con otro jesuita estuvimos haciendo contactos con monseñor Valdés, este jesuita me dice “no va a resultar”. Yo le dije “soy el Rector y el Superior, vamos a arreglar las cosas”. Y finalmente superamos el problema. Pero fue complicado, me enfermé un poquito de la guata, me dio chilitis, es algo que nos pasa a los gringos cuando viajamos a este país.
Los primeros años fueron una experiencia fuerte de vida comunitaria. Con muchos sacrificios, el frío, la lluvia de Osorno. ¡La única salvación fue la frazada eléctrica! Conocer a la gente, a los alumnos, fue una experiencia inolvidable.
En el primer año dos se enfermaron de hepatitis. Uno no fue grave, pero el otro tuvo que estar como un mes en cama. Todos decían “lo bueno es que en el sur de Chile no tiembla”. Y cuando mi compañero estaba enfermo, en cama, vino el terremoto de Valdivia. Fue algo horroroso. Dos de nosotros (el enfermo y uno que lo cuidaba) partieron al hospital, dos fuimos al colegio para ver los daños. Y uno no estaba en la casa, estaba en Puyehue, con una familia. No pudo volver hasta el día siguiente.
No sabíamos lo que era un temblor. De hecho, no sentíamos los temblores chicos que hubo antes, aunque tampoco hubo muchos. El día anterior al terremoto, sentimos un golpe a las seis de la mañana, nada más. Al día siguiente, a las 3:15, un día domingo, fue a todo full el terremoto. La casa era de madera, pensábamos que nos iba a caer encima, me gritaban “John, ¡absolución general!”. Cayeron los muros de la casa, no podíamos salir. Luego pasamos muchos días sin agua ni luz, en medio de los temblores que seguían, aunque cada vez menos fuertes. La segunda noche dijimos “vamos a ver si podemos entrar en el comedor”. Sacamos las velas del altar y había unas seis velas en la mesa. Vino un temblor y nos fuimos, con todo el peligro de un incendio, pero nosotros nos fuimos no más, estábamos aterrados.
Fue una experiencia excelente la de Osorno, tengo muy buenos recuerdos. La relación comunitaria y con los alumnos era muy buena. Nos preocupamos de mejorar el colegio en lo académico y también en la formación pastoral y social. Luego de algunos años, vimos la necesidad de formarnos un poco más para cumplir mejor esta tarea.
Nos habían enviado a este país pobre, a enseñar Doctrina Social de la Iglesia. Y en nuestra formación nunca habíamos tenido algún curso sobre eso. Entonces me fui a Ilades para estudiar. De repente los jesuitas pueden hacer cualquier cosa. Trabajar en Chile y hacer un colegio sin conocer el idioma, por ejemplo. Somos poderosos, podemos hacer cualquier cosa, pero con mucho sacrificio.
El tiempo en Ilades también fue excelente. Éramos unos 30, de toda América Latina y un norteamericano. Fue una buena experiencia de estudio: economía, teología, sociología, sindicalismo, documentos de los Papas. Toda la Doctrina Social de la Iglesia. Conocer la realidad de la gente fue impresionante.
Volví a Osorno, y junto a Gene Barber nos fuimos a vivir a una población. Estuvimos dos años ahí, trabajando en lo social. Formamos comunidades en la población. Si bien siempre habíamos visitado a la gente más pobre, porque muchos de nuestros alumnos eran becados, es diferente vivir con ellos. Al mismo tiempo seguía trabajando en el colegio. Comencé a dar un curso de Doctrina Social de la Iglesia que se llamaba Sociología, en tercero medio.
En la historia de la comunidad jesuita de San Mateo, la presencia de los norteamericanos de Maryland fue importante. En un momento llegamos a ser doce jesuitas trabajando ahí. Unos 50 jesuitas de esa Provincia han pasado por Chile. Hoy día eso se convirtió en un beneficio para la Provincia de Maryland, porque los que han regresado allá conocen el castellano y están trabajando en parroquias con mexicanos y puertorriqueños.
Después de 10 años en Osorno me destinaron al colegio San Ignacio Alonso Ovalle, para trabajar como Director de Pastoral Social. Creo que ese no era un puesto para un gringo, no fue muy fácil trabajar en eso para mí. Además era un tiempo difícil en Chile, los años 70 y 71, muchas veces no sabíamos qué hacer en la clase de religión. Había mucho cuestionamiento en la Iglesia.
Un grupo de nosotros estudiamos en ese tiempo un libro de Gustavo Gutiérrez sobre la Teología de la Liberación. Me di cuenta de que entendía poco de lo que hablaba Gutiérrez sobre la Biblia, así que pedí que me dieran permiso para ir durante un año a Estados Unidos, a estudiar Biblia.
Volví al Teologado de Woodstock, que ahora se había cambiado desde el campo a la ciudad. Fue un cambio maravilloso estar un año allá, estudiando Teología, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. Esos estudios me han servido mucho en el trabajo de formación de laicos al que me he dedicado los últimos 20 años.
Ese año, 1972, tuve una experiencia muy enriquecedora. Puede hacer un largo viaje de un mes, por casi todo el mundo. Estuve en Roma, Jerusalén, la India, Tailandia, Filipinas, Hong Kong, Japón y Nueva York. La intención era ver a mi hermana en Filipinas, pero pude pasar por varias otras ciudades y conocer gran parte del mundo. Pienso que ser jesuita es una gran riqueza. ¿De qué otro modo yo habría conocido el mundo?
En ese momento ya tenía cincuenta años y pensé que era demasiado viejo para trabajar en colegios. Preparándome para mi regreso a Chile, le mandé una carta a Juan Ochagavía (el Provincial en ese tiempo) preguntándole qué otras posibilidades de trabajos pastorales podía tener.
Entonces, el Provincial de Maryland me pidió que me quedara como párroco en Baltimore, una iglesia parecida al templo de San Ignacio en Santiago. Pero el colegio de al lado de la iglesia estaba vacío, porque los niños se habían trasladado a una construcción nueva. Como la iglesia estaba en pleno centro, muy poca gente participaba. El Provincial me pidió que me hiciera cargo.
El edificio del colegio estaba en venta. Entonces me quedaban dos opciones: o salvaba la parroquia, o simplemente la vendía junto con el resto del colegio. Era un gran desafío. Justo en ese tiempo se incendió un teatro cercano. Buscando un nuevo lugar sus dueños fueron a ver el teatro del colegio y quedaron fascinados. Les vendimos un pedazo del edificio y el teatro. Ellos remodelaron todo, hicieron un teatro muy moderno. En la parte del colegio que nos quedó hicimos un centro de arte para los jesuitas. Hoy día hay mucha actividad y gente trabajando en esa parroquia en Baltimore.
Sin embargo los años como párroco ahí fueron difíciles. Había gente buena, pero era muy poca. Tampoco tuve una buena experiencia comunitaria ahí, algunos tenían problemas y había algunos roces que no hacían fácil la convivencia. Era una diferencia muy grande con la comunidad que habíamos tenido en Osorno.
Cuando llevaba dos años en esa parroquia pedí permiso para regresar a Chile, pero no me dejaron. Finalmente a los cuatro años pude volver.
Llegué de vuelta a Chile en 1978, destinado a Arica. Empecé a dar cursos bíblicos en varias parroquias de Arica. También le ayudaba a Juan Valdés como profesor en la Universidad, y después me contrataron como profesor de ética de negocios. Durante catorce años fui profesor de ética, primero en una sede de la Universidad del Norte y después en la Universidad de Tarapacá, como profesor de ética.
Después fundé el Centro Ignaciano. La idea surgió hace 25 años con un grupo de laicos que participaban en los cursillos de cristiandad. Formamos una escuela de dirigentes, y después seguimos como Escuela de Fe. Han venido todos los “grandes” de Santiago como Tony Mifsud, Santiago Marshall, Ignacio Vergara, Héctor Mercieca, Alfonso Vergara, Fernando Montes y otros a dar cursos.
Después de un tiempo funcionando en parroquias e iglesias, vimos que para cumplir mejor con el llamado de los obispos latinoamericanos a mejorar la formación, era necesario instalarnos en una casa. Buscamos un terreno al lado de la Parroquia de la Santa Cruz y construimos el Centro Ignaciano, con financiamiento de la Provincia de Maryland, que ha apoyado muchas obras de la Compañía en Chile.
Comenzamos a dar retiros populares y talleres bíblicos. A nuestras actividades no viene sólo gente de las parroquias, sino que también vienen muchas personas de la ciudad. El énfasis está en formar laicos para dar los retiros.
Desde 1992 hasta el 2006 fui Director del Centro Ignaciano. El 2007 pasé a ser Subdirector, porque ya tengo mis años y no puedo trabajar tanto.
Además de eso he tenido muchas actividades en Arica. Durante dos años fui también Capellán del Hogar de Cristo. Ahora sigo yendo a ver a los viejos para acompañarlos.
Había una casa de retiros en Azapa, igual que muchas casas de Arica, era de cholguán… yo a esta ciudad le digo cholguán city. Cuando cumplí 50 años de sacerdocio, conseguí donaciones entre mis amigos y familia en Estados Unidos, y así pudimos construir 10 piezas de material sólido, con baños. Esto fue muy importante. Muchas de las personas que van a nuestros retiros son pobres: ellos merecen tener un lugar agradable para pasar un fin de semana con Dios.
Este año también viajé a Estados Unidos y pude traer más dinero para construir otras 10 piezas. Predicando conseguí plata hasta en las parroquias de los mexicanos, donde el párroco me había dicho que no iba a conseguir nada. Pero contándoles sobre la realidad de las personas en Chile se convencieron. Les conté la historia, por ejemplo, de la pobre mujer en Arica, que está siempre sola con sus niños porque el marido sale a trabajar en la minería, y que merece un fin de semana para descansar, rezar, meditar, hacer silencio, tener una pieza buena y comer bien. Me encontré con gente generosa.
En la actualidad mi trabajo está centrado en dar un curso de formación de la Diócesis de Arica, escribir una columna en el diario La Estrella de Arica todos los sábados (trabajo que hago hace 15 años) y dar retiros.
Me gusta enseñar. Tienes que prepararlo, buscar documentos, pero me gusta. Ahora estoy dando un curso de formación para los Agentes Pastorales. Comenzamos el año pasado con un grupo de más de 100 personas. Les dimos un semestre de Cristología, uno de Biblia. Ahora estamos en un semestre de Iglesia.
Yo creo que fui llamado y sentí el deseo de ser sacerdote. Cuando ya era sacerdote, sentí el deseo de ser misionero. Eso habla de Dios. Creo que fue un regalo para mi mamá, una mujer tan de la Iglesia, tener un hijo sacerdote y una hija monja fue para ella algo muy especial.
Estoy contento, creo que Dios está contento conmigo también. Tengo 83 años, pero doy gracias a Dios que todavía puedo hacer muchas cosas.
Le doy gracias a Dios, y después a la Compañía, por aceptarme y formarme y darme la oportunidad de llegar a otro país, aprender otro idioma, conocer más gente. Es una experiencia muy rica.