Gabriel Roblero SJ: Éste es un camino que se regala a otros
El sello Ignaciano en el Alma
Nací el de 7 de diciembre de 1973. Soy el menor de cinco hermanos. Mi hermana mayor, Verónica, tiene 13 años más que yo y tengo 8 años de diferencia con la que viene antes que yo. Fui el regalón de la casa.
Tengo recuerdos de una vida muy feliz. En el momento en que yo entré a kinder en el colegio San Ignacio El Bosque, en 1979, mi hermano ya estaba en II° medio. Mi familia estuvo siempre muy ligada a ese colegio y cuando yo entré, mis papás formaron una comunidad de apoderados que sigue hasta hoy.
Mis hermanos son muy cercanos en edad entre ellos. Vivieron juntos la etapa de formación y estudios. Fueron un referente importante para mí, tanto como mis papás. Mirándolos a ellos pude aprender en todos los ámbitos de la vida. De su ejemplo aprendí a ser amigo, a pedir consejos, a decidir, a vivir en comunidad de CVX, a estudiar. Aprendí de sus relaciones de amistad, su vida de estudiantes y también de su fe. Y todo eso fue muy importante en mi propia formación.
La relación con mis papás fue siempre de mucha confianza y la agradezco mucho. Me permitió asumir responsabilidades porque me dejaron crecer con mucha libertad y fueron respetuosos de mis tiempos y decisiones. Sabían que si por ejemplo me iba el fin de semana de campamento de scout o salida de CVX, igualmente después iba a ser responsable con mis estudios. Creo que ellos siempre supieron que yo tenía una búsqueda de Dios y que estaba buscando algo que llenara completamente mi vida. Pude hablar con mucha confianza con mis papás de lo que yo iba viviendo.
Dos actividades muy importantes en mi infancia fueron los scouts y el tenis. En cuarto básico me integré con mucho entusiasmo a la manada Cruz del Sur de Lobatos del grupo Scout del colegio. Los jefes eran ex alumnos, fueron muy buenos formadores para mí. En esos años fui a mis primeros campamentos. Tengo muy buenos recuerdos de esa etapa.
Hasta octavo básico mi vida estuvo muy marcada además por el tenis. Practicaba ese deporte todos los días, primero en el Club Providencia y después en la Universidad Católica, en Santa Rosa de Las Condes. Jugaba de martes a domingo. En los días de semana partía al club después del colegio y jugaba hasta las nueve de la noche. Estudiaba en las noches, después de comer, con ayuda de mi mamá. Los fines de semana iba a entrenar desde las 08:30 a las 13:00.
Al pasar a primero medio ya era claro que no podía seguir en ese ritmo y que tenía que concentrarme más en los estudios, porque nunca pensé hacer carrera como tenista profesional.
En ese momento se produjo un cambio importante para mí en el colegio. Por la experiencia de mis hermanos sabía que en los años que me quedaban, el San Ignacio me iba a ofrecer un montón de actividades además de los estudios, sobre todo CVX, y yo quería aprovecharlas al máximo.
Participé mucho en la acción social y pastoral. Al final de I° medio fue muy importante para mí el Campamento de la Amistad. Con toda mi generación acampamos en La Leonera, un asesor fue guiando el trabajo que hicimos en grupos. Esto marcó una vivencia fuerte con los amigos y también fue un momento importante de formación espiritual. A partir de ese campamento se fue profundizando la amistad con mis compañeros: empezamos a juntarnos más los fines de semana, jugábamos fútbol, íbamos a fiestas.
Siempre me fue bien académicamente, la verdad es que era bastante mateo. Agradezco la formación de mi familia en ese ámbito. Pero también por consejo de mis hermanos sabía que no tenía que encerrarme en eso y que era importante hacer otras cosas.
Cuando entré a la educación media yo pensaba estudiar medicina, porque en mi familia hay una veta científica fuerte. Mi papá es biólogo y mi mamá profesora de química. Finalmente, al elegir al final de segundo medio el área de especialización de estudios dentro del colegio, decidí no estudiar a futuro medicina ni entrar al plan biólogo, porque que me di cuenta de que yo tenía un llamado humanista mucho más grande. En primero y segundo medio me llenaron más los ramos como castellano, historia y empecé a descubrir una vocación muy fuerte para ayudar personas. Entré al plan humanista y quería estudiar derecho, porque lo veía como la carrera que me daba una formación bien completa y también varios amigos ex alumnos del colegio que yo conocía estaban estudiando derecho y los veía muy contentos.
En II medio entré a la CVX con un grupo de amigos. Poco a poco me fui acercando más a los jesuitas. Nos juntábamos todos los viernes con un grupo de amigos y nuestro asesor, Pedro Labrin, S.J. Teníamos clara la invitación que nos hacía la CVX a ser amigos en el Señor. Pedro nos insistía harto en hacer un apostolado, y durante tercero medio fuimos todos los sábados en la tarde a la hospedería del Hogar de Cristo, a conversar con los viejitos, bañarlos cuando llegaban de la calle a dormir, a cambiarles la ropa. Esa etapa fue muy formativa. Me abrió a la relación con los más pobres, me hizo descubrir la importancia del servicio. Desde ese momento y en todos los apostolados que tuve en adelante, siempre que volvía quedaba en mi el recuerdo de las personas. Si estaba en mi casa y llovía, yo me acordaba de la familia a la que habíamos ayudado forrando su casa en los trabajos de invierno, o pensaba si el viejito de la hospedería estaría en la calle en ese momento. Dios se me mostraba a través de los más pobres, y la CVX me reforzaba el llamado a servir y buscar cómo colaborar por el bien de otros.
A través de todas las personas con las que me iba vinculando en las actividades pastorales y sociales, fui aprendiendo a relacionarme con Dios, a rezar, y también a ver las necesidades de otros y hacerme cercano a ellas.
En esa época me di cuenta de la forma en que otros ayudaron a mi formación, y se empezó a despertar en mí ese deseo de ayudar a los más chicos que yo. Por eso acepté la invitación que me hizo un exalumno del colegio (Juan Ignacio Sepúlveda, que ahora es jesuita), a trabajar en el grupo Scout del colegio como asistente de una manada de Lobatos. Estuve varios años en eso, hasta después de salir del colegio. Fue un trabajo que disfruté mucho. Preparábamos los campamentos y las reuniones formativas para los chicos.
Fue un trabajo que me hizo crecer mucho. Al hacerme responsable de la vida de otros, se empezó a generar en mí una necesidad de ser consecuente. Si yo les proponía a los chiquillos desarrollar ciertas virtudes o cultivar valores, sentía que yo también tenía que hacerlo y partir dando el ejemplo.
Todo esto me fue llenando e hizo crecer mí la capacidad de amar. Yo necesitaba dejarme ratos para preparar estos servicios, lo que me obligaba a organizarme muy bien, especialmente en los estudios, cuando ya entré en la universidad.
Para mí fue muy importante a partir de las clases de religión o después cuando entré a la CVX, conocer a San Ignacio de Loyola. Conocer su vida, cómo fundó la Compañía de Jesús, conocer su experiencia espiritual, cómo aprendió a conocer a Jesucristo, y cómo lo fue viviendo con sus primeros compañeros jesuitas. Cómo se conformó el grupo de los primeros compañeros y eso dio vida a la Compañía de Jesús
Pude ir mirando la vida de estos jesuitas, la forma en que Ignacio soñó por ejemplo con evangelizar el mundo, o cómo Francisco Javier partió a oriente a misionar. Esta vida para mí comenzó a ser atractiva. Esto de soñar con conquistar el mundo por el bien de los demás, por el bien de las almas, conquistar el mundo para Dios.
La vida de san Pedro Claver, español que se vino a trabajar con esclavos negros a Colombia, cómo los atendía, los acompañaba, los bautizaba cuando llegaban en los barcos desde África, fue un referente importante para mí en los años de universidad. Aunque sentía que eran muy lejanas de mi propia vida, las historias de él y de otros santos jesuitas me apasionaban.
Como había mencionado, la amistad también fue un elemento clave en mis años de formación. Tanto en los Scout como en la CVX yo trabajaba con amigos. Nos juntábamos los fines de semana para preparar las reuniones y lo pasábamos muy bien.
Respecto a cómo me entretenía cuando más chico, puedo contar que en séptimo comenzaron mis primeras juntas con chiquillas, en “unas especies de té” donde poníamos música y bailábamos. Eso sí, siempre fui muy malo para trasnochar, porque como jugaba tenis me acostumbré desde niño a levantarme temprano de lunes a domingo. Entonces fui un poco malo para el carrete. Ni siquiera en los años nuevos me acostaba después de las 5 de la mañana, porque el 1 de enero igualmente estaba despierto a las 8:30.
Me gustaba mucho ir a cumpleaños. Como teníamos muchos amigos de la CVX, se nos juntaban 2 ó 3 cumpleaños un mismo día y partíamos de uno, a otro en micro.
Los veranos eran momentos importantes para compartir con amigos y amigas. Mi primer pololeo fue en segundo medio y duró un año. Fue una buena experiencia. Luego tuve otro pololeo al salir del colegio.
De todas las actividades del colegio, ciertamente la que más me marcó fue la de los Ejercicios Espirituales. Fue fundamental este encuentro verdadero y personal con el Señor, reconocerme creatura amada por Dios y sentir que hay un llamado para la vida, que implica seguirlo a Él.
Al salir del colegio entré a estudiar Derecho, pero me costó mucho la carrera. La sentí muy árida. No me llenó, se me hizo súper difícil, muy seca. Le comenté a mi hermana y ella me contactó con un amigo que hacía un apostolado en un centro jurídico en La Pintana. Íbamos los martes en la tarde a consultoría jurídica. Ellos me pidieron entrevistar a las personas, preguntarles quiénes eran, preguntarles un poco de su vida y que plantearan el problema jurídico que tenían. Luego yo les daba el pase a ellos. Al hacer esas entrevistas me empecé a dar cuenta de la necesidad de las personas de ser escuchadas, de compartir sus dolores, sus problemas, sus sufrimientos. Muchas veces estos problemas no tenían solución, entonces la gente quedaba bastante mal, y después había que darles una palabra de consuelo y ánimo. Eso para mí fue clave para decidir que esta carrera de derecho no iba con lo que yo me sentía llamado por vocación, y se me abrió la puerta de estudiar psicología, para ayudar y acompañar a otros en problemas más profundos, sobre todo acompañarlos en lo que estaban viviendo y dar soluciones desde un punto de vista más humano.
Gracias a ese apostolado, el que comencé para evaluar si verdaderamente me gustaba la carrera que tanto me estaba costando, se desarrolló en mí todo el tema de la empatía, la compasión y el darme cuenta que una palabra de aliento y un consejo hacía mucho bien en personas que vivían muy solas sus problemas.
Hablé con mis papás diciéndoles que necesitaba buscar otra carrera. Con mucha confianza ellos me dijeron que me tomara el tiempo.
Me retiré de Derecho y aproveché mucho ese tiempo para, además de preparar de nuevo la Prueba de Aptitud Académica, ver bien qué carrera quería estudiar, participar con mucho entusiasmo en los Scouts y trabajar en la CVX. Fue un tiempo intenso en la vida espiritual, en el que pude preguntarme qué quería Dios de mí. Pude vivir mi discernimiento con mucha consolación, y elegir entre dos opciones que sentía muy fuertes: estudiar ingeniería comercial, porque pensaba que la economía podía ser una herramienta para superar la pobreza; o bien psicología, con esta dimensión de acompañar a otros y acercarme al misterio del dolor humano que había descubierto en los apostolados que había tenido.
Pasé un tiempo averiguando, conversando con estudiantes y profesionales de las dos carreras, buscando elementos para discernir. Hubo algunos jesuitas que me acompañaron en esos meses, especialmente Gonzalo Contreras, S.J. Finalmente ese verano, cuando estaba en trabajos de verano como asesor, me di un tiempo tranquilo y pude decidirme por Psicología.
Al año siguiente entré a la Facultad de Psicología de la Universidad Católica. La carrera no me cautivó desde el principio. Fue curioso, éramos 7 hombres y 72 mujeres. De este modo me hice muy cercano a un grupo de amigas con las que tenía gustos afines, con las que sigo en contacto hasta hoy. Compartíamos el día a día y los estudios. También en el Campus San Joaquín aprovechaba de juntarme en los recreos con amigos del colegio que estudiaban ahí, otras carreras.
En la universidad descubrí el gusto por el montañismo. Tomé los cursos deportivos en San Joaquín y empecé a subir cerros en los fines de semana. En el tercer año de la carrera, con Alex Pizarro, S.J. y algunos amigos, armamos una expedición e intentamos subir los Ojos del Salado. Fue en diciembre de 1994. Pasamos Navidad a 5.5000 mt. de altura, en un refugio. Fue una experiencia inolvidable. A partir de esto se fundó el Club Andino Alberto Hurtado.
En esos primeros años de universidad (1992-1994) mi corazón estaba concentrado principalmente en los Lobatos. Seguí trabajando con los Scouts y también en la CVX, preparando campamentos y actividades. El primer año de Psicología (1993) me comprometí mucho más en el movimiento Scout y también trabajé en el Consejo de Servicio de la CVX Jóvenes de Santiago, algo que me gustó mucho.
Desde ese momento tomó mucha más fuerza en mi la importancia de hacer los Ejercicios Espirituales de San Ignacio una vez al año y comenzar a buscar lo que Dios quería para mi vida. En ese tiempo, yo sentía que Dios me llamaba a estudiar para ayudar a los demás, formarme bien y servir a través del apostolado.
Ese mismo año formé una nueva comunidad de CVX universitaria. Al salir de Derecho me sentí súper solo, porque había perdido el contacto con mis amigos de colegio y no tenía amistades muy fuertes en la universidad. Si bien tenía relación con mucha gente, me faltaba la amistad verdadera. Entonces me empecé a acordar de compañeros del colegio con los que había hecho alguna vez había estado en retiros y en campamentos. Eran personas con las que pese a no haber compartido muy profundamente nuestras vidas en la etapa del colegio, sí habíamos estado juntos en retiros en silencio. Me trajeron recuerdos muy hondos de Dios y decidí comenzar a llamarlos.
Ellos estaban teniendo vivencias parecidas y nos dimos cuenta de que necesitábamos acompañarnos. Así se formó este grupo con el que nos juntábamos una vez a la semana a rezar un texto del Evangelio y compartir nuestras vidas. Con esos compañeros viví una amistad profunda y verdadera. Fue una experiencia muy importante el comprometerme con la vida de otros amigos e ir compartiendo de manera mucho más cercana lo que Dios quería para nosotros. Vivir la fe en comunidad, como amigos fue muy importante para nosotros. Nos daba claves para vivir la semana.
Alrededor del tercer año de universidad (1995) los estudios comenzaron a hacerse más difíciles, tenía que estudiar más. Además estaba pololeando y necesitaba tiempo para compartir con mi polola. Por esta razón se hizo necesario dejar de participar en el grupo Scout.
Así siguió mi vida como estudiante, pololeando, y también participando en la CVX, hasta quinto año de Psicología, en el que tuve que elegir especialidad en la carrera. Nuevamente la pregunta que me hice fue: ¿dónde me quiere Dios, para que sirva más? Elegí la psicología clínica, porque sentía así podía hacer un buen servicio.
Esto es el Comienzo
Quizás hasta ese momento la vocación religiosa estaba latente. Había ciertos signos pero yo no los veía en forma explícita. Por ejemplo, al ir ganando sensibilidad en reconocer a Dios en mi vida y amigos. A raíz de la vida en la CVX, el acompañamiento espiritual y el compartir la vida con otros junto a Dios, fui sintiendo un llamado cada vez más profundo a la vida de oración para encontrar a Dios en mi vida y preguntarme qué llamados tenía para mí. Sentía una cercanía muy fuerte con Jesucristo. El Evangelio del día y la misa del domingo me quedaban resonando durante la semana. Jesús se convertía en una propuesta de vida para la mía. También sentía una fuerte necesidad de vivir los sacramentos. Iba a misa muchos días de la semana, en medio de los estudios.
Me fui dando cuenta de que crecía mi capacidad de amar. Que mis deseos, las ganas que yo tenía de hacer cosas iban mucho más allá del estudio y de organizar actividades. Que en el futuro no me veía trabajando sólo en una profesión. Se me abría una vocación de servicio y de entrega de la vida a algo mucho más grande, a la cual me podía dedicar entero. Así lo empecé a formular en ese momento, sentía que el estudio me “quedaba chico”, me veía más entregado a la formación de las personas y sentía ganas de hacer muchas cosas. Empecé a darme cuenta de que el pololeo no era lo mío, que había una apertura de amor mucho más grande, que abarcaba mucho más. Este fue un proceso que fui viviendo muy lentamente.
Sentí que había cosas que me llenaban más que otras, y que había lugares o actividades o situaciones sociales donde yo podía hacer un bien mucho más grande. Comencé a reconocer un llamado de Dios grande a vivir desde Él, con Él. Y también me fui dando cuenta de que eso quedaba siempre abierto; siempre me daba más hambre de vivir esa vida. Fui ganando más intimidad con el Señor y sabía que estos deseos venían de Él y que ese amor yo lo podía entregar a otros, pero que siempre me quedaba con ganas de más, es decir, esta capacidad de amar no se terminaba de llenar.
Hasta ese momento yo había vivido mucho desde mis propios intereses: que me fuera bien en la universidad, organizar las actividades, etc. Me sentía muy dueño de mi vida. Pero al pasar a quinto año de la universidad, me empecé a sentir mucho menos dueño de mi vida. Sentía que ya no era dueño de mis intereses, y que cuando yo vivía desde eso, quedándome en lo que a mí me interesaba y según mis tiempos, me empobrecía. Empecé a reconocer que al vivir desde una entrega que venía desde mi relación personal con el Señor, yo quedaba mucho más abierto, más lleno, más feliz, pero al mismo tiempo con una necesidad de seguir viviendo desde ahí.
Yo estaba en estas reflexiones cuando recibí una invitación desde la CVX Secundaria para ser jefe de los trabajos de verano. Esto era un desafío para mí, significaba bastante trabajo porque yo estaba pololeando y esto implicaba dedicarle menos tiempo al pololeo y trabajar largas horas en este proyecto. Lo pensé y decidí aceptar.
Luego de la preparación llegó el campamento, donde me tocó tener un rol bien directivo y ser de alguna manera el conductor del espíritu del campamento. Me tocaba hacer la motivación de la mañana, la oración de las tardes y muchas veces me tocó dirigir la liturgia.
Al volver de los trabajos, mis papás no estaban en Santiago. Me quedé todo un mes solo en la casa que tenían ellos en Pirque, preparando un viaje al sur que iba a hacer con unos amigos a finales de febrero. Además mi polola estaba fuera de Chile. En ese mes me dediqué a leer, a hacer deporte y a rezar un poco en las tardes, para recoger lo que habían sido los trabajos de verano.
En mí estaba la idea que ésta era la última actividad de este tipo en la que yo participaba, porque en marzo me tocaba entrar a la especialidad de Psicología y mi interés era terminar bien la carrera para después ponerme a trabajar como Psicólogo. Me sentía cerrando una etapa de mi vida. Nunca más iba a poder estar organizando actividades como los trabajos de verano, y tampoco iba a tener estos veranos tan largos cuando estuviera trabajando.
Y me pasó que en uno de estos momentos de oración, en el que yo estaba recogiendo lo vivido, dando gracias, disfrutando de los bien que habían salido los trabajos de verano, yo tuve una experiencia de Dios muy fuerte en que sentí que Él me decía “esto es el comienzo de una vida y se va a seguir repitiendo”. Eso fue lo que yo experimenté en ese momento: esto es el comienzo, esto no termina, hay mucho más por delante.
Estaba en el patio de la casa de mis papás, disfrutando, dando por obvio un cierre que yo sentía que tenía que hacer con el Señor, y sintiéndome muy contento con lo que habíamos logrado. Y viene esta experiencia de Dios en que sentí fuertemente que esto tenía que seguir hacia delante. Y la verdad que para mí fue una experiencia muy fuerte, era una frase que no era mía, que se me empezó a repetir y que me dejaba con mucha hambre y con mucho ardor interior y muy incómodo, me causaba al mismo tiempo gusto, pero incomodidad, porque no era algo que yo podía manejar, no sabía de qué se trataba.
Puede Ser
Sentía una necesidad muy fuerte de rezar. Llegó el momento del viaje, partí al sur mochileando y pasé unos días a la casa de un amigo, en el lago Rupanco. En todas las caminatas, con esos paisajes preciosos de fondo, me seguía dando vueltas esta frase y me empecé a preguntar qué significaba. Seguía teniendo la sensación de gusto e incomodidad mezclados.
En esas largas caminatas comenzaron a venir ideas para responder la pregunta sobre el significado de esta frase que tanto me incomodaba. Empezaron a venir a mi cabeza imágenes de jesuitas importantes para mí y yo me empecé a ver como jesuita. Sentí que de alguna manera de esto se trataba. Me empecé a ver yéndome a misiones como jesuita, trabajando en un colegio como jesuita, como misionero jesuita en otro lugar, y como que Dios me fue mostrando: “mira, de esto se trata”.
Me empecé a sentir contento y con mucha paz, y a decirme “esto puede ser”. Llegué donde mi director espiritual y le dije “estoy viviendo esto”.
Después de un tiempo de discernimiento decidí terminar de pololear y empezar a tener una vida espiritual y apostólica que me diera elementos para ver si el llamado que estaba sintiendo era una alternativa verdadera, si era de Dios.
Al mismo tiempo estaba en un año muy importante para mí porque tenía que terminar la carrera. La especialidad de psicología clínica me empezó a gustar mucho. Se formó una relación muy cercana con mis compañeros y compañeras de curso, y empecé a salir con amigos, conocer gente nueva. Eso no me hizo bien, porque empiezas a conocer gente que empieza a ser atractiva, hubo niñas que me empezaron a gustar, y yo estaba en esto otro. Me sentía poco honesto con lo que estaba viviendo y no lo estaba pasando bien.
Me sentía afectivamente muy lleno de Dios, en la dirección que me estaba mostrando. Entonces cuando empecé a salir o me querían presentar a alguien, me sentía falso, poco coherente. Pero al mismo tiempo sentir esto me significó darme cuenta del peso que tenía el llamado religioso que estaba sintiendo. Se empezó a hacer claro dónde me sentía más fiel, más entregado, más consecuente con mi vida.
Mi comunidad de CVX fue muy importante en ese momento. Les conté en lo que estaba y todos lo recibieron muy bien y me ayudaron en el discernimiento. No hubo ningún cuestionamiento; todos lo veían claro y hubo un compromiso de ellos para acompañarme durante este tiempo. Me sentí muy cuidado y acompañado por mi grupo de amigos. Se dieron tiempo para salir juntos los fines de semana y eso fue muy importante.
En las vacaciones de invierno de ese año hice 8 días de Ejercicios Espirituales con Héctor Mercieca, un jesuita que ya murió y que fue muy importante para mí. Los Ejercicios Espirituales fueron un momento de mucha confirmación. Héctor no me apuró y me planteó que esto se fundamenta en un llamado que me hace Dios. Eso fue algo que yo pude confirmar. También fue muy cauto en plantearme que yo rezara las cosas que me iban a ser difíciles y a implicar renuncias. Fue muy aclaratorio para mí confirmar que este camino nos lleva a no vivir de nuestros propios intereses, renunciar a la propia fama, al honor y al éxito, y que además significa renunciar a la pareja, a la familia y que por lo tanto implica soledad. Sentí nuevamente un llamado a vivir una dimensión más universal del amor, puesta en el servicio a los demás, y que esto me llenaba completamente. La renuncia significaba para mí ganar otras cosas que me llenaban más.
Después de esos Ejercicios tenía más o menos claro que quería ser jesuita, pero al mismo tiempo venía la etapa final de la carrera: la práctica profesional. Yo podría haber postulado en ese mismo momento a la Compañía, pero preferí hacer la práctica, porque sentía que era importante terminar la carrera, sabiendo que después podía postular igual. Además, en el discernimiento vocacional pude ver claro que la práctica me iba a entregar una formación muy importante y que después iba a ser un gran aporte en mi vida como jesuita.
Y así fue. Hice la práctica en el Hospital Psiquiátrico, donde tuve una experiencia de trabajo con los pacientes, lo que fue de mucha confirmación para mi decisión. Pude relacionar mucho lo que estaba haciendo con los pacientes con mi motivación más profunda de servicio a los demás, de hacer el bien a otros, de ayudar a personas. Encaucé la práctica desde una vivencia espiritual muy honda.
Casi al final de la práctica profesional, en enero, fui a la jornada vocacional de la Compañía donde tuve 8 días de retiro. Luego de eso sentí que ya era el momento de postular. A finales de ese mes postulé a la Compañía de Jesús, tuve las entrevistas con los examinadores y a finales de febrero el Provincial de los jesuitas me dijo que estaba aceptado.
Todo a Todos
Pero tuve que entrar a la Compañía un poco después que el resto de mi generación, porque me faltaba dar el examen de grado para terminar la carrera Psicología. Así que mientras mis compañeros entraron en marzo, yo ingresé en mayo.
Desde el verano y hasta mayo pasé los días estudiando. Tenía ratos de oración diaria y conversaba cada 15 días con mi acompañante espiritual. Y fue un tiempo de muchas despedidas, de salir con amigos. Me quería despedir personalmente de mucha gente, entonces me juntaba a almorzar con uno, salía a comer en la noche con otro, iba a visitar a algunas personas. Se fueron dando muchas conversaciones personales que fueron llenando ese tiempo. Yo además tenía mucha necesidad de ir compartiendo con el acompañante espiritual.
Terminé ese tiempo bien cansado, porque fue intenso emocionalmente. Llegó un momento en que lo único que quería era entrar.
A la Compañía nosotros entramos con pocas cosas, entonces pude hacer un ejercicio de desprendimiento de lo que yo tenía. Todo el tiempo previo a mi ingreso pude regalar libros, fotos, discos de música y otros recuerdos a diferentes personas.
Entré a la Compañía un miércoles, el 7 de mayo de 1998. Partimos con mis papás hacia Melipilla donde nos juntamos con mis hermanos.
Al partir hubo un momento muy importante. Estábamos ordenando las cosas, terminando de guardar los bolsos, las pertenencias que yo llevaba al Noviciado, la ropa, algunos libros. Entonces me acuerdo de haber tomado los bolsos, nos despedimos, ver si se quedaba algo, mirar la casa por última vez. Yo les entregué las llaves de la casa donde vivíamos, y eso es muy fuerte, pero para mí era muy importante decir “les entrego las llaves de la casa, yo ahora entro a la Compañía de Jesús y esa va a ser mi casa. Ustedes siguen siendo mi familia, pero yo los voy a venir a ver como jesuita”. Creo que ese fue un rito bien importante y significativo para mis papás y para mí.
En el ingreso nos recibió a mí y a mi familia la comunidad del Noviciado. Es muy importante cuando entra un jesuita, uno recibe la bienvenida del cuerpo de la Compañía, hay un sentimiento de unión súper grande. Luego de compartir un té, los jesuitas les muestran a la familia y amigos los lugares del Noviciado, y luego se hace una oración en la capilla. Después de eso todos los familiares y amigos se van. Ese momento es bien fuerte y emocionante. Uno los va a dejar a la puerta y se despide hasta un tiempo más, un mes o un mes y medio. En mi familia de todos modos lo vivimos como un momento bien alegre.
En mí se mezclaban las ganas de comenzar esta vida nueva, pero sin saber de qué se iba a tratar, con la emoción de la despedida.
Me sentía también con la confianza de estar cerrando un paso que estaba dando hace mucho tiempo. Internamente tenía la seguridad de llegar a donde Dios me estaba invitando para siempre y estaba esa alegría muy de fondo.
Como entré más tarde que mis compañeros, tuve que vivir la Primera Probación solo. Es una experiencia en que la Compañía te conoce un primer tiempo, y después de alrededor de 20 días, te aceptan como Novicio. En ese tiempo uno tiene que estudiar algunos documentos fundamentales de la Compañía y en las tardes hacer trabajo en la casa. A mí me tocó trabajar en el jardín. También tenía conversas todos los días con el Maestro de Novicios. Los momentos de trabajo se aprovechaban para rezar. Pero también hubo algunas clases de espiritualidad y oración a las que me pude sumar con mis compañeros desde un primer momento.
Fue un tiempo que pasó muy rápido, con la intensidad de lo que significa la entrada a la Compañía. Y al final de esos 20 días tuve un retiro de 3 días, que me dio el Novicio de segundo que me recibió en la Compañía, Iván Navarro. Después de ese retiro, en la misa del día del Noviciado, se agradece por este momento y el Maestro de Novicios te entrega las llaves de la casa. Uno deja de ser huésped y pasa a ser Novicio, y te asigna un apostolado, que es la misión que la Compañía te da en ese primer tiempo. A mí me tocó la Parroquia San Ignacio de Padre Hurtado, donde iba todos los fines de semana a trabajar con los jóvenes en pastoral, comunidades y en el Movimiento Eucarístico Juvenil.
Yo reconozco que para mí el Noviciado han sido los años más fundamentales de la vida en la Compañía. No lo digo sólo por lo que se vive en esos dos años, sino que lo que Dios te va mostrando, va diciendo, lo que va apareciendo de ti, son los grandes temas que después se van a ir desplegando durante los años que vienen.
Por lo tanto el Noviciado, de alguna manera, uno lo grafica como la gran experiencia en que uno se hace jesuita. Conoce a la Compañía a través de los estudios, y la Compañía lo conoce a uno. Yo disfruté mucho esta experiencia, sobre todo por lo que significó la intimidad con el Señor, y cómo te vas formando como jesuita.
El Noviciado está marcado por cuatro grandes experiencias: el Mes de Ejercicios Espirituales, el mes de hospital, el mes de inserción en una comunidad apostólica jesuita y la peregrinación, que en mi caso fue otra experiencia. Cada una de ellas me marcó profundamente, y es en ellas donde van apareciendo grandes intuiciones que Dios pone en el corazón y que luego se van desplegando a lo largo de toda la vida.
En el Mes de Ejercicios se da un encuentro profundo con el Señor. Ahí pude confirmar que Dios me quería jesuita hacía ya mucho tiempo, y también apareció una vida de promesa y de fecundidad espiritual, apostólica, que Dios soñaba para mí y donde supe que sería plenamente feliz.
El mes de hospital lo vivimos entre Enero y Febrero del primer año de Noviciado. Me tocó trabajar en el Cottolengo, un hospital que atiende niños con deficiencia mental. Los novicios teníamos que hacer las tareas de auxiliar: lavarlos, darles la comida, jugar con ellos, llevarlos a pasear por los jardines. Fue una experiencia donde pude tocar la fragilidad humana, el dolor. Me cuestionó, me sorprendió, me hizo encontrar profundamente a Dios. Esta experiencia me cambió como persona. Crecí mucho en compasión y en la capacidad de descubrir la paz en medio del sufrimiento.
En la inserción viví en la comunidad que está en la población La Palma, donde viven los jesuitas que trabajan en las parroquias de Jesús Obrero y de la Santa Cruz y en el Santuario del Padre Hurtado. En la mañana hacía oficios humildes en la casa (aseo, me tocó pintar algunas piezas de la casa, hacer las compras, etc.), y en las tardes prestaba servicios en el Santuario del Padre Hurtado y en las Parroquias. Fue un tiempo para probar mi capacidad apostólica, dar testimonio y ayudar a otros a que se encuentren con el Señor.
En principio, el Noviciado iba a terminar para mí con la peregrinación, que es una experiencia clásica para cerrar los primeros años en la Compañía. Pero en vez de eso, nos enviaron a tres novicios a la comunidad terapéutica para rehabilitación de drogas Manresa, que tiene el Hogar de Cristo en Lampa. Ahí nos integramos a un grupo de chiquillos que estaba viviendo un proceso formativo para salir del sufrimiento por el cual habían llegado a consumir drogas. Pudimos conocer profundamente el dolor de los jóvenes y pudimos entender las causas por las que un chiquillo puede llegar a consumir marihuana o pasta base. En un mes, nunca escuché que alguien estaba ahí por ser drogadicto. Cuando en la comunidad le preguntaban a un chiquillo, “compañero, ¿por qué está usted acá?”, siempre aparecía el dolor por el cual él había llegado a consumir, pero nunca decía “estoy acá porque consumo drogas”. Todos decían que necesitaban estar ahí para volver a sentirse dignos
En el Noviciado intenté aprovechar al máximo el ritmo de vida. Fui disfrutando los momentos y la estructura que tiene Noviciado. Me ayudó mucho para después ir cuidando mi vida como jesuita: los momentos de oración, el tiempo de estudio, el tiempo para compartir y toda la estructura formal que el Noviciado te va exigiendo. Así lo viví, con la intuición que esto me serviría para toda la vida.
Como entré más tarde al Noviciado, hice los Primeros Votos un mes y medio después que mis compañeros de generación. Por lo tanto viví el primer tiempo en la segunda comunidad jesuita, el Juniorado, siendo todavía Novicio. Igual estudiaba con los demás en la Universidad, pero me seguí dirigiendo espiritualmente con el Maestro de Novicios y con él terminé la etapa del Noviciado, ya estudiando filosofía en la universidad.
Estuve un año en el Juniorado (año 2000). No estudié los primeros ramos, que son más humanistas, porque como ya los había hecho en Psicología, los convalidé y pasé directamente a la Filosofía en la Universidad Alberto Hurtado. Lo más importante de esta etapa fue poder mirar mi vida más integralmente. Ese año fue fundamental para mí tratar de responder bien en los estudios, pero también con una mirada de lo que estaba pasando en el país, de lo que esos estudios me aportaban para mi apostolado como jesuita, y dejándome tiempo para la vida comunitaria, para la oración y el apostolado, que seguía haciendo en la Parroquia San Ignacio de Padre Hurtado. En eso fue clave lo que me había enseñado el Noviciado. Traté de poner a los estudios en su lugar, como un medio para servir mejor, ayudado por una experiencia comunitaria que me hacía crecer como jesuita. Antes yo estaba más preocupado de la nota y buscaba seguridad en los logros académicos, y en eso tuve un crecimiento grande, pude estudiar para formarme como jesuita, para servir, y el sentido del estudio cambió, se orientó a la misión. Eso me dio mucha libertad y me permitió no gastar energías en el logro académico sino que en formarme para servir.
Después, el 2001, viví en la casa de Barroso que hoy es de la Universidad Alberto Hurtado. Fue una etapa de término de los estudios de filosofía y para mí ese año estuvo muy marcado por un nuevo apostolado. Me destinaron a trabajar a Infocap, la Universidad del Trabajador, donde me pidieron ocupar más mis estudios de psicología. Me tocó empezar un programa de atención en salud mental a los alumnos de Infocap y un taller para travestis.
Fue el año en que Joaquín Lavín como alcalde de Santiago quiso terminar un barrio de prostitución, y a través de Infocap les ofreció a un grupo de travestis un curso de costura y confección, para que este grupo de personas tuviera un oficio y no tuviera que vivir del comercio sexual. Me encargaron que preparara un curso de formación humana para ellos. Rápidamente busqué la ayuda de otros psicólogos y armamos un programa de formación centrado en la dignidad humana, para ayudarles a ellos a sentirse personas merecedoras del respeto de otros.
Eran alrededor de 30 alumnos, divididos en 3 grupos, con un psicólogo a cargo. Partimos por conocernos y nos dimos cuenta que era fundamental reforzar la autoestima de ellos, y que aprendieran a escucharse y respetarse mutuamente. Estuvimos trabajando en esto por dos trimestres. En Infocap yo tenía también otros trabajos. Pude acompañar a alumnos en forma personal. Muchos de ellos tenían estrés por distintos motivos, laborales y familiares.
Ese año mi oración estuvo marcada por ver en otros a seres humanos con la misma dignidad que yo. Ver que los alumnos de Infocap, los travestis que participaban en el taller de formación, son tan queridos por Dios como yo, incluso más porque la misericordia de Dios es muy grande con ellos. Ver a estas personas que iban recuperando su dignidad, el compartir sus dolores, fue para mí muy formador en la misericordia. Fue muy importante poder mostrarles un Dios cercano a personas que están muy dañadas, y ayudarles a sentirse creaturas amadas por Dios.
Eso me ayudó a discernir con mi superior y mi director espiritual, el destino que tendría al año siguiente. Podía terminar la Licenciatura en Filosofía o partir a Magisterio. Elegí la segunda alternativa, porque yo ya contaba con la Licenciatura en Psicología que me permitiría después continuar estudios de postgrado, pero también porque tenía la necesidad dejar de estudiar por un tiempo para vivir una experiencia puramente apostólica dentro de mi formación como jesuita. Quería tener responsabilidades más adultas como jesuita, sentirme responsable de una obra más directamente.
Partí a Antofagasta, donde me destinaron a hacer el Magisterio, en el colegio San Luis. De inmediato me integré a trabajar como jesuita en el colegio, preparando en primer lugar las actividades de verano.
Estuve dos años en Antofagasta. Lo que recuerdo con más cariño es haber sido profesor jefe de un primero medio. Fue una experiencia donde me sentí muy formador de los alumnos, muy cercano y responsable de sus vidas. Fue muy difícil en algunos momentos, recuerdo momentos del año en que tenía más de 10 alumnos repitiendo por problemas de notas, les costaba estudiar. Me tocaba conversar, animarlos, tener reuniones con los papás de ellos y ayudándolos en su proceso de crecimiento personal. Como jesuita y profesor jefe me preocupaba de su formación espiritual y social. Recuerdo momentos muy bonitos de hacer apostolados juntos con los alumnos, por ejemplo visitar la cárcel.
En el colegio también fui capellán del grupo Scout y del Movimiento Eucarístico Juvenil (MEJ). Y me sumé a otras actividades que el colegio me iba pidiendo, por ejemplo ser capellán de básica y hacer clases de religión en varios cursos. El método scout es muy formativo, y disfruté mucho esa posibilidad, en donde pude volver a trabajar con los Scout pero con un papel novedoso, acompañando a los niños y a los guías en el rol de capellán, como jesuita.
Estos años (2002-2003) fueron un tiempo que me ayudó mucho para visualizar la vida que uno puede tener como jesuita. El Magisterio te hace vivir una vida muy variada y hay que cuidar mucho el centro desde el cual uno hace las cosas: cuidar mucho la oración y el encuentro con Jesucristo, y hacer todas las actividades desde el encuentro personal con el Señor, para ayudar a otros a encontrarse con Él.
Me sentí muy responsable de cuidar mi vocación. Además uno pasa a ser de algún modo un representante de la Compañía en forma más pública y conocida, en el colegio y también en la ciudad. Entonces uno tiene que ser muy cuidadoso de ser religioso entre los demás.
El testimonio de uno como religioso, como jesuita, en el colegio puede ayudar a muchos a crecer en su propia fe, a acercarse a Dios y a la Iglesia. Uno es un testimonio vocacional también para los alumnos del colegio y para la comunidad de apoderados. Eso es un fruto apostólico y hay que cuidarlo.
Es bien importante como uno se cuida, no sólo ser religioso y hacer bien el trabajo, sino que estar alegre con lo que uno hace, porque el trabajo puede llegar a convertirse sólo en una especie de oficio. Entonces, estar centrado en el Señor, cuidar los momentos de oración, cuidar el ritmo del trabajo, a uno lo hace sentirse mucho más en paz, mucho más alegre, y eso es el testimonio mayor que uno puede entregar.
Al final de Magisterio viene un cierre de esta etapa, en la que escribí informes sobre lo que fue ese tiempo de formación y también uno recibe los informes de la comunidad jesuita con la que vivió y los profesores del colegio. En ese momento además uno vuelve a evaluar si ve clara su vocación jesuita, y también la Compañía lo confirma a uno en su vocación.
A principios de 2004 volví a Santiago para comenzar los estudios de Teología en la Universidad Católica, viviendo en la comunidad San José, lo que es el Teologado. Mi adaptación fue bastante rápida en cuanto a los estudios, no me costó volver a ellos. Pero sí reconozco que ya con 30 años no fue tan fácil volver a sentarme en una sala de clases con alumnos que son 10 años menores y en primeros años de universidad. También se me hizo difícil volver a la clase expositiva, muchas veces al dictado. Todo esto fue un ejercicio de mucha humildad. Me significó ser más creativo en el modo de estudiar, porque detrás estaba el querer formarme bien en Teología.
En esos años fui destinado a trabajar apostólicamente en la CVX secundaria de Santiago, donde me dieron la misión de acompañar a los asesores de las comunidades y de colaborar con el Consejo del Servicio, donde participan los representantes de los colegios que participan en CVX. También ayudé en CVX en la organización de las actividades formativas.
Ese apostolado se mantuvo durante los tres años que estuve estudiando Teología. Fue muy importante para mí, porque pude hacer más explícitos los rasgos sacerdotales de mi misión.
Trabajar en la CVX me ayudó mucho también a superar los primeros meses en Santiago de vuelta de Magisterio, en los que echaba mucho de menos a toda la gente con la que trabajé en Antofagasta. El tema del quiebre con las personas con las que uno, no sólo ha trabajado sino que se ha vinculado espiritual y afectivamente, ha estado presente en mi vida como jesuita. Desde la primera experiencia en el Noviciado de trabajo en la Parroquia San Ignacio, después con los niños del Cottolengo, después viviendo en Manresa, todo esto me hizo dar cuenta que las despedidas de personas con las que uno ha entablado relaciones muy profundas no son fáciles. Este aspecto en la vida como jesuita tiene una buena cuota de dolor.
Ha sido muy importante vivir estos quiebres desde la vocación y la cercanía con Dios. Poder reconocer que Dios se ha regalado en las personas con que he estado y que eso ha sido importante para el crecimiento de mi vocación. De alguna manera he buscado formas de mantener contacto con esas personas o al menos tenerlas vivas en la memoria, porque mantenerlas vivas en el corazón es además algo que sigue alimentando la vocación.
En la etapa de Teología me sentí mucho más responsable de mi vocación. Pude hacer un apostolado con un rol sacerdotal mucho más marcado y la misma reflexión teológica hace que uno se sienta con ganas de avanzar hacia el sacerdocio. Pero también está el riesgo de llenarse de trabajo apostólico, porque a uno lo van demandando para la organización de actividades, para el acompañamiento de comunidades y de personas. Y también hay que cuidar la vida comunitaria, porque entre tantas actividades uno puede no tener un tiempo de calidad con los compañeros jesuitas y puedes pasar a ser una especie de huésped en tu casa.
Por eso, para el último año de Teologado, en el 2006, pedí vivir en la Statio Nuestra Señora del Camino, una casa pequeña que depende del Teologado y que está en la población Los Nogales, en Estación Central. En ella pueden vivir como máximo 3 estudiantes del último año de Teología, y dos sacerdotes. Pedí ir a esta casa para tener una experiencia de vida comunitaria mucho más cercana, que fuera significativa para el crecimiento de mi vocación, de un mayor contacto con un barrio más sencillo, donde también yo me hiciera responsable de la marcha de la casa.
Fue muy importante tener que viajar cada día una hora en micro, desde Estación Central hasta Providencia, donde está el Campus Oriente donde estaba la Facultad de Teología. Me impresionó mucho ver cómo cambia la gente que se sube a la micro en distintos lugares de Santiago, y también compartir el regreso a casa con personas que vuelven cansadas de sus trabajos.
Durante todo ese año hice el discernimiento para pedir las órdenes sacerdotales. Sentí un fuerte llamado al sacerdocio a partir de los estudios, de la vida en la comunidad Nuestra Señora del Camino y de la madurez apostólica que fui consiguiendo en la CVX. Ya llevaba 9 años dentro de la Compañía, y estaba terminando los estudios de Teología.
En agosto de ese año me tocó conversar con el Provincial y le dije que veía claro, apoyado por mi Superior de Teología y por mi acompañante espiritual, el no salir a estudiar a otro país para el año siguiente, sino que más bien veía más clara la posibilidad de ordenarme sacerdote. Fue una conversación que yo preparé mucho con mi acompañante espiritual y el Superior de Teología, en donde le pedí iniciar el tiempo de petición de órdenes. El Provincial me hizo algunas preguntas sobre mi discernimiento, cómo había vivido la dimensión sacerdotal en años anteriores y cómo esto se relacionaba con mi consagración como religioso, es decir con los votos de pobreza, castidad, obediencia y la vida en la Compañía de Jesús. Me pidió que me tomara un tiempo para confirmar la petición y que un mes después le escribiera una carta. De este modo, hasta septiembre seguí rezando el llamado al sacerdocio y a fines de ese mes le mandé la carta al Provincial.
En noviembre el Provincial me llamó y me dio el pase para la petición de las Órdenes para el sacerdocio, que es un proceso que en mi caso duró cerca de cuatro meses. Esto significa hacer formal ante la Compañía de Jesús que yo pedía ser ordenado sacerdote e iniciar el proceso de examinación, en el que se le piden informes a varios jesuitas. Y a uno también le piden un autoinforme.
Mientras tanto yo terminaba los estudios de Teología, con los últimos exámenes hasta diciembre. Y en enero el Provincial me llamó para decirme que las órdenes estaban concedidas y me dio cuenta de los informes que habían hecho de mí. Es súper potente ese momento, es muy fuerte cuando te dicen lo que tus compañeros dicen de ti. Y me dijo que la ordenación sería en agosto.
Desde el 1 de marzo del 2007 y hasta fines de junio estuve viviendo en Valparaíso con otros dos compañeros, estudiando el examen de grado de Teología. En medio de eso, el 18 de marzo, fue mi ordenación diaconal en Santiago. Es un momento muy importante, porque es el paso previo a la ordenación sacerdotal. Uno se hace ministro de la Palabra y del servicio de la Iglesia. En mi caso significó poder prestar alguna ayuda en capillas de Valparaíso. Comencé a celebrar algunos sacramentos; como diácono me tocó hacer algunos bautizos.
En Valparaíso estudiaba unas 8 horas al día, al principio solo y más al final en grupo. Este tiempo terminó en junio con las interrogaciones entre nosotros para ensayar el examen. Y dediqué mis tiempos libres para preparar la ordenación sacerdotal. Me comunicaba durante ese tiempo por correo electrónico con Cristóbal Fones, el otro jesuita que se ordenó conmigo en agosto. De este modo pudimos preparar los detalles de la ceremonia: qué personas iban a leer, qué canciones iba a cantar el coro, las invitaciones que íbamos a mandar, escribir la dedicación para las personas que iba invitar a la ceremonia de ordenación y a la primera misa. Fue muy bueno dedicar todo ese tiempo para prepararme afectivamente al momento de la ordenación y no llegar apurado a hacer todo a última hora.
Di el examen de grado de Teología a fines de Junio, y después, durante todo Julio pude dedicarme en un 100% a prepararme para la ordenación. Tuve varios días para rezar y también pude tener algunas reuniones en la CVX Jóvenes de Santiago, donde el Provincial me había destinado a trabajar como sacerdote, luego de la ordenaci&oacuoacute;n.
El tiempo previo a la ordenación es un tiempo en que uno está muy cargado afectivamente por lo que vendrá. Se conversa mucho con amigos y familiares, y en el que además comencé a instalarme una vez más en la casa de la población Los Nogales, donde ya había vivido, y donde me destinaron a vivir y donde sigo estando.
Llegó el 10 de agosto, día de la ordenación, un día que está marcado por muchas emociones, aumentadas por el reencuentro con muchos amigos y familiares que no vía hace tiempo. Y a eso se agrega el nerviosismo por lo que viene al día siguiente, la primera misa.
La ceremonia de ordenación fue muy bonita. Creo yo que los momentos más fuertes son las letanías, que es cuando uno se postra y se invoca a los santos y la Virgen para pedir la gracia, junto con la imposición de las manos de todos los jesuitas, pidiendo que el Espíritu Santo se haga presente en nosotros. Es muy fuerte porque toda la Compañía acompaña a los sacerdotes que se están ordenando. Es un momento bien potente y al mismo tiempo muy cansador. Deben haber sido unos 100 sacerdotes que nos impusieron las manos, muchos se apoyan fuerte en uno y se tiene que tener la fuerza para resistir manteniéndose todo el tiempo arrodillado. ¡Al final de todo ese rato las piernas me tiritaban! Y también es un momento muy potente porque muchos te van diciendo palabras de aliento, de apoyo, de agradecimiento.
Luego de la ceremonia tuvimos una celebración con nuestras familias y amigos. Ese día me acosté como a las 2 de la mañana, muy revolucionado, y también pensando en la primera misa que tendría que decir al día siguiente, y la primera misa oficial que tendría el domingo como asesor eclesiástico de la CVX de Jóvenes. La verdad que esa noche no pude dormir mucho.
En la primera misa estuve muy nervioso, y por esto mismo, algo desconectado. Pero lo viví como un momento de mucha celebración y agradecimiento, muy acompañado por los jesuitas, familiares y amigos.
Casi más nervioso me tenía la primera misa en la CVX. Esta una Eucaristía bien exigente, porque va mucha gente: jóvenes y adultos de las comunidades, familias del colegio San Ignacio y también gente del barrio. Son personas que tienen una formación muy profunda y que están buscando ahondar en su relación con Dios, por lo que esa misa se vive como un momento de oración bien intenso y uno como sacerdote tiene que ayudar a esa necesidad. Al principio me costó sentirme en confianza, pero desde este año me he sentido más confiado y suelto. Me ha ayudado mucho el que varios jesuitas han ido a acompañarme y después me han hecho sugerencias para mejorar la celebración.
Preparar una prédica me significa estar durante toda la semana con el texto presente, rezándolo y viendo cómo hay situaciones sociales o en la vida de los jóvenes con los que trabajo que el Evangelio pueda dar una respuesta. Desde el tiempo de la petición de órdenes comencé a sentir un fuerte llamado a expresar más lo que Dios me está diciendo para transmitirlo a otros. Entonces las prédicas han sido también un espacio para ir volcando mi vida espiritual, lo que dice Dios en mi corazón, a los demás.
El primer tiempo en CVX fue para conocer a los jóvenes y ver qué había que hacer. Desde el colegio yo estuve en CVX y por eso la conocía bien. Aparte del cariño que siento por la CVX, me siento enviado por la Compañía a ayudar a esta asociación de fieles en cada una de las dimensiones que la constituyen. Creo en la vida comunitaria. Sé lo que generan los Ejercicios Espirituales en un joven que está buscando a Dios y quiere confirmar su vocación. Sé que la experiencia apostólica ayuda para mirar la vida desde los pobres y así uno se puede hacer servidor de ellos en la sociedad. Sé lo que ayuda el acompañamiento espiritual en el crecimiento de uno como persona. Por eso, cuando me ha tocado ir conociendo jóvenes que se entusiasman con todo esto y logran vivir con hondura todas estas dimensiones, para mi ha sido muy reconfortante.
Es impresionante ser testigo de cómo a través del apostolado y de los ejercicios espirituales se abre toda una dimensión religiosa, y que uno puede ayudar mucho a los jóvenes a contactarse más con Jesús.
En este trabajo aparece mucho la dimensión de pastor del sacerdocio. Uno va conociendo a los jóvenes, va sabiendo lo que están viviendo y uno se va sintiendo más activo para proponerle orientaciones para su vida.
Sé que la formación de las personas en el seguimiento del Señor es algo lento, que toma mucho tiempo. Pero lo que me ha impresionado es que cuando uno ofrece una propuesta seria, validada por la coherencia de uno como sacerdote y de los jóvenes que participan en el movimiento, entusiasma mucho más.
Es bien importante que en mi trabajo como sacerdote y en lo que estamos haciendo como CVX estemos abiertos a las luces del Espíritu, a los llamados de Dios. Como sacerdote me entiendo al servicio de la Iglesia, participando de espacios eclesiales en que yo como jesuita y la CVX recibimos de la Iglesia un llamado súper concreto. Dentro de la Iglesia estamos llamados a vivir nuestro carisma y dar respuestas a las necesidades que hay en tantas personas.
Este apostolado que tengo en CVX se va combinando con otras tareas que voy desarrollando como sacerdote. Quiero dedicarle más tiempo al acompañamiento espiritual, especialmente a jóvenes. También a la celebración del sacramento de la reconciliación. Como sacerdote me siento muy llamado a desarrollar este ministerio.
Además el Provincial me ha destinado a participar en el Consejo Editorial de la Revista Mensaje, lo que significa en trabajo una reunión semanal y también leer y opinar sobre los artículos que se van publicando en la revista. También estoy haciendo clases de religión a un tercero medio del colegio San Ignacio El Bosque.
La vida de un jesuita está muy marcada por la tensión entre lo que es el ser y el hacer, la acción y la contemplación. La vida ministerial te puede hacer vivir en un día los polos de la vida, en la mañana puedes estar celebrando un bautizo, dando gracias a Dios por la nueva creatura, por el hijo de una familia. A la hora de almuerzo puedes estar celebrando un funeral, ayudando a una familia a despedir a un ser querido y hablando de la dimensión de la resurrección para nuestra fe, y en la noche te puede tocar un matrimonio. Y en medio de esto tienes conversas, tienes otros trabajo, estás preparando alguna prédica. Por esto la mirada de Dios como centro de todo lo que uno hace es lo fundamental.
El gran peligro es caer en el activismo y en mi caso frustrarme cuando las cosas no van saliendo como quiero y al ritmo que quiero. Pero al momento en que hago un buen examen de conciencia, puedo descubrir que Dios habla fuerte con otros criterios. Y el ritmo con que trabaja Dios, lo que va haciendo en personas y en situaciones, sí es muy fecundo.
La disponibilidad dentro de la Compañía es algo fundamental para mi y me hace ser feliz. El hecho de poder ser enviado donde pueda aportar y entregar un mejor servicio. Como dice San Pablo, hacerse “todo a todos”. Ser flexible en mis propios intereses y servir en los lugares donde me envíe la Compañía.
Como jesuita, cada vez se me hace más necesario y fuerte el espacio de la pausa diaria. Porque al final del día, después de todo el trabajo que uno ha tenido, de todas las conversas que uno ha tenido con personas, las reuniones, a mi se me hace necesario preguntarme por el paso de Dios en el día, cómo Dios ha ido hablando. Cómo darme cuenta de que Dios se va manifestando y lo puedo encontrar en personas y situaciones. Y en medio de eso encontrar la paz y la alegría.