Jorge Díaz SJ: Ser sacerdote en medio de un pueblo
¿Te Estás Dando a Medias?
Nací en Concepción. Mis padres son Jorge y María Raquel. Soy el hijo mayor del segundo matrimonio de mi papá, mi hermano Eduardo es once años menor que yo, es casado con Patricia y tiene una hijita de tres meses que se llama Antonia. También tengo una hermana mayor, María Eugenia, del matrimonio anterior de mi padre, ella tiene dos hijos, Raimundo y Simón, ambos casados y con niños. En total tengo siete sobrinos nietos, hasta ahora. Además, también del primer matrimonio de mi papá había un hermano que murió hace varios años, de la misma enfermedad que padecí.
Viví en Concepción hasta los 5 o 6 años. Tengo muy lindos recuerdos de la niñez, con paseos al campo entre San Rosendo y Hualqui, igual que “La Carmela”. En ese entonces éramos un familión de gente sencilla y congregado por mi bisabuela, Evarista. Ya no nos juntamos así.
Mis padres, son personas de mucho esfuerzo, comerciantes. Cuando era niño se fueron a Santiago y quedé al cuidado de mis abuelos. La abuela era evangélica, así que ese año estuve participando en la “escuela dominical de la Iglesia Metodista”. De allí tengo muy buenos recuerdos. Cuando ella murió hicimos una liturgia ecuménica con el pastor al que conocí de niño.
Mi familia llegó a la capital buscando nuevas oportunidades en lo económico. Estábamos en un barrio en el sector de Los Cerrillos, donde mis papás siguen viviendo. Tuve muchos amigos ahí, era una vida de barrio muy normal, sin problemas para jugar en la calle, lo pasábamos muy bien.
Hasta quinto básico estudié en un colegio del sector de Mapocho, cerca de donde mis papás tenían una ferretería. Desde sexto a cuarto medio estuve en el Instituto Nacional, un colegio grande y académicamente muy bueno.
Hoy siento que en ese colegio de alguna manera se me juntaba Chile. En mi curso había gente muy humilde, personas de mucho dinero, partidarios de la dictadura, y opositores muy fuertes también. Convivíamos, pero claro, tampoco se podía hablar con normalidad de lo que ocurría, como sucedía en el país. Yo más bien desperté a la realidad cuando ya estaba en la universidad.
En el Instituto era de los menores del curso. Era malo para el fútbol, nunca me gustó. Pero sí tenía harta capacidad para hacer amigos, me las arreglaba para pasarlo bien y me entretuve. Curiosamente en mi curso no quedaron muchas amistades para toda la vida. Muchos años después de egresados, el 81, parte del grupo se ha reunido anualmente. Sólo he podido asistir una vez, pues vivo en Arica.
Como alumno era regular, del montón. Iba a fiestas, pero en general yo era tranquilo. En la Universidad empecé a volar.
Salí del colegio en 1981 y creo que todavía era muy inmaduro. Me fue bien en la prueba de aptitud académica, y me gustaba mucho la física. Gracias a los consejos de un gran profesor, postulé a ingeniería en mecánica en la Universidad de Santiago, que según él era la mejor en esa carrera. Estudié dos años ahí, fue un tiempo bueno, tuve un pololeo largo y muy lindo. En la carrera me iba bien, pero al poco tiempo empecé a ver que la mecánica claramente no era lo mío, no la disfrutaba ni me imaginaba en eso. Decían “llegó un motor de avión” y yo no sentía ningún interés, mientras que mis compañeros alucinaban.
Además, me fui metiendo en la política, entrando en grupos de grupos de oposición fuerte, sin militar en ningún partido en especial, pero con el riesgo que eso significaba en esos años. Lo hacía un poco escondido, por lo mismo: en mi familia no tenían idea de que yo estaba en esto. Pero si bien era algo que me apasionaba y me movía a luchar, en realidad lo pasé bien mal. Me detuvieron un par de veces y comenzaron a amenazarme cada vez más. La cosa se puso fea. Junto al poco gusto por la carrera, inmadurez y la inseguridad, esto me hizo decidirme por dejar la universidad.
El año siguiente trabajé con mis papás en su negocio. Pero yo tenía claro que era importante seguir estudiando. Así que decidí entrar a Auditoría en la Universidad de Chile. Esa carrera me ayudaría a manejar algún negocio, además era en horario vespertino y por lo tanto me permitiría trabajar. Sin duda no tenía vocación en la contabilidad, sin embargo terminé esa carrera y trabajé un tiempo en eso.
Seguía trabajando un poco con mis papás y en otras cosas menores, estudiando, algo metido en acciones de protesta política. A esas alturas la oposición ya estaba más organizada. En los últimos años de la carrera, comencé a trabajar en una empresa.
Tengo buenos recuerdos de ese tiempo de la U de Chile: Pertenecía a un muy buen grupo de amigos. Después varios de ellos se casaron y así el grupo se fortaleció más aún. En esos mismos años conocía a una chica que fue muy importante, con la que compartimos en forma especial el interés por el trabajo social, en el que nos fuimos metiendo poco a poco.
Fueron años intensos. Además de los estudios, la pega y la política, comencé a ser voluntario en el Hogar de Cristo. En 1987 me enteré por el diario que existían los voluntarios. Yo era un gallo apasionado por hacer cosas, entonces cuando vi el aviso y que hacían cosas interesantes, llamé por teléfono. Y pregunté si era verdad que había voluntarios, porque eran años en que habían muchas voluntarias (estaban las damas de verde, las rojas, las rosadas, de todos colores), pero no había escuchado de voluntarios, salvo los bomberos. Me dieron que si, llegué al Hogar y me comprometí con el día en la tarde y noche que tenía libres, para trabajar en la hospedería de hombres. Y en realidad, esto a mí me fue agarrando del corazón. No solamente la actividad que podía desarrollar, sino que personas concretas en el Hogar de Cristo. Tengo grabados a fuego en mi corazón nombres, rostros de personas del hogar, de la hospedería, gente de la calle, que yo cada vez estoy más seguro de que mi vocación se la debo a ellos.
Pese a que hacía muchas cosas en esos años, el tiempo alcanzaba para todo. Por eso ahora les digo a los muchachos de la Parroquia donde trabajo actualmente que cuando uno es joven tiene tiempo para no enterarse de la teleserie y hacer muchísimas actividades que llenan la vida y ayudan a soñar.
Con la niña a la que me referí enganchábamos muy bien y nos potenciábamos en lo apostólico y en lo afectivo. Ella también estaba en el Hogar de Cristo. Invité a varios compañeros de la universidad al Hogar, unos quedaron, otros iban pasando. Nuestro grupo de amigos voluntarios era potente porque compartíamos todo: las fiestas, el servicio y los estudios, la amistad, sueños de futuro, etc.
Sin darme mucha cuenta, lo social fue lo que más me comenzó a mover. El apostolado fue ganando cada vez más protagonismo en mi vida. De repente, de un día en la Hospedería pasamos a dos, de dos a tres, de tres pasamos al domingo en la tarde en la cárcel, con lo que significaba para un cabro joven regalar el domingo en la tarde.
En la cárcel armamos un grupo de voluntarios jóvenes, muy entretenido y apasionado. Este proyecto surgió porque en la cárcel le pidieron al Hogar de Cristo que hiciera un programa con las personas que tenía enfermedades mentales, que estaban en la cárcel por algún motivo y que no podían salir porque no había nadie que se hiciera cargo de ellos. El Hogar hizo un programa de trabajo, y los voluntarios apoyábamos los domingos la terapia que hacían los psicólogos durante la semana.
Con el tiempo, me fui haciendo cargo del voluntariado del Hogar. Eso me fue uniendo más al proyecto del Hogar de Cristo, y me acerqué a la vida del Padre Hurtado. Yo creo que enganché con la gente de la calle y con la figura del padre Hurtado. Un día, yendo a la cárcel, una de las personas que me llevaba, José Zavala Presidente del Hogar en esos años, me dice “¿y tú chiquillo, has leído la vida del padre Hurtado?”. Yo nunca lo había leído. Y me pasó un librito, el primero que se escribió sobre él. Lo empecé a leer y se me empezó a ir todo a la punta del cerro. Yo era un gallo reconocido como un cabro bueno, que estudiaba y lo pasaba bien pero también dedicaba su tiempo a los demás. Y yo me creía ese cuento. En la universidad se destacaba la gente que hacía estas cosas. Y leyendo al padre Hurtado me di cuenta de que me la creía. Un día llegué a mi casa, estaba lloviendo. En ese tiempo se podía prender fuego en Santiago y nosotros teníamos una chimenea chiquitita. Prendí la chimenea, era bien tarde, me armé un traguito y me puse a leer. Me acuerdo como si fuera ayer. Y es como si el padre Hurtado me hubiera estado hablando, cuestionándome todo. Que en el fondo las cosas las estaba haciendo a medias, que en nada me estaba entregando completamente. Ni con la chiquilla, ni con la carrera, ni en la pega. Y lo que más me dolía es que en el Hogar tampoco me estaba entregando plenamente. Ahí me di cuenta de que estaba sintiendo un llamado súper fuerte a darme por completo en la gente más sencilla.
Sentía que la vida del padre Hurtado me cuestionaba por completo, que me daba a medias en todas partes. Pero donde me dolía era darme a medias con la gente que yo descubría que estaba queriendo.
No surgía la pregunta por la vida religiosa todavía. La respuesta en ese minuto fue empezar a meterme más a concho en el Hogar. Me fui metiendo en más cosas, invitando a gente a participar de esto, conversando con posibles voluntarios. Fuimos armando el voluntariado.
Quiero Ser Jesuita
Una persona clave en este tiempo fue Rodrigo Zaldívar. Para mí él era un modelo bien interesante, era un laico que podía desarrollarse como profesional y familiarmente, pero conjugándolo con una opción por los pobres. Después, en la misma línea, apareció la figura de Cristián del Campo Correa, otro laico muy comprometido. Son dos personas que ya partieron con Dios. Me ayudaron, me escucharon y me animaron mucho.
En ese tiempo ya estaba empezando a planificar mi vida laica, proyectándome en mi carrera profesional. Para mi era clara una opción más sencilla de vida, pero siempre lo pensaba como laico. Sin embargo, la figura de Hurtado me quebraba los esquemas: Hurtado despertó mis sueños.
A raíz de todo este proceso, decidí hacer la primera comunión a los 24 años. A los 25 me confirmé, y a los 26 entré a la Compañía.
Los indicios de la vocación fueron naciendo del modelo de personas que veía felices en la vida religiosa. Tuve el primer contacto con los jesuitas en el Hogar de Cristo, donde conocí a Josse van der Rest y Renato Poblete. Yoadmiro mucho a Josse van der Rest. Él me llevó a la cárcel, y a mi me admiraba la pasión, la risa y cómo me retaba este hombre.
Él en algún momento me habló de inconsecuencia, cuando inicialmente dije que no al proyecto del cárcel. “Nunca más me hables de los pobres”, me dijo esa vez. Me refregaba mis contradicciones en la cara, y me gustaba que lo hiciera. Pero sobre todo, yo lo veía contento a él. Lo veía llorar cuando nos encontrábamos con una situación muy inhumanaen la calle, y también reír a mandíbula batiente cuando con lo que había que reírse. Esa normalidad y esa pasión a mi me enamoraron.
Y si bien no tenía clara todavía la vocación religiosa, ese estilo de vida me entusiasmaba mucho. Dejé la misa donde iba siempre, cerca de mi casa, y empecé a ir a Jesús Obrero. Me encantaba estar cerca de la tumba del padre Hurtado, sentía que él estaba allí y que mi centro afectivo se estaba trasladando a ese lugar.
Hice buenos amigos en esa parroquia, que todavía tengo. Durante un tiempo estuve en una comunidad ahí. Conocí a Nano Contreras, que en ese tiempo era Vicario. Y poco a poco se fue dibujando la vocación. Rodrigo Zaldívar, con el que conversaba siempre sin darme cuenta de que eso era un acompañamiento espiritual, me mandó a conversar con un jesuita, Keno Valenzuela, cuando le comenté por primera vez que tenía la inquietud vocacional. Eso fue en 1990.
Hasta ese momento yo seguía mi relación con la chica. En un momento ella me dijo “¿estás pensando entrar a cura?” Yo le respondí que no sabía y que era un tema que estaba presente. Decidimos que era prudente no seguir juntos. Pero seguimos igual un tiempo, hasta que mis preguntas se pusieron más serias, y ya no podíamos seguir.
Me costó mucho eso, sentí mucha pena. Ella es una excelente mujer, alguien con quien era fácil soñar, con opciones de vida muy interesantes. Nos reíamos, lo pasábamos bien, disfrutábamos, soñábamos. Pero yo sentía que la vocación religiosa era mucho más fuerte. Sentía que Dios, de algún modo, me quería para algo y que yo estaba haciendo las cosas a medias en todo aspecto, también con ella.
Fui conociendo a algunos jesuitas. Y en realidad a mi me atraía el estilo de vida que llevaban. Me gustaban mucho las misas con ellos, en la capilla de sus casas. Me atraía verlos en la parroquia, conocer lo que estudiaban, cómo vivían, las cosas que hacían, los sueños mayores que había. Yo quería pertenecer a ese grupo, y cada vez era más fuerte ese deseo.
Al principio sólo conocía el Hogar de Cristo y la Parroquia Jesús Obrero. Pero después me fui enterando de que hacían más cosas. Y si bien yo no encontraba que tenía capacidades para todas las cosas que veía que hacían los jesuitas, me gustaba en lo que estaban metidos, lo que opinaban. Me gustaba, por ejemjplo, que al participar en una actividad a favor de los derechos humanos me podía encontrar con algún jesuita. Eso me confirmaba que la fe no es de la sacristía solamente.
Como en la Hospedería del Hogar de Cristo era un gallo visible para mucha gente, religiosos de otras congregaciones me invitaban a sus casas y obras apostólicas. Miraba y encontraba bueno lo que hacían, pero a mi me seguían llamando la atención los jesuitas. Después, cuando ya estaba postulando, me preguntaban qué pasaría si la Compañía no me aceptaba, pensando que postularía a otra congregación. Pero yo respondía que en ese caso seguiría trabajando donde estaba.
Las conversas con Keno me fueron ayudando a clarificar que lo que me estaba pasando era una posible vocación. Había llegado donde él complicado, porque no sabía lo que me estaba pasando. En el fondo, quería matar el chuncho porque la posibilidad de una vida religiosa me complicaba el esquema que estaba armando por otro lado. Pero tampoco estaba tranquilo con lo que me estaba pasando. Necesitaba calmar lo que me ocurría en el corazón.
Fuimos viendo que posiblemente había una vocación religiosa, y ante eso, yo me tiré. Dije “si, eso es lo que yo quiero, quiero vivir así, yo quiero entregarme así, quiero ser parte de este equipo”. Eso fue en diciembre de 1990. Le dije “vamos” a Keno.
En ese tiempo trabajaba en la Bolsa de Valores. Y, entre tantas pasiones y actividades, había dejado mi examen de grado pendiente.
Postulé a la Compañía el 1 de enero de 1991, a las 8 de la mañana. El Provincial, Guillermo Marshall, no tenía otro horario para recibirme. Qué horror, llegué con un sueño atroz. Como soy bien bruto, cuando me preguntó “¿de dónde vienes?” yo le respondí “qué quiere que le diga… fui a mi casa a ducharme y acá estoy, no he tomado ni desayuno, hace media estaba bailando”. Así postulé a la Compañía: bailando hace media hora.
Pasé por los examinadores y todo el proceso. Me dieron la respuesta unos 25 días después. Yo estaba súper nervioso, quería saber luego para poder contar en la pega. En la Bolsa de Valores se estaba armando un equipo profesional y sentía que contaban conmigo, entonces era difícil decir “yo llego hasta aquí no más”.
Me aceptaron, pero Guillermo me dio una respuesta que no esperaba. Me dijo “perfecto, tú entras a la Compañía, pero das tu examen de grado”.
Para mí era una tremenda lata, ya llevaba tiempo trabajando y sin tomar libros de estudio. “Empiezas a estudiar”, me dijo Guillermo. “Pero así no alcanzo a entrar en marzo”, le respondí, porque los Novicios entraban en marzo a la Compañía y pensaba que con esa excusa podría evitar el examen. “Bueno, entonces entras después”, fue la simple respuesta de él.
Así que dejé el trabajo, me puse a estudiar, di el examen de grado un jueves, y el domingo siguiente entré a la Compañía. Era el 28 de abril de 1991.
El tiempo que hay entre estar aceptado y el ingreso a la Compañía fue muy difícil. Fueron tres meses en que tenía claridad de que estaba aceptado, pero todavía no era religioso. Me concentré mucho en los estudios, pero igual es difícil manejar esta situación en que uno sabe que será religioso, pero igual todavía no lo es. En marzo fui a la entrada de mis compañeros de generación y sentía que yo todavía no podía estar en lo mismo, eso me producía mucha ansiedad.
En ese tiempo vivía aún con mis papás. Les conté a ellos poco antes de postular, mientras estaba en discernimiento. Para mí era importante la reacción de ellos, pero cuando les dije, no fue muy buena. Siempre respetaron mi opción, pero creo que no querían eso para mí, sobre todo mi mamá. Su familia era muy sencilla, sus padres son la primera generación que pasa del campo a la ciudad, y nosotros, mi hermano y primos, hemos sido la primera que va a la universidad y saca una carrera. Eso significa para ellos un gran esfuerzo. Entonces creo que mi mamá sentía que todo el trabajo para que yo llegara a la universidad se había ido al tacho. Además, yo había estado harto tiempo con una niña que a ella le gustaba y también tenía sus sueños. Creo que por dentro debe haber pensado “esta era una excelente mujer, y este idiota la bota”. Tal vez mi madre sentía algo de frustración porque sus anhelos y expectativas de tener nietos no se iban a cumplir por un buen tiempo. Pero de todos modos, ella y mi papá siempre respetaron lo que hacía.
En el trabajo fue una sorpresa mayor. Pese a que varios sabían que yo estaba en el Hogar de Cristo, para muchos el tema religioso era algo lejano. Cuando le conté a un compañero que iba a entrar en la Compañía de Jesús me preguntó cuánto me habían ofrecido… pensaba que era una especie de trabajo, porque no podía entender que me metía a cura. En realidad muchos se vieron sorprendidos.
Sacerdote para los más Sencillos
Por fin entré al Noviciado en abril, un mes y algo después que todos mis compañeros. Yo era el mayor, y una de las cosas que me costó mucho tener fue volver a pedir permiso. Ya llevaba muchos años sin hacerlo, manejándome solo, con mi plata y todo eso. Entonces me fue difícil.
Diría que lo una de las cosas más relevantes de esos primeros años, además del aprendizaje espiritual, fue la vida comunitaria. Yo no estaba acostumbrado a vivir con más gente de edad parecida a la mía.
También fue importante el cambio de costumbres, de lo que hacía de manera habitual. Después de la agitada vida que tenía en mis años de estudiante, trabajando, metido en política y en el Hogar de Cristo, yo sentía que en el Noviciado no hacía nada. Una vez estábamos de vacaciones de invierno y yo le dije al Maestro de Novicios, “vacaciones de qué, si no hacemos nada acá, antes de entrar a la Compañía, yo me levantaba más temprano y me acostaba bastante más tarde”. Pero en el Noviciado teníamos un ritmo de vida muy pauteado: la campana para el desayuno, para los aseos, para estudiar, para el almuerzo, para rezar, para leer, para acostarse… para todo. Y nos acostábamos a las 22:30. A esa hora yo estaba en lo mejor de mis actividades, antes. Y no entendía por qué a pesar de hacer tan poco, me sentía agotado. Después me di cuenta de que este cambio de hábitos era, efectivamente, muy cansador.
Pese a que en un principio el Noviciado fue un poco árido, fue una preparación muy importante para mi vida religiosa. Finalmente, salí de ahí muy cambiado.
Salí confirmando que quería entrar a la Compañía, pero sin la exageración, sin la excitación ni la pasión inicial con la que entré al Noviciado. Esto de estar con la gente más sencilla, trabajando, nada de eso fue, porque Noviciado es un tiempo para adentro, un tiempo para cambiar hábitos, un tiempo de aprender disciplina, conocer algo más de la Compañía, de aprender a rezar e ir aprendiendo a ser religioso. Eso no lo intuí en el primer tiempo. Pero sí al salir del Noviciado yo pude decir más tranquilamente “si, aquí me quiero quedar, esto es lo mío, confirmo que quiero ser jesuita.
Todavía no tenía asimilado eso sí el tema del sacerdocio, estaba lejos de eso aún. Pero tenía cierta convicción de que aquí me quería morir, que aquí estaba la gente que quiero, los sueños, los proyectos, el estilo de vida.
Una de las experiencias en el Noviciado es ir a un Mes de Hospital. Yo le decía al Maestro de Novicios que si esto era algo así como una prueba de fortaleza sería bueno que me enviara a un hospital tradicional, porque yo tenía problemas con ver sangre y todo eso. Pero conversando más en serio sobre el proceso interno que estaba viviendo en el Noviciado, vimos que por mi historia, lo que me haría bien era ir a un lugar como el Cottolengo, donde no iba a poder cambiar nada, ni ser protagonista. En el Hogar de Cristo uno puede cambiar situaciones, y esos cambios se ven en los rostros de las personas. Eso a uno le produce una consolación, porque ves que la persona ha ganado en dignidad. En el Cottolengo eso no iba a ocurrir. Yo no iba a poder cambiar ninguna situación. Durante ese mes, nadie me iba a reconocer, iba a estar y solamente a ayudar muy humildemente.
Eso fue lo que ocurrió, y para mí fue importante reconocer que hay tiempos que no son los míos. Encontrarme muchas veces con el sinsentido, o sin ninguna explicación para dar cuenta de una situación tan dolorosa como las que veía cada día en ese lugar. Era fuerte ser conciente de que ahí yo no podía producir ningún cambio. Simplemente me dedicaba a levantar a las personas, hacer aseos, limpiar, llevar cosas, dar de comer a las personas que allí están, las bañaba, las acostaba, y se acabó. Y al otro lo mismo, y al otro día igual. La gran mayoría es gente que no está en recuperación, sino que están ahí para siempre, abandonados. Y uno reconoce que es importantísimo también estar ahí. Fue una lección al espíritu activista con que venía.
Los primeros votos al terminar el Noviciado fueron un momento importante para decir “si, esto es lo que elijo”. Y siento que la vida en la Compañía, desde su estructura, me ha ido poniendo nuevas posibilidades de elección, y nuevas pruebas: Magisterio, Teologado, la vida apostólica, la conversa espiritual. Todas esas etapas y procesos van poniendo muchas herramientas para volver a elegir.
Pero también siento que la vida misma a uno le va poniendo situaciones que lo hacen volver a elegir, o volver a confirmar. Gracias a Dios no me encontrado en la Compañía ante una encrucijada, que me haga decir “¿me quedo o me voy?”. Siempre mi elección ha sido confirmar en lo que estoy. Y en el último tiempo, la enfermedad ha sido ciertamente un tiempo confirmatorio, absoluto e inesperado. Es la misma elección, pero tiene nuevas vestiduras. Porque uno ha descubierto nuevas cosas.
Luego finalizando el Noviciado vinieron los votos, luego y la Filosofía. Fue una época de volver a estudiar, una reapertura al mundo. Fue como regresar con miradas diferentes, críticas: un regreso con otras lecturas. También esto significó más de algún conflicto interno.
Desde el Noviciado estuve vinculado apostólicamente a la parroquia Santa Cruz, luego a Jesús Obrero. Sumándole mis años previos en el Hogar de Cristo, llegaba a completar más de 10 años trabajando en el mismo sector. Por eso, durante el Magisterio me enviaron a algo completamente distinto: el colegio San Ignacio El Bosque.
Llegué con “temor y temblor”. No había sido alumno de un colegio jesuita, no pertenecía a ese medio económico, nunca había estado en CVX, nunca había trabajado en un colegio. Para mi era todo absolutamente nuevo.
Y en realidad, lo pasé el descueve en El Bosque. Había una cantidad de posibilidades de hacer cosas, con gente tremendamente generosa, con chiquillos que tenían exactamente los mismos problemas que los de la población Nogales o Jesús Obrero, aunque con expresiones distintas: soledades, excesos, abandono, pasiones, desórdenes. Pero también me encontré con muchachos muy generosos y de gran bondad.
Me impresionó la cantidad de medios que teníamos para hacer cosas, y de verdad creo que se aprovechaban muy bien. Las experiencias formativas para los alumnos, como trabajos de fábrica, de verano, retiros, jornadas, misiones, eran cosas de calidad. Tanto en la educación básica como en la media había jesuitas y profesores de una calidad humana excelente.
En el colegio fui profesor jefe de un segundo medio, estuve a cargo de la CVX, conversaba con jóvenes y preparaba algunas actividades formativas.
Estuve trabajando ahí durante dos años. Me hizo mucho bien la conversa con los chiquillos, ser testigo de lo que estaba pasando con ellos. Yo creo que la conversa con ellos, el ser testigo, el que ellos se atrevieran a confiar en uno y a abrirse, recién en el Magisterio, me hizo soñar con el sacerdocio.
Y vino entonces una nueva confirmación de la elección. Ahí siento que empecé a vestir mi vocación de sacerdocio. Se empiezan a despejar las nubes, y se ve un deseo claro. Y pude ver con certeza que yo quiero dedicar mi vida a ser jesuita, pero además a ser sacerdote en medio de un pueblo.
Y a pesar de que en El Bosque lo pasé bien, me hizo bien, llevé mi corazón y pude hacer grandes amigos, confirmé que pese a que estaré dispuesto a donde me envíen, yo quiero ser un cura para la gente sencilla.
Por eso el Magisterio fue clave en mi vida. Y con esa convicción llegué a los estudios de Teología, con grandes deseos de ser cura. La Compañía me fue acompañando en esto. En esos años mis conversas espirituales se centraron en el tema del sacerdocio.
Durante la Teología fuimos conversando y discerniendo la posibilidad de ordenarme justo después de terminar la Teología, y no después de la Licenciatura como lo hacen los jesuitas en general. Eso significaba adelantar la ordenación a cuando recién terminara esos primeros estudios. Luego, trabajaría un par de años y recién ahí partir a estudiar nuevamente. Por lo tanto, siendo estudiante de Teología me ordené de Diácono, y terminada la Teología me ordené de cura.
Jesuita en la Enfermedad
Luego de ordenarme me enviaron de inmediato a Arica. Antes de la Ordenación yo me ofrecí para formarme como párroco, porque me gusta el trabajo popular. La propuesta inicial de la Compañía fue trabajar en Arica un par de años. En esa ciudad los jesuitas trabajábamos en tres parroquias, y la idea era conocerlas para tener una experiencia potente a nivel parroquial y popular, y desde allí partir a estudiar haciendo una síntesis de lo vivido para ofrecerme mejor.
Ése era el plan. Pero los planes fueron cambiando. A los meses de haber llegado a Arica, me pidieron que fuera Párroco. No estaba en el contrato, pero bien, había que asumirlo. Fui Párroco, y a los meses de ser párroco, me vino un derrame cerebral.
Ese primer tiempo como Párroco me hizo volver a sentirme confirmado. Yo diría que esa es una gracia que Dios me ha regalado: me he sentido muy gustoso en todas las misiones que la Compañía me ha encomendado, he tenido buenas experiencias comunitarias y apostólicas.
Durante siete meses fui Párroco, hasta la enfermedad. En mi formación como jesuita había tenido varios apostolados en parroquias, así que esto no era completamente nuevo para mí. En esos meses fui conociendo a la comunidad de Arica, sus gracias, sus dificultades, y también dejé que ellos me conocieran a mí.
En eso estábamos, cuando vino el accidente vascular. Era febrero, tiempo de vacaciones. Primero pasé unos días en Concepción viendo a mi familia, luego estuve en Tirúa con la comunidad jesuita de esa localidad mapuche. Allá me dolió la cabeza, pero pasó. Partí a Santiago, y al llegar me dio el derrame.
Me llevaron a la posta y de ahí me derivaron al Hospital de Neurocirugía. Tenía momentos de conciencia e inconciencia. Me despertaba, luego caía inconciente de nuevo. Recuerdo algo de la posta y el traslado en ambulancia a Neurocirugía, luego los exámenes ahí.
Recuerdo que elmédico me dijo que sabía que yo era cura y si quería que me dieran la Unción de los Enfermos. Me explicó que tenía un derrame cerebral grande, masivo, que me tenían que operar en un momento más y que las posibilidades de la operación eran muy pocas. El que me anunciaran la posibilidad de mi muerte me produjo una paz inesperada, que nunca más he vuelto a tener en mi vida, salvo en momentos en que esta situación se ha repetido. Dije “osea que de nuevo me desmayo, y despierto con Dios”. Meses después pensaba “¡pero qué inconciencia!”, nunca me imaginé que podía irme a otra parte… ¡qué falta de conciencia de pecado!
Es algo que me quedó grabado en el corazón para siempre y que me hace mirar de una manera muy distinta la muerte.
Al día siguiente, después de la operación me desperté y dije “uh, estoy acá”. Me podía mover y estaba más conciente. En la operación me pusieron un clip de titanio en la cabeza. Me dijeron que había salido todo bien, pero me advirtieron que en unos días podía venir una crisis, y que el riesgo de eso era quedar con un daño cerebral.
Unos días después vino la crisis. Fue fuerte. Me acuerdo que se tiraron encima mío y me inyectaron. Y al despertar, tenía alucinaciones. Yo juraba que estaba en Concepción, no sé cuántos días estuve así. Quizás porque le tengo mucho afecto a esa ciudad. Veía de repente a personas que no estaban ahí, tenía alucinaciones todo el tiempo. Muchos pensaron “este gallo quedó chalado”. Recuerdo a mi mamá, que es una mujer bien estable, mirando por la ventana y llorando, tranquila. Mi padre ya había perdido un hijo por esta misma causa hacía varios años. El, sin duda, pasaba un pésimo momento también.
Finalmente pasó esa etapa y después de algo más de un mes me dieron de alta. Pero después de los exámenes finales, el médico me dijo, como en el chiste: “Jorge, ¿te doy la noticia buena o la mala?”. La buena era que el clip estaba bien puesto, la herida había cicatrizado y que los exámenes estaban bien. La mala: había otro aneurisma en la cabeza, a punto de reventar. El doctor me advirtió que podía reventar, como también podía quedar así toda la vida, sin hacer crisis. Me dijo que yo debía tomar la decisión, aunque él recomendaba operar. Era una decisión arriesgada, porque el lugar donde estaba esta aneurisma era cercano al anterior.
Llegó el Provincial, que con todo este proceso ha jugado un papel muy paternal para mí. Me dijo que la Compañía iba a respetar lo que yo dijera. Yo pedí vacaciones de una semana, para salir un poco del hospital, y luego volver a operarme por segunda vez.
Pasé esa semana en el Noviciado, y luego volví al hospital. Llegué entregado. Yo tengo mucha confianza, y no es una postura para el escenario. Con todo lo que me ha pasado, yo estoy seguro de que a mi nada malo me puede pasar. Aunque me muera. Como me dijo el médico, aunque quede huevón.
En el libro Paula, en un momento Isabel Allende cuenta que ella en la noche no dormía, espantando la muerte de su hija. Y yo siento que viví una experiencia muy similar. Tuve una profunda experiencia de Dios. Cuando la gente dice “esto es una prueba de Dios”, yo respondo que eso es mentira. Esto no es una prueba de Dios, son cosas que nos pasan porque estamos vivos. Pero sí tengo la certeza de que Dios ha estado conmigo, con una cercanía increíble, en todo este tiempo. Puedo dar fe de la cercanía de Dios en tiempos de dificultad. Y de un Dios próximo que está como espantando la desesperanza, acompañando y padeciendo los dolores y temores que tenemos en esos momentos.
La operación salió bien. Pusieron un segundo clip de titanio al otro lado. Yo digo que es para dejar las cosas equilibradas. Fue más corto esta vez, porque no hubo derrame. Pero nuevamente el médico me dijo: “¿noticia buena o mala?”. La buena era que el segundo clip quedó bien puesto. La mala, tengo un tercer aneurisma y algún grado de hidrocefalia. Este nuevo aneurisma está en un lugar más complicado. Me dijeron que quizás las posibilidades de que reviente son menores. Así que ahí quedamos, no lo van a operar.
Una vez recuperado volví a Arica. Pasé poco tiempo ahí y vino un tercer accidente. Esta vez perdí el habla y parte de la vista durante un día. Estuve hospitalizado en Arica y me mandaron a Santiago. Vieron que había sido un accidente vascular menor, pero no requirió ser intervenido, así que pude volver al norte y retomar poco a poco mi trabajo en esa ciudad.
Hace dos años comencé a sentir una hinchazón en la cabeza, que me molestaba. La cosa se fue complicando y en febrero fui al médico que me operó las dos veces anteriores. Me hizo exámenes y me dijo “Jorge, te tengo que operar ahora”. Me parecía una broma, le dije “ya, córtala!” Y me muestra que había un tumor que se estaba poniendo feo y que había que sacarlo inmediatamente. Así que de nuevo me abrieron la cabeza y sacaron el tumor, que estaba sobre y bajo el hueso del cráneo.
Pese a todo lo que me ha pasado, no he quedado con ninguna secuela. Algunos médicos en el hospital me dicen “el milagrito”. Sólo quedé con algunas molestias, me canso con mayor facilidad. Si me empieza a doler la cabeza tengo que parar un poquito, dormir o recostarme. El trasnoche me hace mal. Y los ruidos fuertes también. En resumen: nada.
Después de la tercera operación me quedé en Santiago algunos meses. En ese tiempo descubrieron otro tumor que aparecía, esto lo trataron con medicamentos y está controlado.
Para mí, más que todos los detalles de esta enfermedad, lo central ha sido la experiencia de Dios súper potente que ha significado en mi vida. Revisando mis cosas, la otra vez veía la carta con la cual yo pedí las órdenes. Y me decía esta es una carta bonita, que dice la verdad. Pero hoy yo no escribiría la misma carta. Sentí que todas las cosas que decía, por las cuales yo quería ser cura, estaban tejidas por las cosas que yo quería hacer. Y hoy por hoy, siento que el sacerdocio es una gracia de Dios, y no se hace por las cosas que yo voy a hacer.
Mirado desde afuera alguien podría decir que si ya no puedo hacer lo mismo que antes, ya no sirvo, me tendría que ir. Pero es todo lo contrario. Yo me he sentido profundamente jesuita mirando el techo en el hospital, sin saber qué va a pasar conmigo. En un momento no sabía si iba a poder caminar, si iba a poder leer, tenía temores a cómo quedaría, pero igual me sentía profundamente jesuita. Es la presencia total de Dios en el deseo de sanar, en la incertidumbre, en la motivación diaria, en la nueva mirada de las cosas. Es la presencia de Dios en el deseo de vivir la VIDA.
Siento que este “quiero ser jesuita”, se ha ido sellando con la enfermedad.
Si hoy volviera a escribir esa carta, diría que ser sacerdote es primero una gracia de Dios, y segundo una gracia de Dios. Que quiero recibir y a la cual yo deseo responder. Si algo me ha pasado en toda esta historia, es que sin yo quererlo, me he tenido que poner en las manos de Dios. Cuando uno va entrando de nuevo al quirófano y dice “bueno, esta vez que nos vaya bien, si Dios quiere”, ese “si Dios quiere” es verdad. Es verdad decirle a Dios “mira, estoy en tus manos, y me siento súper seguro en tus manos”. Con la seguridad de que nada malo me va a pasar, aunque me muera. Dios mueve el deseo de sanar, el deseo de vivir, de mirar.
El año pasado estaba en Santiago y no estaba muy bien. Los medicamentos me hacían sentir muy mal. Una comunidad me pidió que los acompañara en la Semana Santa. Dije que con todo gusto, pero que sólo iba a poner las manos para la consagración, porque no me sentía con fuerzas para mucho más, no estaba ni para predicar. Les dije que ellos iban a estar a cargo de todo. Yo estaba en la residencia San Ignacio, en la enfermería, donde alguien me decía “esto es como ir acompañando a Jesús en la cruz”. Y así partí. Pero sentí en el vía crucis en Pudahuel, que en realidad era Jesucristo el que iba acompañándome a mí y me sentí animado a caminar y hacer algo más que sólo “poner las manos”.
Hay también una experiencia profunda en sentirme muy acompañado por mi familia, por mis compañeros jesuitas, los amigos laicos. La oración de tantos y tantas que de diverso modo se hacían presentes. Todo me hace pensar que esta historia que es mía es también la de ellos, la de todos, una más de la presencia de Dios en medio nuestro.
Apostólicamente hay temas que antes yo no me atrevía a tocar con la gente. Hoy para mi hablar con un enfermo o con una persona mayor que está mal no es algo tan complicado, siento que allí puedo hacer un aporte. Me atrevo a preguntarle si está pensando en la muerte. Uno entra en un diálogo con la gente al que antes le tenía mucho miedo. A raíz de la propia experiencia he podido acompañar procesos personales y familiares bien dolorosos, pero transformados también en procesos de Dios. Sin duda, como decía el P. Hurtado, “… la muerte es el encuentro con Dios…” Ahora bien, es un encuentro no sólo para quien fallece, sino de otro modo, también lo es para aquellos que acompañan y lloran la partida de esa persona querida. Ciertamente, podemos encontrarnos con Dios en la muerte de alguien.
Ahora ya estoy en Arica nuevamente, con mi labor de sacerdote plenamente retomada. Estoy a cargo del Centro Ignaciano de Arica, de la Parroquia El Carmen, y acabo de asumir otro servicio en la Diócesis. Pese a que hago hartas cosas, hoy me siento más libre para decir que no, con el costo afectivo que eso significa. Hace un tiempo atrás yo hubiese querido estar en todos los lugares, para responder a las expectativas de la gente. Pero ahora sé que no se puede. Siento que la vida es preciosa y hay que trabajarla y también gozarla. Y me siento un gallo de verdad contento con esta vida de yapa que me ha tocado vivir.
Creo profundamente en la frase ignaciana que dice que todos somos partícipes de la misión de Jesucristo. Y me siento orgulloso de poder participar en ella. La plegaria eucarística 2 de la misa, dice “Señor, te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia”. Eso me mueve: que Dios nos invita a participar de su misión.
Ya llevo un año sin problemas de salud. Así que a veces siento que, a pesar de haberme ordenado hace bastante tiempo, sólo llevo un año como sacerdote.
Estoy agradecido de lo que me ha tocado vivir en mi juventud, agradecido de los amores, de muchas de mis pasiones, arrepentido de muchas de ellas también y de mis pecados que son muchos más de los que puedo y me atrevo a reconocer. Pero aunque no quiero olvidar eso, siento que mi vida en grande la he vivido ahora, en la Compañía. Siento que mi vida la he hecho acá.
Entré hace 16 años a la Compañía, y me siento de verdad en mi casa. Quizás por el hecho de haber vivido cosas tan fuertes en la Compañía, siento que soy de acá, que dependo de la Compañía.
Hoy se reconfirma ese “yo quiero ser jesuita”. No sólo porque me cuidaron en la enfermedad, sino que porque me interesa el proyecto que tenemos. Me apasiona la misión que tenemos en Arica, que tiene que ver con los pobres, con la formación, en un contexto de frontera. Me gusta ver nuestro proyecto y decir “soy parte de esto”.
Siento que estoy participando de algo que no es mío, sino que es de Dios. Es un proyecto potente, que se ha irradiando a los laicos desde que tenemos la Red Ignaciana en Arica. Toma el corazón decir que esto no es mío, que hay una historia, un cuerpo de gente. Que hay compañeros nuestros que ya están con el Señor y que pasaron hace una porrada de años. Que esto no es ni Jorge Díaz, Nano, John, Eugenio, Nelson. Esto es historia, y esto es de Dios.
Por eso quiero ser jesuita: porque es una gracia de Dios y porque desde allí estoy invitado a participar en la misión que no es mía, que es de Él, que es de Jesús.