José Aldunate SJ: Construir el Reino en la tierra
INFANCIA A LA INGLESA
Nací hace mucho tiempo, un 5 de junio de 1917, el año de la Revolución Rusa. El mundo estaba en la I Guerra Mundial.
Nací en la avenida Macul, que en ese tiempo era una línea de casas en medio del campo. Ahí mis padres, Carlos Aldunate Errázuriz y Adriana Lyon Lynch, tenían una casa. Mi papá era más bien de una línea tradicional chilena, una familia vasca llegada a Chile buscando ganarse la vida hace ya 2 siglos. Mi madre también venía de una familia muy tradicional, de ingleses. Mi bisabuelo llegó a Valparaíso y ahí conoció a una chilena muy bonita con la que forjó una dinastía. No sé cómo se encontrarían mi papá con mi mamá. Sé que mi mamá quería ser religiosa del Sagrado Corazón, pero mi papá no le permitió. Se casó con mi papá y formaron una familia muy cristiana. Ella marcó mucho la vida de mi padre, que convirtió de alguna manera a la piedad.
Éramos cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres: Carlos, mi hermano mayor, luego venía yo, mi hermana María y Pelagia, la más pequeña.
A los dos o tres años de mi nacimiento nos fuimos a vivir a la casa de mi abuela Amelia, en Vicuña Mackenna. Mi mamá quiso darnos una educación inglesa: teníamos unas institutrices venidas de Inglaterra en la casa. Mis primeras palabras fueron en inglés, de niño me manejaba mejor en inglés que en castellano.
Crecimos muy unidos mi hermano y yo. Al principio parece que peleábamos un poco, un día Carlos amaneció todo arañado. Pero finalmente llegamos a un acuerdo tácito. No recuerdo que lo hayamos tomado, pero implícitamente quedamos en que él mandaría y yo obedecería, como hermano segundo. ¡Así que fui obediente! Éramos muy amigos en realidad. Desde muy pequeños nos entendíamos bien.
Más adelante mi familia tuvo una casona vieja en la calle Riquelme, que aún subsiste después de tantos terremotos. Ahí crecimos. Fue una infancia austera. Mis padres no eran ricachones ni mucho menos, yo nunca tuve una bicicleta, mis primos tenían pero yo comprendía que era mucho pedir al viejo pascuero. Sin embargo mi familia recibió en herencia un fundo en Colchagua, que se llamaba Santa Irene de Almahue. Ahí yo tenía un caballito que me esperaba siempre en la estación para llevarme a la casa del fundo.
Así fue mi infancia hasta los diez años. Entonces mi madre realizó su sueño, de darnos de veras una educación inglesa, la mejor del mundo pensaba ella: partimos a Inglaterra toda la familia. Mis hermanas a un colegio del Sagrado Corazón en Londres, mi hermano y yo a un colegio jesuita que se llamaba Stonyhurst, en el norte de Inglaterra.
Nos fuimos en barco, era un largo viaje. Recuerdo el viaje de ida, nos fuimos por Buenos Aires. Ahí tomamos el barco. Mi papá era muy previsor y dijo este hijo va a ir a un colegio inglés, así que en el barco tomé clases de box para prepararme a enfrentar a colegiales ingleses. Nunca fui peleador, sin embargo me sirvieron esas clases a hacerme respetar un poco.
Me encontré a los diez años metido en un internado inglés, mi primera experiencia de colegio porque en Chile sólo había tenido educación doméstica. Ahí di mi primer año de humanidades. Llegué, bastante perdido, era un colegio grande. Pero poco a poco me fui acostumbrando.
Vivíamos en el internado, y mis papás llegaban en las vacaciones largas. Pudimos viajar en los veranos a España, a sus provincias vascongadas, y en los inviernos a las nieves de Suiza.
Fueron años duros, tal vez muy solitarios. Lo primero que me dijo mi hermano cuando llegamos allá fue “no tenemos que juntarnos porque nos van a decir los dos hermanitos, así que cada uno por su cuenta”. Y yo que siempre había sido muy dependiente de él me encontraba un poco solitario. Pero felizmente pude realizarme. Un muchacho chico se realiza con el éxito. Tuve cierto éxito en rugby y tuve éxito en el estudio. Los primeros años no pero los últimos sí: era en general el primero del curso, aún en inglés le ganaba a los demás. No tuve problema en cuanto al idioma.
Ese fue mi período inglés. No fue muy largo, de 1928 a 1930. Sin embargo fueron años muy decisivos en mi vida. Podemos decir que me forjé allá mi carácter, mi manera de ser.
Pero llegaron los años de la crisis económica que afectó fuertemente a Chile y mi papá dijo “ya no puedo sostener los gastos de cuatro niños en Inglaterra, así que nos volvemos a Chile”. Además, tampoco quería que me criara como un gringo.
Había que buscar un colegio. En el San Ignacio no nos quería recibir porque ya éramos grandes y veníamos del extranjero, con otras ideas. Pero teníamos un buen abogado, un viejo padre amigo de la familia que nos ayudó. Nos hicieron saltar varios años porque hicimos exámenes de madurez y los fuimos pasando. Entré al quinto año del San Ignacio. Los dos hermanos entramos al mismo año. Es tercero medio actual, y yo tenía 14 años.
El colegio no me marcó mucho, yo venía muy marcado por el colegio inglés. Éramos muy unidos yo y mi hermano, nos entreteníamos solos y vivimos como en un pequeño castillo, en nuestra casa de Riquelme. Éramos muy de casa. Pero a pesar de ser tan íntimos los dos éramos bien reservados. El inglés es reservado en general.
Mi hermano me sorprendió en las vacaciones entre quinto y sexto año. Estábamos en Algarrobo y nos dijo que en un par de meses se metía al Noviciado jesuita. Fue un cambio grande para mí: yo me quedaba como hermano mayor.
ELEGIR LA VIDA ETERNA
Comenzó un año (yo estaba ya en sexto de humanidades) de reflexión sobre mi futuro, qué sería en adelante. Me gustaban las matemáticas, eran mi especialidad en el colegio. La ingeniería para mí estaba abierta. Pero se me ocurrió que podría también seguir a mi hermano en su vocación de jesuita. Tenía mucha conciencia de que era una decisión mía, que no podía escoger una carrera porque mi hermano la había tomado.Tenía que ser algo muy personal, muy propio.
Estuve visitando a mi hermano en el Noviciado para conocer un poco la vida allá. Lo determinante en mi vocación fue un retiro espiritual al final de mi sexto año. Fueron tres días de un fin de semana. En cierta manera ese retiro fundó toda mi existencia. Capté una cosa muy a fondo: que lo que valía en la vida era no ésta existencia terrenal que tenemos, sino que la vida eterna. Esa norma de que hemos nacido para la vida eterna. Más vale la eternidad que dura para siempre, que ser feliz durante una existencia que dura tan poco. La vida pasa, la eternidad permanece. Ese contraste entre el valor de la vida y la eternidad lo capté muy profundamente.
Ese verano del año 1933 en Algarrobo lo pasé reflexionando sobre eso. No me decidía en realidad porque pensaba que si fuera tan sencillo este argumento todo el mundo que tendría un poco de fe se haría jesuita, porque ellos aseguraban mejor la eternidad que una vida en el mundo. Me parecía que mi reflexión no era tan válida.
Creo que lo que faltaba en ese momento era un empujoncito afectivo, era demasiado racional toda esta reflexión. Y no era fácil decidir una vida simplemente por la razón. Lo quería hacer, pero me faltaba ese empujoncito.
Ese empujoncito me llegó por la lectura de unos libros.Creo que me pasó un poco lo de San Ignacio que cuando estaba aburrido después de una operación difícil se puso a leer vidas de santos y entonces se le ocurrió hacer él lo que hicieron los santos. Algo así me pasó a mí, ahí en Algarrobo, en la casita de mis padres, donde encontré un viejo libro que se llamaba “Florecillas de San Francisco”. La vida de San Francisco me impactó, en realidad. Teníamos una vida con dibujos de Pedro Subercaseaux, y me había impresionado la imagen de Francisco de Asís que devolvía a su familia la ropa, todo lo que había recibido de ellos, y el obispo entonces lo cubrió con su manto en el momento en que dejó a su familia y se convirtió como servidor de la Iglesia. Lo que yo leí en ese verano era la historia de los discípulos de Francisco de Asís. Ellos escogieron esa vida, andar por el mundosin llevar nada, viviendo de limosnas, hablando a la gente de Dios. Eso de andar por el mundo, la idea de salir de lo ordinario me atrajo mucho. Eso de casarme, de tener un fundo, poder administrar y tener mucha plata o responsabilidades no me atraía en nada.
Recuerdo que ese verano mi padre compró un fundo ovejero en la costa. Lo acompañé a la compra, había que contar las ovejas. Mi papá me habló de sus negocios, sus asuntos. Yo era el único hijo hombre que le quedaba, me miraba como quien tenía que sucederle.Nada de eso me interesaba en el fondo: era temporal, debía terminar. Pero era duro dejarlos, ésa era mi gran dificultad, por ser el único hijo. Irme al convento era dejarlos sin hijo hombre, iba a ser duro para todos.
Pero al fin tomé la decisión. En Algarrobo andaba caminando, haciendo grandes paseos para decidirme. Al fin me decidí ese febrero y en marzo ya entré al Noviciado.
Mis padres fueron admirables. Cuando les dije mi decisión ya sospechaban, me veían demasiado abstraído. Mi papá fue el primero que contestó. Me dijo “por qué no esperas, podrías entrar a la universidad y después con más tiempo te decides”. Le dije que prefería entrar ahora. El inmediatamente dijo “no me opongo, Dios lo ha querido y está bien”. Mi mamá siempre había querido un hijo sacerdote, pero nunca había pedido dos.
No hablé esta decisión con ningún jesuita, ni siquiera con mi hermano. Nunca le dije que estaba deliberando sobre la vocación. Era esa forma de ser inglesa, mind your own business, precúpate de tu propio negocio.
COMPROMISO DEFINITIVO
No tuve ningún problema en la admisión, los jesuitas me conocían un poco del colegio y estaba mi hermano. Para mí era un poco un salto en el vacío, sin duda, porque aunque mi hermano era jesuita yo en realidad no sabía gran cosa de lo que eran los jesuitas, cómo era su vida. Lo único que tenía de cierto era que mi hermano estaba, y contento.
Lo principal era que haciéndome jesuita yo aseguraba mejor la otra vida, la vida eterna. Y eso ha sido lo que me ha sostenido todos estos años, que son muchos. No me importa nada la muerte porque uno contaba con eso toda la vida. Uno no tiene el corazón puesto en ninguna cosa de aquí abajo en forma definitiva.
Con los años que tengo, que son 92, veo que la vida es corta, que pasa luego y que no he buscado la felicidad en la vida religiosa.No entré para ser feliz: entré para ser feliz eternamente, no aquí abajo. Pero he sido muy feliz, eso es cierto. Sabiendo que estaba en buen camino. Eso fue la preocupación principal de mi vida: ponerme en buen camino.
He aprendido muchas cosas, los jesuitas me han enseñado que aunque esta vida no tiene el valor que muchos le dan, hay mucho que hacer, hay que preocuparse de tantas cosas.La vida eterna comienza aquí abajo,así que he valorado las cosas de la vida y me he preocupado bastante, me ha interesado siempre la política, la marcha del país y del mundo. Pero bajo la luz de la eternidad, sub lumine eternitatis. Bajo esta luz se aprecian mejor las cosas. Es importante todo lo que hay aquí abajo, pero hay que ponerlo en su sitio.
Mi hermano fue un apoyo grande en mi vida de Novicio. Cuando ingresé fue mi ángel: hay una costumbre en la Compañía, que cuando entra un novicio le asignan a otro que ya lleva un año, que te va introduciendo en la vida de la Compañía, explicando las cosas.
Yo no sé si comprendí mucho todos los documentos que me dieron para leer al entrar, donde explicaban qué es ser jesuita. No sé si los leí con mucha atención, eran documentos algo antiguos. Me bastaba ver contento y feliz a mi hermano. “No hay problema, sigo adelante” fue lo que yo pensé en mi noviciado.
El primer año fue duro. Chillán, donde estaba el Noviciado, era una ciudad de invierno frío y noches largas. Se me hizo un poco austero. Pero a la vez contento porque me sentía bien.
Y más contento todavía al terminar el Noviciado, cuando vinieron los votos. Son la promesa que hace el Novicio después de dos años. Es como un contrato mutuo que uno hace con la Compañía al terminar los dos años de Noviciado, si él está contento y la Compañía también. Uno se entrega, se compromete a ser jesuita, a vivir como jesuita, y la Compañía lo acoge. Y esa acogida de la Compañía me llenó de alegría. La Compañía me acogía, yo me entregaba a ella, ella me llevaría a Dios, a la eternidad. Para mí era la felicidad completa, era lo que yo buscaba. Fue un 1 de abril de 1935. El compromiso de los votos es como un matrimonio. Así fue mi compromiso, para toda la vida.
Este último 1 de abril fue un día de muchos recuerdos para mí. Recordar ese día es como volver a los 17, como el bonito canto de Violeta Parra. Si yo vuelvo a los 17 regreso a ese compromiso que hice con Dios. Creo que fue el día más gozoso de mi vida, cuando pude comprometerme definitivamente con la Compañía.
En un principio tenía ciertas dudas, me preguntaba si iba a ser útil, si iba a servir. Pero luego de los votos se me fueron todas las dudas. Así que la obediencia no me ha costado nunca porque yo me fío de la Compañía, tengo confianza que ella me ha llevado siempre a Dios.
Después del Noviciado partimos a Argentina a continuar los estudios, durante la Gran Guerra. Son largos años de formación que se interrumpen para hacer el Magisterio, un tiempo en que se hace un ensayo de profesor. Me preparé y fui a enseñar Ciencias Naturales a Antofagasta, al colegio San Luis donde pasé tres años muy bonitos. En el tiempo de estudios la Compañía se preocupa de uno, y uno recibe. En cambio durante esos tres años en el colegio que estaba partiendo tuve que emplearme a fondo en un trabajo harto duro, pero pude devolver algo de lo que había recibido. Y eso para mí fue un gozo muy grande.
Tenía que cuidar un dormitorio de internos durante la noche, además del trabajo del día. Como el colegio nuevo hasta había plaga de pulgas. Una vez fue el padre Provincial a visitarnos y me preguntó “¿cuántas pulgas esta noche?” “83” le respondí yo. Me tenía que limpiar toda la ropa encima de una palangana cada noche. Eran como 50 pulgas que mataba por noche.
Fueron años bien esforzados pero con mucho gusto, el trabajo en un colegio es muy entretenido.
Luego volví a los estudios de Teología en Argentina, y cuando ya estaba terminando me tocó ordenarme. Para mí el sacerdocio fue algo que la Compañía me entregó para poder servir mejor al pueblo. Yo estaba dispuesto también a ser un hermano coadjutor jesuita, que son jesuitas que no son sacerdotes y trabajan consagrados a la Compañía. Es bonita también esa vocación, pero la Compañía me escogió para que fuera sacerdote. Por eso lo recibí como un regalo, para poder trabajar mejor.
Luego terminé la Teología en Buenos Aires y de ahí partí a Europa a hacer mi doctorado en moral. La Compañía le busca a cada uno su destino para servir mejor. Algunos son misioneros, otros párrocos, otros profesores. Yo me dediqué a ser profesor de teología moral.
La teología es muy hermosa, es el estudio de las cosas de Dios. La moral estudia cómo servir a Dios, cómo comportarse, cuáles son los deberes de cada persona. Hay una moral para las diferentes dimensiones de la vida, todas las cosas tienen que ver con la moral y por eso yo quedé muy entusiasmado con estos estudios. Me olvidé de las matemáticas que me gustaban tanto. Estudié en Roma y también en Bélgica, en la Universidad de Lovaina. Me concentré en la moral y su relación con las otras ciencias y actividades del hombre.
En 1950 volví a Chile. Encontré al padre Hurtado, que murió el ’52. Me dijo el padre Lavín, que era el padre Provincial, que ayudara al padre Hurtado en la ASICH, la Acción Sindical Chilena. Todo esto del sindicato me interesaba mucho. Mi tesis la hice sobre la relación entre economía y moral, ese fue mi estudio principal en Roma.
Los sindicatos son las organizaciones de obreros que se ocupan de sus derechos, los salarios, la justicia. Fue muy importante para mí que un hombre tan santo, tan bueno como el padre Hurtado estuviera metido en el mundo obrero, entusiasmando a los obreros en el sindicalismo. Nos juntábamos con sindicalistas, nos metíamos también en sus conflictos. Y el padre Hurtado afirmando todo eso con toda su alma, con todo su entusiasmo.
Generalmente al padre Hurtado se le dibuja con los niños del Hogar de Cristo, los ancianos. Pero llegó un momento en que el padre Hurtado comprendió que lo decisivo no era la caridad, la bondad, hacer el bien. Lo decisivo era la justicia. La sociedad debía ante todo buscar la justicia, que está más allá de la caridad. Hay que ser justo en primer término y después pensar en ser caritativo. Un empresario debía pagar salarios justos y después podía hacer la caridad.
El padre Hurtado murió al año siguiente. Él me marcó. Las dos grandes lecciones que me dio fueron la importancia de la justicia y la opción por los pobres.
Así que el amor y el trabajo por la justicia a mi me motivó mucho. Al mismo tiempo de ayudar al padre Hurtado empecé a enseñar en la Universidad Católica.
Don Carlos Casanova era el Rector. Él tuvo sus dudas porque pensaba que para enseñar moral había que ser más maduro, me encontró demasiado joven. Pero en fin, ahí estaba, como profesor del curso de Teología Moral, que lo estudiaba uno que otro laico pero principalmente seminaristas y estudiantes religiosos. Fui ahí profesor de muchos seminaristas que han sido obispos y algo más que obispos también, como el Cardenal Medina.
Ha sido un tanto la tarea de mi vida ser profesor de teología. Comencé el ‘50 y terminé el ’83. Cuando cumplí 65 años me jubilaron. Podría haber continuado otros diez, pero las universidades tienen la mala costumbre de jubilarlo cuando uno está en lo mejor.
Al año siguiente, el ‘52 me hicieron Maestro de Novicios. Tenía que correr a Santiago tres veces a la semana para dar mis clases de moral. Además durante cinco años fui director de Mensaje, que aunque era una revista menos importante que hoy en día, sumado a todo lo demás me mantenía bastante sobrecargado de trabajo. Reconozco que fui un Director bastante poco dedicado, pero era por falta de tiempo.
Ser Maestro de Novicios fue una tarea muy dura para mí. Me sentía un poco abrumado por esta responsabilidad de recibir a un joven que quería ser jesuita y poder juntos durante dos años forjarlo como jesuita, estudiar su vocación, ver si en definitiva podía realizarse plenamente como jesuita.
Estuve diez años como Maestro de Novicios. Al principio me sentía abrumado, pero luego uno adquiere la práctica y también el cariño. Me encariñé con esto de recibir cada año a nuevos postulantes. Es una experiencia a fondo con la vida de cada uno para hacer de él un buen jesuita. Tanto que al final casi me dio pena dejar este trabajo. Pero era bastante tiempo ya.
Me nombraron Superior del Centro Bellarmino, una comunidad que ha sido muy importante en nuestra Provincia. Está formada por un grupo de gente bastante escogida para trabajar en lo social, lo económico y dirigir la revista Mensaje. Ser Superior de esa casa fue también un cargo que lo sentí un poco como camisa de once varas. Pero yo dije que estaba para obedecer.
Y después de un año y medio de Superior del Bellarmino me hicieron Provincial, que es peor todavía. La aceptación de todo esto era natural, yo era obediente, me había entregado a la Compañía y ponía mi alma en servirla lo mejor posible. Es una tarea seria, dura, la de ser Provincial, es ser responsable un poco de todos los jesuitas en Chile.
Me tocó viajar del norte al sur de Chile, visitar a cada jesuita, ir también al exterior a ver a los jesuitas que estudiaban en distintos países. Conversaba con todos y tenía la responsabilidad de todos ellos, que eran más de 200 en la Provincia Chilena. Fueron cinco años en un tiempo muy difícil: la famosa década del ’60, el tiempo del Concilio. Fui nombrado Provincial el ’64 y terminé el ’69.
Era una década muy interesante, muy única, la del Concilio Vaticano II que tuvo lugar del ’62 al ’65. En Chile eran los años en que estuvo Frei como Presidente, con elementos tan nuevos como la Reforma Agraria y la Revolución en Libertad.
Terminé mi período antes de la Unidad Popular y los años de Allende, que también fueron difíciles. Nos buscamos un hombre muy eminente para sucederme en el Provincialato, el español Manuel Segura, que había sido Provincial del Paraguay. Y lo hizo muy bien.
Entonces me encomendaron una tarea en la Iglesia: ser Encargado de Formación y Secretario del Presidente de Conferre, la Conferencia de Religiosos de Chile, una asociación de todos los religiosos y religiosas para ayudarse mutualmente. Eso me puso en contacto con la vida religiosa, sobre todo con muchas congregaciones masculinas y femeninas. Fue interesante.
Aquí termina una primera etapa de mi vida, en la que fui súbdito de la Compañía y cumplí tareas encomendadas por ella. La siguiente sale un poco de esos marcos.
JESUITA OBRERO
Porque la Compañía también lo envía a uno a misiones, y lo puede mandar muy lejos. A mí no me mandaron al África, pero estuve bastante afuera de la vida regular de la Compañía cuando se me ocurrió hacerme sacerdote obrero.
Ya había cumplido con mis tareas de Provincial, entonces me sentí más libre. Dije ¿por qué no pruebo un poco la inserción en el mundo obrero? Si yo estaba hablando de justicia en mi cátedra como profesor de moral, me daba la impresión de que no estaba responsabilizándome de lo que es en verdad la justicia. Jesús dice que no el que habla sino el que hace la voluntad de Dios, ése cumple. Yo me acordaba del “padre Gatica”, que predica y no practica. No quería ser un padre Gatica, pero vi que no me acercaba al que sufría injusticia.
El padre Hurtado quiso ser sacerdote obrero, pero no pudo por su salud. Yo tuve una oportunidad y la aproveché. Fue a partir de la invitación de un sacerdote holandés de apellido Caminada, que hizo un estudio sobre lo que podría ser el trabajo de un sacerdote obrero. Postulaba que debía hacerse obrero de veras y olvidarse un tiempo de su sacerdocio, para repensar su vocación y la Iglesia desde el mundo obrero, insertándose realmente para opinar sobre cómo debe ser la Iglesia renovada.
Este sacerdote era un hombre muy genial, bastante insoportable en su carácter, pero que nos convenció a muchos que nos ofrecimos para hacer de conejitos de india en Chile, comprobando la tesis que había defendido en Holanda. No era convertirse en cura obrero así no más, sino que había todo un programa de lo que debíamos hacer.
Fuimos como 14 sacerdotes a Calama, donde se originó este movimiento. Tuvimos un mes de reflexión, interrumpido por una semana de trabajo obrero en Chuquicamata. Terminado este mes, agosto de 1973, debíamos decidir si nos comprometíamos.
A mí me convenció esa reflexión y decidí hacerme obrero pero sin dejar la cátedra, sino que siendo un obrero que enseña moral no sólo en teoría sino que en la misma praxis.
Me fui a Concepción donde estaba otro jesuita en lo mismo, Pepe Correa SJ. Nos juntamos con dos sacerdotes más. Y nos metimos en esta aventura de ser obreros allá. Yo trabajaría seis meses, y los otros seis cumpliría con mi obligación como profesor de moral, porque no podía dejar la cátedra.
Era septiembre de 1973 y comencé a buscar trabajo. Recorrí las fábricas del complejo de Huachipato, me ayudaban los obreros que eran muy solidarios. Con un poco de empeño me contrató una empresa constructora que estaba haciendo un edificio en el campus universitario de Concepción.
El primer día de trabajo fue el 10 de septiembre de 1973. Salí a trabajar como ayudante de carpintero. Llevaba mi chalupa con serrucho y martillo para ayudar al maestro. De carpintería no sabía gran cosa, sólo un poquito que había estudiado de niño. Era un poco raro este hombre maduro que llegaba. Yo les decía a los otros que era profesor en Santiago y quería conocer la vida obrera. Seguramente creían que era un profesor que andaba metido en líos en Santiago, en la Unidad Popular, y que por eso me refugiaba en Concepción. Pero no preguntaban mucho, aceptaban a todo el mundo.
Así me incorporé al mundo obrero. Y yo en realidad me sentía obrero: jesuita obrero, por qué no, jesuita obrero.
Como dije, el primer día de trabajo había sido el 10 de septiembre del ’73, y el 11 cuando estábamos comenzando nuestra jornada llegaron las tanquetas para avisar que había una revolución en Santiago. Dijeron que se interrumpía el trabajo y que volviéramos al día siguiente si es que estaba todo tranquilo. Era el golpe militar.
Vinieron los militares a la población, allanaron nuestra casa y se llevaron varios libros que les parecían sospechosos, entre ellos los volúmenes de Mensaje que teníamos. Tenían la idea de que todo sacerdote metido entre obreros era sospechoso. Se llevaron a todos presos, menos a mí, tal vez porque me vieron un poco más anciano, yo ya tenía el pelo un poco gris. Después los libraron, pero todos quedamos como sospechosos.
Con el golpe militar se disolvió oficialmente la experiencia de Caminada, a él y a otros extranjeros los expulsaron de Chile. Pero quedamos unos seis chilenos que habíamos pasado por el curso de Calama y resolvimos continuar. Entre ellos estaban José Correa SJ, Mariano Puga y Roberto Bolton.
Ese fin de año seguí en Concepción, trabajando como carpintero y al año siguiente también, en la misma empresa.
Después volví para mis seis meses de enseñanza y al año siguiente vino la gran cesantía del ’75. Yo era ya mayor, era difícil encontrar trabajo. Estuve en el PEM y el POJ en Santiago, los programas de trabajo para cesantes ideados por el régimen militar. Me tocó hacer una plaza en Cerrillos. Trabajaba con gusto empleando la pala, haciendo agujeros para plantar los árboles. Transformamos un basural en plaza, hicimos un buen trabajo ahí.
Luego tuve otros pololitos. Trabajé en total 5 años, en los que dedicaba un semestre al trabajo obrero y el otro a las clases en la universidad. Esta experiencia fue importante para mí. Fue una experiencia de sentirme solidario del mundo obrero y mirar las cosas desde otro ángulo.
El ángulo desde el cual uno mira la vida es algo muy importante. Es distinto tener una vista obrera que tener una vista de cura bien instalado, con sus cátedras, sus clases o con su parroquia, con la vida asegurada. Esa visión desde el mundo obrero creo que fue el fruto principal que saqué de esta experiencia. Y creo que la he conservado más o menos en el tiempo. Procuro ser fiel a esa vocación y aprovecho las ocasiones que tengo para meterme en retiros con obreros, para poder resucitar un poco esa experiencia.
Mi evolución no fue sólo en la práctica sino que también intelectual. Me hice teólogo de la liberación, convencido de que la Teología de la Liberación es la traducción del Concilio Vaticano II para Latinoamérica.Esa teología fue la que incluyó la opción por los pobres: para realizar el sueño de Dios, que es una humanidad fraternal, hay que comenzar por luchar contra la pobreza, crear equidad, crear justicia en este mundo.
Mis clases de teología después de esta experiencia fueron totalmente distintas a las clases que hacía al principio. Desde el año 50 hasta el Concilio fueron clases tradicionales. Después del Concilio, en la década del 70 y hasta el ’83, fueron clases hechas a la luz del Concilio, del mundo obrero, en que se buscaba una justicia para con los pobres.
Al pasar al mundo obrero me sentí instintivamente solidario de su mundo, preocupado de la justicia, sintiendo constantemente esa distancia que hay entre el rico y el pobre. Una distancia que es excesiva, injusta, una injusticia estructural. Uno quiere entonces cambiar las estructuras del país, hacer cambios más revolucionarios.
Después de esos cinco años volví a dedicarme por completo a la actividad intelectual, aunque en paralelo realicé otras actividades vinculadas a lo que vivía el país políticamente.
Durante mi período obrero en Santiago me fui a vivir con otro jesuita, Ignacio Vergara SJ, que vivía en una mediagua hecha por él en Villa México, Cerrillos. Ignacio era un jesuita bastante especial y único, un jesuita muy enamorado de Jesús y del mundo obrero. Era forjador de hierro, trabajaba muy bien. No tenía ministerios pastorales, sólo se dedicaba al trabajo. Me quedé con él hasta el año ’83.
En un momento sentimos que su casa era demasiado buena. Nos fuimos a vivir a Montijo, un barrio de Pudahuel, donde termina Santiago. Ahí el maestro Vergara hizo una mediagua y recibimos a un mapuche que no tenía dónde vivir, además de un muchachito que trabajaba con Nacho. Vivíamos del trabajo de él y una vez que yo dejé mi trabajo obrero, aportaba con mi sueldo como profesor.
Fue una convivencia muy interesante, hicimos un poco de vida sacerdotal con la comunidad del sector. Compartíamos la vida con la gente, de repente teníamos que recibir a borrachos que no tenían dónde quedarse.
Yo era el encargado de las comidas: comíamos porotos tres o cuatro días a la semana y pollo arvejado los otros. Ahí comencé a hacer un poco de estadística de los precios de las cosas. Veía el costo de vida del obrero y cuánto gasta. Con esos datos creamos un IPC del obrero.
En todo este tiempo hubo cuatro actividades que me marcaron hondamente. La primera fue ayudar a salvar a personas amenazadas por el régimen militar. Mi amigo Roberto Bolton me pidió que lo ayudara a meter a 23 personas en la Nunciatura, la Embajada de la Santa Sede en Chile. Debíamos pasarlos por encima de la muralla, porque el Nuncio no quería recibir gente. Pero una vez adentro él debía ayudar a sacarlos del país. Ésta fue una actividad bastante irregular que me tocó hacer, no sólo a los ojos del régimen sino que también de la Iglesia. Una Iglesia muy atenta a lo que la Santa Sede quería.
Era algo bastante aventurado y logré hacerlo, pero evidentemente quedé muy mal ante los ojos de la ortodoxia eclesial, como un cura poco prudente. Por todo el trabajo que había hecho antes como formador del clero, profesor de teología, Maestro de Novicios y Provincial, yo era bastante estimado en la jerarquía eclesiástica y poco menos que candidato al obispado en alguna parte de Chile. Así que después de este hecho sentí una verdadera liberación, ya no había peligro de que me buscaran para ningún cargo eclesiástico.
El segundo hecho fue el año ’75, cuando un sacerdote amigo me metió en otro lío: me invitó a una reunión para hacer una revista clandestina donde se escribiría contra el régimen militar, para alimentar un poco a todos los que nos encontrábamos ajenos a esta ocupación.
Yo aconsejé que no era posible hacer un escrito así porque suponía una imprenta, repartir los ejemplares y eso era peligroso. A pesar de todo se aprobó y no sólo eso, sino que me nombraron encargado de este asunto.
Yo estaba más o menos acostumbrado a obedecer así que recibí este encargo. Largamos entonces la revista se llamó No Podemos Callar. Era una publicación que decía todas las cosas que pasaban, lo que el gobierno quería que se callase. Era clandestina por supuesto. Mandábamos esta revista a nuestros amigos de distintas partes del país y también a los recluidos en el extranjero.
En París hacían 100 copias del ejemplar que les enviábamos para repartirlas entre todos los refugiados. Así que fue adquiriendo mucha importancia. Y como yo era más bien intelectual, escribía mucho en las revistas. Me preocupaba de todo desde la impresión. Primero sacábamos copias en un mimeógrafo que nos prestaron y que unas monjas hacían funcionar en partes inverosímiles, como el coro de una Iglesia, un edificio del Hogar de Cristo o el colegio San Juan Evangelista. Trabajaban toda una noche para sacar los varios centenares de la revista que se repartían por correo y por mano.
Cuando ya sentíamos que estábamos demasiado en peligro le cambiamos el nombre por Policarpo, que duró hasta el ‘95. Seguimos con esto ya en democracia porque era una comodidad escribir desde el anonimato y Policarpo era la voz de una Iglesia liberadora. Queríamos influir en ella, enviándole un mensaje desde el mundo obrero. El ‘95 ya dije que estaba bueno y así terminó entonces este escritor anónimo, que duró 20 años. Continué escribiendo para diferentes medios de comunicación.
La tercera cosa que hicimos en ese período fue el la agrupación EMO, Equipo Misión Obrera, que nació del grupito de los “muchachos malos”, como nos decían a los sacerdotes obreros.
En este grupo éramos un puñadito y quisimos agrandarnos, así que hicimos unas especies de retiros en Santiago, como el que habíamos recibido nosotros en Calama, para convidar a otros. Llegamos a ser entre 20 y 30. Había laicos también y religiosas, algunas obreras. Algunos de los laicos del grupo fueron torturados y asesinados, como Kathy Gallardo y su marido Rolando. Ellos tenían la sospecha de que podrían matarlos así que en una reunión que tuvimos hicieron un gesto muy conmovedor al ofrecer a su hijito Peto a Dios si es que a ellos les pasaba algo.
Yo trabajaba junto a Kathy cuando me avisaron que la habían tomado presa los militares, a ella y su marido. Los torturaron, los mataron. Y a mí me tocó sacarla de la morgue, fui a reconocer su cadáver en la morgue. Tenía los ojos quemados, eran como dos cavidades. Casi no la reconocía. Fueron cuatro de la familia Gallardo que pasaron por la Villa Grimaldi, y terminaron en el cementerio. Recuerdo cuando los llevamos al cementerio, íbamos con cuatro cajones, toda la familia. Nos entregaron unos cajones no más, no pudimos revisar los cuerpos para no ver las torturas que les habían hecho. Sólo por el vidrio pudimos reconocer sus caras, testificar que estaban muertos y llevarlos a enterrar.
Tuvimos esos mártires en el grupo EMO, el año ’78. Y en el año ’83 nos llegó la noticia de que los Carabineros también estaban torturando, antes la hacía sólo la CNI. Era el tiempo de las protestas. Se instalaron artefactos de tortura en todas las comisarías. La cosa era muy seria.Entonces el gobierno se volvía totalmente torturador. Dijimos esto hay que denunciarlo ante el país y el mundo. Armamos un grupo de denuncia de la tortura, que no usaba la violencia. Hacía protesta pacífica en las calles. Era el sistema Ghandi, es decir la no violencia activa. Activa sí, bien activa: tuvimos 180 salidas a la calle en siete años. Sin ofender, sin armas, simplemente proclamando o denunciando, nos dirigíamos a las conciencias.
En septiembre del ’83 salimos a la calle por primera vez. Escogimos un lugar de torturas que estaba en avenida Borgoño, donde había un portón de fierro. Llevamos un lienzo que decía “aquí se tortura”. Armamos un escándalo en la calle, paramos el tráfico, echamos un canto, juntamos 70 personas. Hasta que llegaron los carabineros, con sus carros. Se llevaron a algunos, otros nos metimos en los carros, por fuerza. Llegamos a las comisarías, allá no encontraban qué hacer con nosotros. Nos tomaron los nombres, las fotos, etcétera. Y nos echaron a la calle a las 11 de la noche.
Eso hizo ruido, aparecieron noticias, se tomaron fotos: ya estábamos lanzados. Después nos fuimos a El Mercurio para denunciar que era un diario que toleraba la tortura y callaba. Hicimos una letanía en la que el estribillo decía “El Mercurio se calla”. Hicimos un escándalo en pleno centro, donde estaba El Mercurio en ese tiempo. Luego fuimos al Congreso a protestar contra la justicia que no hacía nada. Hasta nos subíamos a las micros y al metro, hacíamos ruido por todos lados.
Esto fue muy eficaz para mostrar a Europa que en Chile se torturaba. La tortura llegó a ser como la característica del gobierno de Pinochet. Se hizo una película incluso.
El Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo se fue formando de a poco. Admitíamos a todo el que quería hacer protesta, fijándonos bien para que no se metieran infiltrados. Participaron muchos religiosos y religiosas, los franciscanos iban con hábito y todo a las denuncias. Por ser sacerdote y tal vez el más anciano, estaba en cierta manera más protegido. Entonces hice de vocero de este movimiento, durante los primeros años. Me tocaba mantener la ortodoxia del movimiento que era no violento, apolítico y cristiano. Mantener la pureza del movimiento era muy importante para mí. La infiltración de personas que no respetaran el espíritu pacífico lo podía hacer peligrar. De a poco se fue haciendo más democrático y luego se empezó a elegir a un comité director.
Esto resultó ser una carga suplementaria de representar al movimiento en el extranjero, en reuniones contra la tortura en diferentes partes del mundo donde nos convidaban. En 1990 me dieron un reconocimiento internacional por este trabajo. El grupo se mantuvo hasta ese año.
Con la llegada de la democracia hicimos un discernimiento ignaciano para ver si continuábamos o no. Todos estábamos bastante tomados con este movimiento que era realmente notable. A mí me enseñó lo que es verdaderamente la acción: no hablar sino hacer. Y hacer exponiéndose, machucándose, pasando malas noches. Era una acción realmente transformadora de la vida. Todos los que participaron quedaron con una marca indeleble.
Un cuarto punto de este período fueron mis relaciones con los familiares de detenidos desaparecidos. Desde un comienzo las mujeres salían a protestar a las calles con las fotografías de sus seres queridos. Fue realmente un gesto insigne que movilizó en cierta manera a todas las víctimas que sufrían.
Yo estaba lleno de admiración por ellas, las acompañé a veces en algunas de sus actividades, por ejemplo en Lonquén, cuando se descubrieron los cuerpos, y también en Villa Baviera. Cuando aparecía uno de los cadáveres yo cumplía una función litúrgica.
Lo más importante fue cuando las acompañé en una larga huelga de hambre que hicieron durante 17 días. Yo ayuné con ellas durante 14. Estuvimos en la Iglesia de Jesús Obrero, en la capilla donde estaban los restos del padre Hurtado, antes de su traslado al Santuario. Participaron varios sacerdotes, sólo tomábamos agua. Fue una experiencia muy marcadora. Muchas de esas mujeres eran comunistas, sin embargo mostraban la generosidad de alguien que se entrega por completo, por amor a su ser querido. Para muchas esto era el desahogo más completo que necesitaban, dentro de su problema de encontrar al desaparecido. Era un sacrificio que las aliviaba de algún modo.
En concreto no se logró nada, porque no se cumplieron las promesas, pero si se logró algo importante: ahí estuvimos todos. Me enseñaron mucho estas mujeres, algunas no creyentes pero tan llenas de amor. Y donde está el amor, ahí está Dios, como dice el canto.
Entretanto, en 1983 enviaron a Nacho a vivir a Arica. Me quedé solo en la casa de Montijo con el mapuche. Y después de un tiempo el Provincial me dijo “Pepe ya es hora de que vuelvas a la casa a vivir una vida de jesuita, junto con tus hermanos”.
EN MANOS DEL SEÑOR
En ese momento terminaron los 10 años que tuve de vida misionera. Yo me seguía sintiendo obrero. Por eso el Provincial me destinó a la casa más sencilla que había en Santiago, que era La Palma. Ahí me incorporé a la vida de comunidad, desde 1984. Volví con gusto a mi comunidad jesuita, formamos una comunidad bonita, con una relación muy fraternal entre todos. Mi superior era José Arteaga SJ. Ahí pude dedicarme más a escribir. He sacado algunos libros en esos años, cuatro: el primero fue Crónicas de una Iglesia Liberadora, donde describí cómo se forjó esta corriente dentro de la Iglesia, más cercana al pueblo sencillo donde los pobladores se sintieron como sujetos dentro de la Iglesia. Es el surgimiento de la Iglesia de los pobres, con la acción notable de sacerdotes como monseñor Enrique Alvear.
También hice una selección de los artículos que escribía sobre Signos de los Tiempos, donde describía sucesos ocurridos durante la dictadura militar. Publiqué también otro libro con una colección de mis escritos redactados para unas 8 revistas y el diario La Nación, con contenidos teológicos, éticos y sobre derechos humanos.
Finalmente escribí mi biografía. Mucha gente se me acercaba, querían escribir algo sobre mí. Y al fin mi Superior me instó a que escribiera algo sobre mi vida. Yo lo escribí para la Compañía no más, para dejar como un legado a mis compañeros. Y después el Provincial me sorprendió diciéndome que lo publicarían. Así salió esta autobiografía que ya está en su segunda edición y que parece que se lee con facilidad: “Un Peregrino Cuenta su Historia”.
Hasta el ’95 continué escribiendo para Policarpo y también trabajaba en diversos pololitos, como los llamo yo: trabajos que surgen ocasionalmente por los contactos que he tenido, especialmente charlas y diálogos. Viene mucha gente a verme, muchos de ellos estudiantes de periodismo y de otras carreras, que vienen con sus aparatitos grabadores y me toman declaraciones. Es curioso, también viene mucho extranjero. El fenómeno chileno, cómo hemos pasado de un gobierno demócrata cristiano a uno socialista, cómo el socialismo se instaló en Chile sin violencias, cómo después vino la dictadura y cómo la superamos, todo esto causa mucho interés, especialmente en los europeos. A todos les ayudo siempre con mucho gusto.
Últimamente he escrito más que nunca en los diarios. El diario La Nación no lo lee mucha gente así que no hay grandes problemas. Cuando escribo en El Mercurio se arma la grande. Pero en La Nación no pasa nada. Claro que escribo en una máquina vieja, yo ya llegué tarde para la computación. Así sigo mi vocación de escritor, algo que nunca pensé pero así ha sido.
Estuve en la comunidad de La Palma por unos diez años. Después viví un tiempo con los Teólogos, para acompañar a estos estudiantes como un sacerdote de más edad y con interés en el tema teológico. Pasé unos cinco años ahí.
Y después me mandaron aquí, a esta casa de ancianos más bien. Yo no estoy enfermo todavía pero tal vez por la vista me conviene estar aquí, en el centro, y atender desde aquí a las visitas y otras tareas que tengo. Siempre puedo decir misa, aunque no tengo vista, sin embargo la misa la puedo decir de memoria. Y algunos ministerios también como la unción de los enfermos, cosas de ese tipo.
No he descuidado el ejercicio físico, siempre practiqué el trote, hasta hace poco. Iba al paseo Bulnes por la mañanita, temprano. Ahora hago un poco de gimnasia en la casa. La montaña y el mar fueron el gran atractivo de mi vida. Y me han ayudado a llegar bien a los 92 años. A la montaña ya no puedo ir por la vista, pero al mar siempre se puede, el problema según algunos es cuando uno se mete, salir hacia el lado correcto. Pero no hay problema: con las olitas uno llega solo a la playa, de vuelta.
En esta comunidad hay ancianos, gente muy benemérita que han trabajado toda su vida como jesuitas. Me encuentro muy bien, muy a gusto. Son viejos amigos con los cuales uno comparte, sintiendo cómo con los años va declinando la vida de tantos amigos. Yo por mi parte estoy bien de salud, lo único es la vista que se va perdiendo un poco.
Eso ya no importa, como mi opción de vida fue la vida eterna y eso siempre permanece, la idea de que uno se acerca a la muerte me resulta muy pacificante, muy grata. Uno está en manos del Señor, cuando Él quiera. Lo único que uno tiene que hacer es quitarle un poco el cuerpo a los médicos que se empeñan tanto en prolongarle a uno la vida.
Contento entonces con la vida, siempre he vivido muy feliz como jesuita. Soy muy agradecido de la Compañía, que se excede en realidad en cuidarme y atenderme.
Aunque mi opción principal ha sido siempre la otra vida, me interesa enormemente esta vida: la humanidad, el progreso, la globalización, esta nueva época en que estamos entrando. Tengo curiosidad por saber en qué va a terminar todo esto. Estamos recién entrando en el tercer milenio, pero desde el cielo uno podrá contemplar el curso de la historia y ver en qué termina esta tremenda revolución comunicacional en que estamos metidos. Una apuesta por el cielo, pero bien puesta en la tierra, porque aquí se hace el cielo.
Doy gracias a Dios por mi vida y a la Compañía por haberme recibido. Es cierto que muchas veces he tenido la impresión de que me ha metido en camisa de once varas, que me ha tirado a la piscina para que yo saliera como pudiera. Siempre hice lo mejor que pude, sintiendo que la tarea era mayor que mis capacidades. Sin embargo creo que he podido cumplir, con todo el empeño y dedicación. Han salido cosas buenas y malas, pero he podido servir a la Compañía y eso me ha dado siempre mucho gusto, devolver algo por lo que ella ha hecho para mí.
Mi vida ha sido ciertamente feliz. Eso se ha encarnado en estar en el camino de Dios, el que me lleva a la meta, lo que yo en el fondo busco. Estar en el verdadero camino es la paz, es la seguridad y es la felicidad.