José Correa SJ: Siempre he tenido la gracia de la felicidad
MARCADO POR LOS JESUITAS
Vengo de una familia muy cercana a los jesuitas. Tengo un tío jesuita, hermano de mi padre. Mi papá se crió con ellos también y diría que el ambiente que yo respiré, en lo religioso, fue jesuita.
Desde muy chico fui compañero de curso y muy amigo del padre Alfonso Vergara. Juntos tuvimos experiencias de acercamiento al Señor y de deliberación vocacional. Él ya murió. Poncho era como la mitad de mi vida, mi amigo desde el colegio.
Entonces, como decía, la experiencia de la familia fue marcada por los jesuitas; del colegio, marcada por los jesuitas; de la amistad, marcada por los jesuitas. Todo eso fue contribuyendo a orientarme -no puedo decir fácilmente- a entrar a la Compañía. Me costó, me demoré dos años, porque aunque existiera ese ambiente, también uno desea la vida propia. Pero una vez que me decidí, entré.
No fue como una bomba que explotó, sino que más bien como una fruta que fue madurando. Pero interiormente fue doloroso, porque uno deja la familia, los amigos, el deporte. Me aparté de todas las cosas que me gustaban. Y una vez adentro, uno empieza a caminar por un mundo nuevo, pero a priori aceptado: “esto es, este es mi camino, esta es mi vida”. En medio de eso uno va encontrando novedades, dificultades, constantemente.
Entré a los 17 años. Me fui del colegio directo al Noviciado, que por el terremoto se había trasladado desde Padre Hurtado a Calera de Tango.
De ahí para adelante fue seguir con la naturalidad de que ha entrado uno en algo que vale la pena. Es un entregar la vida, porque es entregarse a los demás, entregarse a Dios. Esa idea del don, de la entrega, está muy metida adentro.
SEGUIDOR DEL PADRE HURTADO
Estuvimos casi un año en Calera de Tango después del terremoto, mientras terminaban de arreglar la casa de Padre Hurtado. En el Noviciado habíamos varios que nos conocíamos desde el colegio, eso favoreció una comunicación más fácil entre ese grupo.
En Padre Hurtado hice los votos, la consagración más oficial a la Compañía. Ahícomenzaron los primeros pasos apostólicos con gente de los fundos o barrios vecinos. Ya quedó marcada claramente mi vida hacia el contacto socio espiritual, que no siempre fue sobre rieles, fácil. Pero problemas serios, de dudas, no tuve. Debe ser como en un matrimonio: se casan y empiezan a aparecer dificultades imprevistas, pero si hay amor, todo se va asumiendo y se va llevando.
Los estudios propiamente, aunque eran un elemento fundamental, no fueron lo que más me marcó. Si fue la vida, la gente que vas encontrando en el campo, un estudiante universitario que necesita acompañamiento espiritual. Tuve una gran diversidad de contacto humanos y espirituales.
Después del Noviciado pasamos a estudiar Filosofía en Argentina, por tres años. Después vinieron tres años como profesor en un colegio (en la etapa de Magisterio), y luego partimos a la Teología.
Estudié Teología en Lovaina, Bélgica, y ahí mismo fue la ordenación sacerdotal. : Viví con gran devoción estar en el lugar donde el padre Hurtado había vivido las mismas experiencias. Al padre Hurtado lo tuve como profesor en el colegio y me marcó profundamente. Por eso, tener otras experiencias de cercanía con su vida, dar pasos semejantes y estar en los mismos lugares que él estuvo, fue algo que dejó una huella importante en mí. La persona del padre Hurtado se introdujo más a fondo en mi vida.
Después de la ordenación pasé un año más en Bélgica, terminando los estudios de Teología. Ya sabía que a mi regreso a Chile estaba destinado a la formación de los jesuitas.
Entonces, una vez que me ordené de sacerdote en Lovaina estuve destinado a la casa de formación que teníamos. Estuve como doce años en ese ambiente. Y fue vivido con paz, y con amor. Porque ese trabajo me gustaba, me brotaba de adentro.
Llegué a Padre Hurtado, donde estaba nuestro Noviciado y los primeros años de estudios, que se estaban organizando. Fue una doble experiencia, una de desarrollo humano, porque fue ir creciendo, y otra experiencia espiritual de lo que es la vida del jesuita y cómo yo la fui viviendo.
Primero fui Rector de la casa, no sólo de los Novicios sino que de los estudiantes también, de todos los que estaban ahí en Padre Hurtado. Y después de unos siete, ocho años, comencé a ser también Maestro de Novicios.
Todo esto era como un tren que va avanzando, sin quiebres: ser Rector de una casa donde yo ya había estado, sabía lo que era ser estudiante, y luego ser Maestro de Novicios, pero después de haber estado dos años ayudando al Maestro anterior a mí. Por eso mismo viví esos años con una paz radical, sin que falten dificultades, pero en paz. Por mi lado había una opción, una decisión.
El trabajo en Padre Hurtado me hizo estar muy en contacto con los jesuitas que se estaban formando. Muy marcado también yo por la formación que recibí del padre Hurtado, sin hacer mucho análisis, fui entregando lo que había vivido de él, su espiritualidad, su personalidad.
TERREMOTO ESPIRITUAL
En total pasé en Padre Hurtado como doce años. Después de eso seguí trabajando con los laicos: comencé a trabajar directa y fuertemente con ellos, laicos universitarios. Habría muchas anécdotas que le dan sentido y valor a la vida, pero ya no las recuerdo.
La última etapa de mi trabajo en Padre Hurtado ya estaba muy unida con el apostolado que vendría después, en Santiago, con los laicos. Gente de Santiago iba a Padre Hurtado a conversar conmigo y poco a poco se fue gestando la una nueva etapa que vendría.
Eran años del Concilio Vaticano II, de cambio en la Iglesia, de replanteo. Estuve muy metido en eso, en los primeros años de trabajo de la Iglesia adaptándose al mundo contemporáneo.
El Concilio para mí fue un puntapié en este deseo de trabajo por la Iglesia. A otros al revés, les costaba, les dolían estos cambios.
Desde esos años comenzamos poco a poco a gestar lo que dos décadas después se convertiría en el Centro de Espiritualidad Ignaciana. Terminaría dedicándome totalmente a eso.
Durante unos años fui encargado de las vocaciones, y también dediqué gran parte de mi tiempo al trabajo con universitarios, al Sínodo de Santiago y al Movimiento Familiar Cristiano.
Acercándome poco a poco a una nueva etapa en mi vida, desde 1969 comencé a vivir en Concepción, donde continué asesorando al Movimiento Familiar Cristiano. Di muchos Ejercicios Espirituales a laicos y trabajé como profesor de Teología en la Universidad Católica de Concepción.
Como dije, vivíamos un momento de cambio en el mundo y en la Iglesia: todo estaba en revisión. Me parecía que la actitud sacerdotal también había que revisarla a la luz de los tiempos y circunstancias que se presentaban.
Como consecuencia de esta transformación de la Iglesia hubo una experiencia muy especial, la experiencia del padre Juan Caminada. Era un holandés que llegó a Chile con deseo de hacer una experiencia pastoral como sacerdote obrero. Traía las autorizaciones de Roma e invitó a 9 sacerdotes jóvenes. ¿Por qué me tocó a mí la llamada? No sé.
Fue un riesgo, un cierto quiebre de partir con una vida totalmente nueva, como obrero.
Lo primero fue hacer una opción interior, de cambio. Luego partí a la experiencia con Caminada, fueron nueve meses. Con muchas tensiones y mucho enriquecimiento. Él tenía un carácter bien especial, era un holandés duro, y al mismo tiempo impulsor de una obra.
Yo que venía saliendo de una cosa más clásica, por así decirlo, en este mundo que cambia y donde la Iglesia estaba bastante más marcada por lo tradicional, con la “locura” de Caminada pude abrir los ojos a esta nueva realidad o vivencia de la Iglesia. Fueron nueve meses de una vida muy dura, porque trabajamos como obreros en Chuquicamata. Llegábamos en la tarde a comer y a tener una hora de reunión, comentando cómo nos había ido. Fue una experiencia muy especial, muy rica. De unión, de trabajo, de reflexión, de oración. También hubo conflictos espirituales, todo lo vivimos con mucha intensidad.
Pude tomar conciencia de la gran distancia que había entre el mundo obrero y el sacerdotal. El ir al seminario, estudiar teología, todo eso era normal. Pero nos encontrábamos como de frentazo con esta experiencia de Caminada, que nos invitaba a vivir el sacerdocio con un enfoque totalmente distinto. Y por eso, de ser un teólogo sereno, tranquilo, ordenado, pasamos a este terremoto espiritual en que se venía todo abajo. Éramos un grupo muy especial, muy heterogéneo, pero muy rico según mi parecer. La experiencia me ayudó y decidí seguir siendo cura obrero por un tiempo.
Fue un descubrir de cerca la realidad de la vida de un obrero. Y como yo era sacerdote, de un sacerdote obrero. Pude darme cuenta de la lejanía en que estábamos viviendo. Por poner un ejemplo, un sacerdote en Providencia, estimado, apreciado, qué se yo, versus la experiencia de un sacerdote metido con la nariz y con todo en el trabajo obrero, agotándose, teniendo contacto con gente muy diversa, y no todos marcados por una fe cristiana. Es un cambio muy fuerte y me costó. Pero todo el tiempo sentí el apoyo del padre Provincial, Juan Ochagavía SJ. Hubo un cambio en mí y al mismo tiempo un cambio socio religioso, en la Iglesia.
Todo esto lo fuimos viviendo en paz y en agustia. En paz, después de tener el permiso del Provincial y viendo que era una experiencia buena para la Iglesia. Y en angustia, porque todo era nuevo, todo se removía, teníamos críticas muy fuertes de muchos sectores de la misma Iglesia.
Con un poco de prepotencia, puedo decir que nos tocó ser los agentes del cambio en la Iglesia. Primero fui yo, después se metieron José Aldunate SJ, Nacho Vergara SJ. Fuimos un grupito marcado por esta nueva búsqueda. Nacho en otra línea, la línea obrera absoluta. Pepe Aldunate y yo éramos como universitarios que íbamos a olfatear la vida obrera, había una diferencia. A todos nos marcó de tal manera que cambiamos nuestra forma de trabajar.
SACERDOTE CON OJOS DE OBRERO
Después de la experiencia de Chuquicamata vimos la conveniencia de volver a la zona de Concepción. Nos instalamos en Nonguén con José Aldunate SJ. Ahí fuimos expresamente a buscar la experiencia concreta del mundo obrero religioso. Y tratar de comprender la vida religiosa desde el mundo obrero.
Cuando trabajamos no llevábamos ningún signo religioso, sino que íbamos como cualquier otro obrero. Con las bondades y dificultades que eso significa, de lograr tratar mirar el mundo de los obreros desde dentro y vivir esa experiencia para poder dar cuenta después de cómo era. Eso fue lo que hicimos. Fue muy provechoso según mi modo de ver, marcó nuestra vida. Pero a algunos, que estaban fuera de esta experiencia, a veces les parecía algo ridículo el “perder” a un sacerdote por un año entero.
Se fue produciendo una reflexión más profunda sobre lo que la Compañía debía hacer en esos tiempos tan agitados. Eso fue uno de los frutos de todo lo que vivimos. También al revés, desde dentro de la Compañía abrimos los ojos a la realidad. Por un lado la vivimos, y por otro lado la analizamos.
A mí me marcó para toda la vida. El vivir desde dentro, como obrero durante un tiempo, sufriendo todas las dificultades que sufre un obrero, económicas, temporales, de trabajo, de enfermedad, qué se yo. Conocer ese mundo que uno lo mira como desde arriba de una torre.
Quizás ha sido la experiencia más rica de mi vida sacerdotal. Fue como un abrazo entre dos experiencias. De vivir como el “padrecito”, bien trajeado, bien respetado por todos, pasé a vivir como un obrero despreciado, metido en medio del mundo del trabajo.
Veíamos y vemos que gran parte de la Iglesia tendría que ser así. Jesús fue un obrero, pobre, trabajador, toda su vida. Si somos seguidores de Jesús tenemos que integrar esa dimensión en nuestra vida ordinaria. En nuestra vida sacerdotal, que estamos muy lejos de haberla integrado.
Después de ese tiempo trabajando como obrero, volví en 1975 a la vida más propiamente jesuita. Me destinaron a Arica donde seguí trabajando con los laicos en las parroquias y en los encuentros matrimoniales. Allí también fui Vicario de la Solidaridad. Fueron años muy ricos los de Arica. Por el mismo ambiente, de una Iglesia muy entrometida o comprometida en lo socio político, por las personas que trabajan allá, incluso por el clima. Todo fue muy favorable, sin contar las dificultades que también se iban generando. Fue un tiempo en el que comenzamos a masificar los Ejercicios Espirituales para los laicos. Intentamos hacer una experiencia similar a lo que habíamos hecho anteriormente en Santiago. Arica fue un terreno muy propicio.
Luego volví a Santiago, a continuar el trabajo con los laicos. Sucedió algo importante: trabajando junto a Eddie Mercieca SJ y Josefina Errázuriz, en 1984 fundamos el Centro de Espiritualidad Ignaciana. Por muchos años trabajé ahí, pero al mismo tiempo viviendo con gran cercanía al mundo obrero. En esos años fui capellán dominical en poblaciones como El Montijo, La Alianza en Pudahuel y Comunidades Eclesiales de Base. Siempre trabajando con fuerza en el CEI y dando los Ejercicios Espirituales, pero permanentemente en contacto con sectores obreros. También asesoré comunidades de vida cristiana (CVX). El diálogo con los laicos cada vez se fue produciendo con más profundidad.
Los primeros años de la década de los noventa formamos una pequeña comunidad de inserción en Cerro Navia. Guido Jonquiéres, Eduardo Silva y yo, nos fuimos a vivir a una población. Trabajábamos en el CEI, empezamos a hacer vital y conceptualmente esa cercanía de relación con los más pobres. Fue mucho más que una aproximación académica; fue una experiencia de vida, concreta.
Era la población Santa Elvira, donde vivimos compartiendo la suerte de las familias que ahí vivían. En una casa similar a la de ellos, que adaptamos un poco para poder tener nuestra vida comunitaria. Fue algo más de cuatro años, un tiempo muy especial y que disfrutamos. Junto con Guido trabajábamos en el Centro de Espiritualidad Ignaciana, viajábamos juntos todas las mañanas al centro y regresábamos en las tardes. Vivir en el mundo popular nos sensibilizó de manera especial y nos hizo publicar cosas interesantes en el CEI. Me tocó dirigir durante varios años la colección de Cuadernos de Espiritualidad.
Nuestra idea al fundar esta comunidad era lograr una inserción en el mundo popular. Ahí vivíamos nosotros tres y recibíamos por turnos a un estudiante jesuita. A raíz de una propuesta de Eduardo Silva SJ, decidimos intentar ser un puente, viviendo insertos en una población pero manteniendo los vínculos con quienes tenían medios. Esto produjo muy buenos frutos, entre ellos el Centro Cerro Navia Joven, que existe hasta hoy.
Vivir en una comunidad tan pequeña fue especial, compartíamos en las noches y fuimos extremadamente respetuosos de nuestra reunión semanal, que siempre fue muy fecunda. Vivíamos sencillamente, nos preocupábamos nosotros mismos de la limpieza y de cocinar.
Nos relacionamos con el entorno, asumiendo la capellanía de tres capillas del sector. En la semana ayudábamos un poco a la organización de una coordinación de las siete capillas del sector, la Unidad Pastoral Resbalón.
En 1995 comencé a sentir que mi salud era más frágil. Solicité al Provincial que me destinara a la comunidad donde me encuentro ahora, la Residencia San Ignacio, donde vivimos los sacerdotes mayores.
Por varios años continué trabajando en el CEI, dando los Ejercicios Espirituales. También fui Capellán de las Comunidades Eclesiales de Base.
Desde el 2008 dejé esta actividad pastoral y me dediqué a ser confesor en la portería de la Residencia y en el Templo San Ignacio. Ya no puedo continuar con eso porque tengo dificultad para escuchar. Ahora paso mis días en la residencia, tengo una vida muy tranquila en mi vejez.
Debo decir con toda sinceridad que he sido feliz. Ha habido momento más difíciles, pero siempre he tenido la gracia de la felicidad, aún felicidad en medio de dificultades.
En estos últimos años me siento jesuita, igualmente feliz por dentro. Ser feliz por dentro a veces conlleva ciertas tensiones y dificultades, como en una vida familiar. Si hay armonía, al mismo tiempo no deja de haber situaciones críticas más pasajeras. Yo siempre me he sentido feliz y estoy agradecido de la vida que me ha tocado, porque no ha sido por mérito mío sino que las circunstancias la han ido produciendo. Siempre ha habido amor y fidelidad a la Iglesia, amor y fidelidad a la Compañía. Deseos de ir dando pasos en el buscar caminos y madurar.
A un joven que está buscando su vocación, yo le diría: trata de tener los ojos bien abiertos para mirar el proceso del mundo en el cual tendrías que vivir y trabajar, y tu proceso interno, en el que estás olfateando, iniciando, atisbando esta experiencia histórica y actualmente viva. Es entrar a un grupo de amigos que funcionan dentro de la gran institución que es la Iglesia. Se trata de servir a la iglesia, pero en una experiencia de amigos. A veces con más dificultades, como en cualquier amistad, pero es fundamentalmente eso: una experiencia de amigos en el seguimiento de Cristo, del Evangelio.