Juan Díaz SJ: Entusiasmo de una vida consagrada a Dios
¿Y Por Qué no Ser Sacerdote?
Soy de una familia de poca tradición religiosa, no tengo recuerdo de una tradición religiosa en mi familia, por el lado de mi padre ni de mi madre. Mi padre era hijo de españoles, de Orjiva. Tuvo muy poca educación, creo que llegó sólo a segundo básico. De él heredé el gusto por las fiestas, la risa, los buenos jamones, el queso manchego. Mi familia paterna es numerosa y esforzada.
La familia de mi mamá tampoco era muy religiosa, excepto su madre, mi abuela. Ella influyó fuertemente en mi vida, en muchos aspectos, especialmente en el encuentro con Dios. Era una mujer de una fe muy profunda, quizás la persona más religiosa de mi familia. Su rol fue muy importante en mi infancia.
Yo vivía en Santiago, en la calle San Pablo, entre Libertad y Esperanza. Después nos cambiamos a Huérfanos, también entre Libertad y Esperanza. Por eso si escribiera un libro, le pondría como título “Huérfano entre la Libertad y la Esperanza”, en una forma simbólica para decir algunas cosas.
Me metieron en el Liceo Catedral Chileno, que queda en la plaza del Roto Yungay. Me bautizaron por ahí, en la Iglesia de San Saturnino. Porque si bien no era una familia muy religiosa, se cumplían todos los ritos como bautizos y primeras comuniones.
Un momento importante en mi vida fue una decisión que tomó mi madre sin consultarle a mi papá, porque se habría opuesto: cambiarme a un colegio prestigioso y católico, el Instituto Alonso de Ercilla de los Hermanos Maristas, que quedaba por el sector donde vivíamos. Esto implicaba un esfuerzo económico para mi familia, porque mi padre era comerciante de muebles y por lo tanto no éramos familia muy pudiente, aunque nunca nos faltó lo mínimo. Es un colegio que sigue siendo de los grandes que existe en Chile. En esa época prácticamente todos los profesores eran Hermanos Maristas, la mayoría españoles, todos muy bien preparados.
Sin duda ese cambió implicó un salto cualitativo enorme en mi vida, aunque también fue duro para mí en un principio. En el liceo me iba muy bien en las notas, y en el Alonso de Ercilla, como la exigencia era más alta, pasé a ser un alumno del montón. Además pasé de quinto a séptimo básico. Eso también me complicó, porque siempre fui el menor. Entré a la Universidad a los 16 años. Pero por otro lado, adquirí un ritmo de estudio y exigencia, pese a que no llegué a ser un alumno muy brillante. Ahí costaba sacarse la nota y aprendí a tener un plan de trabajo. Y una consecuencia que quizás no era esperada por mi familia, fue que el estar en ese colegio me acrecentó una profunda fe en Dios, una devoción a la Iglesia y la liturgia, el amor por la Eucaristía, que creo que se lo debo a los Hermanos Maristas.
Sobre todo, creo que en ese colegio conseguí el amor al tema educativo. La vocación educadora de los hermanos quedó muy marcada en mí. Por eso estoy muy agradecido de los Hermanos Maristas, y la figura de Marcelino Champagnat fue muy importante como testimonio para mi vida, antes que San Ignacio y otros. Hasta el día de hoy sigo en contacto con algunos de de esos Hermanos que fueron mis profesores.
La espiritualidad franciscana también influyó fuertemente en mí. Como los Hermanos Maristas no eran sacerdotes, nos llevaban a confesarnos a la a la Parroquia de los Capuchinos, que quedaba cerca del colegio. Ahí conocí al padre Sergio Uribe, que fue mi director espiritual por largo tiempo.
La parroquia de los Capuchinos se fue convirtiendo en mi segunda casa. Pasaba mucho tiempo ahí y pertenecía al grupo de la juventud de la parroquia. También participé bastante en la parte de liturgia. Ahí conocí muchos amigos y amigas, y nació el grupo con el cual compartí las fiestas y momentos muy simpáticos, como los vividos con nuestro grupo de música, Voces Jóvenes.
Al salir del colegio, la única alternativa que se me ocurrió para estudiar en la Universidad fue Derecho. Me gustaba la parte humanista y en esa época no era como hoy, donde los jóvenes pueden elegir entre muchas carreras y universidades. Pude entrar a la U. de Chile.
Al entrar a Derecho lo pasé muy bien, conocí a mucha gente en la escuela. Tuve amores imposibles. Había una mujer que me encantaba en la Universidad y terminó casándose con un gran amigo mío. Hace poco pude casar al hijo de ellos, las cosas de la vida.
A pesar de que en Derecho me iba relativamente bien, mi centro de atención giraba en torno a la parroquia. En esa época tuve varios pololeos con chiquillas cercanas a la Iglesia de los Capuchinos, de mi barrio. Las fiestas eran bien distintas a como son ahora. Eran malones que empezaban tipo seis de la tarde. Cada uno llevaba algo, el queque, las bebidas. Eran fiestas bastante sanas. Uno llevaba el tocadiscos, y ahí nos poníamos a bailar.Me gustaba mucho bailar, sobre todo las cumbias y el twist. Era muy bueno para el twist.
Era un muy buen grupo, con el que lo pasábamos bien y también hacíamos acciones sociales y religiosas en torno a la parroquia.
Al terminar mi primer año de universidad vino un momento duro: mi padre murió sorpresivamente. Eso generó una crisis en mi familia y mi madre, que hasta ese momento era dueña de casa, tuvo que asumir la responsabilidad del negocio. Terminó haciéndolo muy bien. Yo pensé que iba a tener que dejar de estudiar porque no teníamos muchos recursos, pero felizmente en ese tiempo la universidad en Chile era gratuita y pude conseguir una beca para costear mis gastos personales.
La familia comenzó a desmembrarse. Una de mis hermanas se casó muy joven y nuestra vida familiar fue cada vez menor. Entonces centré mucho más mi vida en mis amistades y estudios de Derecho.
Yo diría que mi vida en ese tiempo era muy sana, y que en mi fe era más bien cumplidor de las normas: iba a misa los domingos, tenía director espiritual. Me gustaba ayudar a los demás y ejercer liderazgo en mi grupo. Pero hasta ese momento no había tenido una experiencia personal con Jesucristo más a fondo. De ninguna manera pensé en esa época ser sacerdote, aunque es verdad que cuando chico a veces jugaba a ser cura. Mis primos a veces recuerdan que yo celebraba misa jugando. Pero reconozco que eso era una cierta imitación a la educación que estaba recibiendo de los Hermanos Maristas.
Por el contrario, mi carrera me fue gustando cada vez más, la fui sintiendo como una gran oportunidad para servir a los demás. Dos convicciones grandes se fueron dando en mi vida, de a poco: el deseo de servir a los demás, y el amor al tema educativo.
Otro hecho importante, donde sentí la mano de Dios en esa época, fue cuando en tercer año de la universidad cayó en mis manos un folleto que invitaba a un retiro de semana santa para universitarios, en Padre Hurtado.
Sentí que quería ir a ese lugar. No recordaba haber hecho un retiro excepto uno en el colegio, que había sido un desorden. En la universidad yo me sentía un poco “solo contra el mundo”: era casi el único católico en ambiente laico, con profesores muy agresivos contra la Iglesia. Sentía que mis compañeros no estaban ni ahí con la forma en que yo vivía mi compromiso religioso. Eran tiempos complicados además. Yo entré a estudiar en los años de la reforma universitaria, previos a que Allende asumiera la presidencia. Gobernaba Eduardo Frei. Eran momentos de mucha agresividad en el debate y convulsión política.
Esta invitación que me llegó por casualidad, creo que fue un llamado a algo más profundo. Le consulté a mi director espiritual y él me dijo que no fuera a ese retiro, porque me necesitaba en la parroquia. Sin embargo fue tan fuerte el impulso, que le desobedecí.
Me fui a inscribir y ahí fue el primer contacto que tuve con los jesuitas. Fui a pagar mi cuota a la calle Barroso donde había una comunidad, donde actualmente está la Universidad Alberto Hurtado. Me encontré con el primer jesuita que conocí, el padre Gustavo Arteaga, que me acogió muy bien.
Llegué al retiro solo, sin saber a qué iba, con quién me iba a encontrar. De repente me encuentro el jueves santo en el comedor de Padre Hurtado, para comenzar el retiro después de comida. Se celebra ahí mismo la misa de última cena. Eso me chocó, era una liturgia absolutamente distinta a la que conocía en la parroquia.
En ese retiro tuve el privilegio de conocer al padre Emilio Vergara, el Gato, con el cual nació una linda y profunda relación, y con el cual después yo conversé mi vocación. No recuerdo mucho qué pasó en el retiro, pero creo que fue un paso salvador, un paso adelante en mi vida. Me di cuenta de que ya no estaba tan solo, porque curiosamente en el retiro había varios compañeros míos de la facultad, que no tenía idea que eran católicos y ahí estaban. Esto acrecentó mi compromiso de fe.
Después del retiro seguí centrado en mi actividad en la parroquia, salvo que con mi director espiritual, después de esta “desobediencia”, empezamos a tomar distancia. En ese momento empecé a relacionarme un poco más estrechamente con el padre Emilio Vergara.
El año clave de mi vida fue 1969. Estaba en cuarto año de derecho en la universidad, ya casi terminando. Me gustaba la carrera, me estaba yendo bien, pololeaba con una niña muy buena. Pero dejé de pololear con ella, quizás porque lo estaba pasando demasiado bien y quería más libertad.
Creo que empecé a salir con otra niña porque era más loca que mi polola anterior, y yo, por mi carácter necesitaba una mujer más “alocada». Ella era de las que en las fiestas se subía sobre la mesa a bailar.
Cuando uno está en cuarto año, uno siente que ya tiene que hacerse preguntas sobre hacia dónde va a dirigir el futuro. Ya está terminando la etapa universitaria. Y la respuesta a esa pregunta era “yo quiero servir”. Como abogado, era excelente. Sentía que podía seguir en el área penal, tampoco descartaba ser juez.
Hasta que en un momento se me planteó “bueno, ¿no hay otra alternativa, por ejemplo ser cura?” Se planteó así como una posibilidad que uno termina rechazándola de inmediato, porque es incómoda, porque implicaba muchas renuncias.
Pero reconozco que desde el momento en que me planteé esa pregunta, nunca terminé de quedar tranquilo, hasta que entré a la Compañía. Era una pregunta que me asaltaba casi siempre, en distintas circunstancias.
La Única Locura que he Hecho en Mi Vida
Por mi carácter, nunca he rehuido nada a lo que me han desafiado. Y esta pregunta me desafiaba. Entonces empecé a buscarle respuesta, asesorándome con algunas personas. Empecé a buscar primero con los Hermanos Maristas. Pero no me convencía porque no eran sacerdotes. Y yo vi clarísimo que si me dedicaba a la vida religiosa, iba a ser sacerdote.
Luego me acerqué a los Capuchinos. Tampoco ahí encontré eco a lo que estaba buscando. Después cayó en mis manos un reportaje de El Mercurio sobre el Seminario Pontificio, donde hablaba el Rector, Mario González. Me atreví y le pedí una hora. Me atendió muy bien. Le pregunté cómo eran ellos y qué hacían en el Seminario. Yo tenía nada claro, estaba simplemente investigando porque se me había metido el bichito. Él me mandó a hablar con otro padre, que no me pescó mucho.
En todas estas averiguaciones que fui haciendo, todos me daban este consejo: “mira, espera, total te queda un año para terminar tu carrera, tienes 21 años. Espera, termina tu carrera y después decides”. Además eran tiempos bien complicados, después del Concilio Vaticano II. Muchos curas se salían y pocos entraban.
Finalmente llegué a conversar con Emilio Vergara. De todos los curas con los que conversé, creo que Emilio Vergara fue el que más me orientó.Él fue el único que ni me engrupió ni tampoco tiró la pelota hacia delante. Él me dijo “mira, es interesante, sigue buscando”.
La figura de Emilio Vergara me sorprendía. Era muy popular entre los jóvenes. Estaba a cargo de la Unión de Secundarios de la Zona Centro (USC), organizaba congresos en colegios, era muy atractivo como sacerdote. Y por otro lado también en él pude ver una vida religiosa más abierta al mundo.
Estos procesos son como en el amor: algo te agarra el corazón y no te lo suelta. Y uno se va enamorando cada vez más.
Reconozco que tenía ciertas sospechas de los jesuitas. Me parecía una congregación un poquito de izquierda, media lanzada al comunismo, y por otro lado con mucha plata. Esa combinación no me gustaba para nada. Ésa era la imagen que teníamos en la Universidad, por lo que se decía. No tenía idea quién era San Ignacio, menos el Padre Hurtado, hasta ese momento.
Con la única persona que conversaba estas inquietudes era la niña con la que estaba saliendo. Y ella, curiosamente, fue una de las pocas personas que me apoyó. Por eso no le pedí pololeo, porque estaba con esta duda.
Entonces Emilio Vergara hizo una movida extraordinaria. Una mañana me dice mi madre “te llama un padre”. Yo venía de una fiesta, me había acostado tarde. Me desperté y él me dice “Mira Juan, te tengo audiencia con el Provincial de los Jesuitas”. Ya eran pasos mayores, aunque yo tampoco pensaba ir a postular, sólo estaba averiguando.
Y como nunca deseché ninguna posibilidad, acepté la invitación de Emilio. Fui a la oficina donde actualmente están los Provinciales, y me encontré ahí con un jesuita español, Manuel Segura. Me atendió con una calidez tremenda. Le hice la pregunta, a “boca de jarro”: “¿quiénes son ustedes, los jesuitas?”
Y este jesuita me habló media hora o tres cuartos de hora. Fue impresionante, porque a medida que él iba hablando, yo iba sintiendo que esto era lo mío. Al terminar la conversación no podía dudar. Salí, le agradecí. Y me dije tengo dos alternativas: una, hacerme el tonto o chutear la pelota hacia delante como me lo han aconsejado muchas personas. O simplemente asumir el desafío, que era el de un corazón enamorado. Lo cierto es que salgo de ahí con la decisión de congelar la universidad. No le consulté absolutamente a nadie, tomé la micro, me bajé en Pio Nono, fui a la Escuela de Derecho, hablé con el Director de la Escuela y le digo “mire, quiero congelar”. “¿A qué se debe?”, me pregunta. “Me meto a cura”.
Quedó la escoba en mi familia, en mis amistades. Creo que es la única locura que he hecho en mi vida. De tirarme al vacío sin ningún cálculo, sino que simplemente lanzarme a algo que sentía que el corazón me llamaba.
Todos me decían “te volviste loco, ¿qué te pasó?”. Nadie entendía nada, menos mi mamá. Para ella fue muy dura mi decisión, aunque hoy está feliz. La única que me entendió fue la niña con la que había estado saliendo. Me dijo “te voy a hacer una fiesta inolvidable”. Y realmente fue inolvidable. Además, con otro amigo de la parroquia que entró a los Capuchinos, partimos a Viña y nos hicimos nuestra “despedida del solteros”: fuimos al Casino, después a la discoteque Topsy de Reñaca. Nos despedimos bien.
Un Estudiante “Singular«
Y así entré a los jesuitas. Como era un período complicado y el Noviciado estaba cerrado, no me hicieron los exámenes psicológicos hasta cuando ya llevaba un año en la Compañía. Entraron otros dos que venían de una especie de pre – noviciado, y que después terminaron saliendo. Yo fui el último invitado en llegar, y el que quedó.
Le fui a avisar al Provincial que quería entrar, y entré el 6 de abril de 1970, en un Noviciado que no existía, con compañeros que después todos terminaron saliendo, y quedé yo solo.
Como el Noviciado estaba cerrado, nos fuimos a una casa en la calle Nicanor Plaza. Yo diría que la primera noche fue la peor.Curiosamente había salido a bailar a la discoteque Las Brujas un tiempo antes de entrar,y esta casa quedaba prácticamente atrás de Las Brujas, entonces la primera noche se escuchaba la estupenda música de la discoteque. Creo que esa fue la peor noche de mi vida. Ahí me pregunté “¿realmente lo que hice fue cuerdo?”… después de eso, nunca me he arrepentido de la decisión que tomé.Ya llevo 37 años, y realmente ha sido una vida muy feliz.
Para colmo, no estaba el Maestro de Novicios, Guillermo Marshall, que estaba preparándose en Francia. Como hubo cierta urgencia de abrir el Noviciado en abril su hermano Santiago, también jesuita, asumió este trabajo durante los primeros tres meses.
Me acuerdo de la primera conversa que tuve con Guillermo cuando llegó de Europa. Nosotros estábamos un poquito temerosos, le precedía una fama de hombre duro. Me sienta frente a su silla, me mira, yo lo miro. Esperaba que me hiciera alguna pregunta, como “quién eres” o “como estás”. No me dijo nada, se quedó callado, y yo también. Estuvimos un buen rato en silencio, mirándonos el uno al otro, con una cierta tensión. Me dice entonces “bueno, ¿tú no vas a hablar?”. “¿De qué quiere que le hable?”, le pregunté. “Bueno, dígame algo de usted, ¿sabe tocar guitarra?” “No, no sé”. “¿Sabe cocinar?”. “No, no sé cocinar”. Así siguió haciéndome montones de preguntas, y a todo tenía que responder que no sabía. Al final me dice “¿y para qué sirve usted entonces??”. Me chorié un poquito frente a la pregunta, y le dije “mire padre, yo soy líder de juventud”. Esa conversación se convirtió en un chiste muy repetido en la Provincia.
Mi etapa de estudiante fue bastante especial. Cuando yo entré a la Compañía el Noviciado estaba cerrado porque no ingresaba nadie. Después de mi entrada y la de Renato Poblete Ilharreborde al año siguiente, hay un espacio de tres años en que no entró nadie, entonces somos como una isla. Por eso la formación se adaptó mucho a mí, y en ese sentido estoy muy agradecido porque se me hizo corta.Cuando la formación son normalmente 12 años, en 8 o 9 años yo ya tenía terminada mi formación.
En el primer año de Noviciado hice el primer mes de Ejercicios en el Monasterio Benedictino, con el padre Guillermo Marshall. Al año siguiente pude terminar mi carrera de leyes, me titulé de abogado como estudiante jesuita. Hice mi último año, después la práctica, la memoria y me titulé. Volver a la Escuela de Derecho como jesuita fue una experiencia totalmente nueva. Algunos se enteraron de que era jesuita, y yo me sentía en una postura mucho más segura. Pude hacer la práctica en el colegio de abogados, en el servicio de asistencia judicial de menores. Quería terminar mi carrera porque de alguna manera quería seguir ayudando a los más pobres a través de las leyes. De hecho abrimos un consultorio jurídico en la población Los Nogales, con otros estudiantes de derecho.
Mientras terminaba la carrera de Derecho, empecé a estudiar la filosofía y teología en la Universidad Católica de Santiago. Es decir yo estudiaba derecho, al mismo tiempo estaba sacando mi Bachillerato en Filosofía y teología en la Universidad Católica, tenía un consultorio jurídico también, en la población Los Nogales, y al mismo tiempo trabajaba en pastoral a full en el colegio San Ignacio El Bosque. Quizás lo que pasó más a pérdida fueron los estudios de teología y filosofía. Mirando para atrás me pregunto cómo pude hacer tantas cosas al mismo tiempo.
Tuve buenos cursos, aunque hoy pienso que podría haber estudiado más y mejor. Pero lo pasé muy bien. Fueron años intensísimos, en que logré obtener los títulos académicos respectivos, pero humanamente me sentí pleno, rindiendo al máximo, sirviendo al máximo, entregando lo mejor de mí a los demás. Fueron años muy bonitos y que tuvieron compensaciones muy grandes, como que algunos jóvenes que conocí en esa época años después entraron a la Compañía, como Felipe Berríos, Fernando Verdugo y tantos otros. Fueron cinco o seis años súper intensos, pero donde se confirmó definitivamente que éste era mi camino, mi vocación.
Estos años fueron también de conocimiento de la Compañía, de San Ignacio, de Alberto Hurtado y especialmente de los Ejercicios Espirituales. Una de mis labores importantes fue dar retiros a los alumnos del colegio San Ignacio El Bosque. Ese trabajo me pescó mucho porque estaba relacionado con lo que siempre me gustó, el tema educativo y el contacto con la juventud.
Terminé mi Bachillerato de Filosofía y Teología, y dije “bueno, ahora quiero dedicarme unos años a Magisterio”, que es una experiencia de dedicarse al trabajo apostólico full time. Fui donde el Provincial a pedirle que me destinara a un trabajo, y el padre Provincial, que era Juan Ochagavía, se rió un poco de mi y me dijo, “mira, si lo único que has hecho es magisterio. Te vas a estudiar ahora a Roma”.
Yo tenía un deseo muy grande de haber trabajado en un colegio o parroquia. Nunca pensé que me iban a mandar fuera del país, y por un período de dos años, lo cual significaba dejar mi trabajo apostólico. Si bien fue de las decisiones más duras, reconozco que también fue de las decisiones más buenas que me puede haber pasado. Por eso he pensado siempre que uno tiene que obedecer igual, porque a la larga, las decisiones de los superiores son importantes y resultan positivas.
Donde lo he pasado más bien en mi vida, han sido esos dos años en Roma. Estuve desde el ’77 al ’79. Es curioso porque no hice mucho apostolado, el único fue después de un año de estudio, fui un mes a trabajar a un leprosario en España. Todo lo demás fue puro estudiar. ¡Ahí si que estudié! Saqué la licencia de Teología en Espiritualidad, en la Universidad Gregoriana. Vivía en una comunidad de 70 jesuitas, de 30 nacionalidades diferentes. Fue una experiencia de universalidad de la Compañía, de conocer otros mundos, otros ambientes, estudios interesantes que me han servido hasta el día de hoy. Roma para mí es lo más cercano al cielo. Observar que los jesuitas somos de tantos lugares, mirar mi mundo, mi país con una mirada más universal, fueron frutos importantes de este período.
Espiritualmente fue un período de gran riqueza. Recé harto, profundicé mucho la relación con Dios. También fue un tiempo de sanación psicológica. Tuve un gran maestro, Federico Arvezu, jesuita cubano. Me reencontré con los estudios, creo que es bueno saber estudiar y ser buen estudiante. Eso me ayudó también para la madurez personal.
Fueron los años de preparación al gran sueño de toda mi vida, ser cura. Me ordené de diácono en la Iglesia del Gesù, al lado de la tumba de San Ignacio.
Volví a Chile, y en agosto del 79 me ordené de sacerdote. Me ordenó monseñor Enrique Alvear.
Servir al Señor en Personas Concretas
Ahí comienza mi etapa de servicio en la Compañía. En ese tiempo Fernando Montes era Provincial. En mis tres primeros años de sacerdocio, él me dio tres destinos distintos. El primer año, que es el único en que puedo decir que he estado en pleno de sacerdote, acompañé al padre Fitzpatrick como encargado de vocaciones. Me dediqué a dar retiros en todos los colegios.
Al año siguiente me nombraron Jefe de Pastoral del colegio San Ignacio al Bosque, donde regresé entonces por segunda vez. Ahí fui también profesor jefe del curso de Pablo Castro y fui testigo de cuando se le calló “el ladrillo”, como él contó en HistoriActiva.
Y al año me volvieron a cambiar de trabajo. Fui ayudante del Maestro de Novicios, Juan Ochagavía. Este año fue especial, igual que toda mi formación en la Compañía, porque además de ese trabajo era Ministro y ecónomo de mi comunidad, mantuve la jefatura de curso de este cuarto medio, que era un curso bien complicado pero del cual guardo muy bonitos recuerdos. Y además, hice mi Tercera Probación, durante todo el año con el padre Juan Ochagavía. Es decir tenía como tres full time al mismo tiempo.
Todo esto desembocó en que al año siguiente me cambiaron por cuarta vez de trabajo, y me nombraron Maestro de Novicios, en reemplazo de Juan Ochagavía. Esa ha sido una de las experiencias lindas y más largas que he tenido, estuve casi nueve años en eso. Es de los trabajos más hermosos que uno como jesuita puede recibir: formar a los chiquillos, darle la impronta a los chiquillos que van a ser los futuros jesuitas. La mayoría de los sacerdotes jóvenes de hoy fueron novicios que yo recibí. Fue un tiempo muy lindo, dedicado exclusivamente a un grupo reducido de jóvenes en donde uno hace un trabajo de joyería.
De esos años rescato una experiencia espiritual muy hermosa. Haber sido testigo, por un lado, de la alta y gran generosidad con la que venían estos jóvenes, que entregaban todo por amor al Señor. En eso uno recordaba mucho la experiencia propia. Y por otro lado, ver la infinita misericordia y acción de Dios. Fui testigo privilegiado durante esos nueve años, del encuentro de esa generosidad con el gran amor del Señor.
Si uno los mira desde un punto de vista pragmático o de la eficiencia, fue un tiempo quizás pobre de acción, porque mi vida estaba destinada acompañar a catorce o quince personas al año. Y también de resultados, porque de esos que entraron, hoy están un poco menos de la mitad. Uno podría decir que es trabajo perdido. Pero creo que esto hay que mirarlo con una perspectiva de fe, y desde ese punto de vista fueron años muy hermosos, aunque difíciles. No es fácil ayudar a discernir la voluntad de Dios en situaciones complejas.
Terminando ese período, luego de un tiempo de descanso me nombraron Rector del colegio San Ignacio, donde llegué por tercera vez en mi vida como jesuita, en un rol totalmente diferente a los que había tenido antes. Ahí conocí a tantos alumnos y generaciones excelentes. Como Rector me sirvió aprender el tema más administrativo y llevar adelante una institución, aunque ciertamente no es el aspecto que más me gusta de la educación. Yo prefiero el área del acompañamiento.
En esos años me tocó sacar adelante un proyecto muy anhelado en el colegio: la construcción del gimnasio. De ese tiempo conservo también muy buenos amigos, a muchos de ellos los he casado y les estoy bautizando a sus hijos.
Estaba en mi cuarto año de Rector, ya captándole la onda al colegio, y en forma sorpresiva me llega una carta del Padre General, en que me nombraba Provincial de los jesuitas.
Lo veía venir, porque yo estaba en la Consulta y el Provincial sabía que mi nombre estaba saliendo. Pero uno se resiste, de hecho le escribí una carta al padre General diciéndole todos los puntos en contra que yo veía en que me nombraran a mí. No sé si la carta no le habrá llegado, pero nunca tuve respuesta y lo cierto es que me nombraron.
Siempre me ha pasado que en todos los cargos que me han dado, he sentido que no soy capaz, pero que hay que apechugar porque por algo te lo están pidiendo, y hay que echar adelante. Y a la larga han sido experiencias tan hermosas, cada una más bonita que la otra.
Ser Provincial es duro. Es difícil ser superior de Fernando Montes, de Renato Poblete, de Felipe Berríos y tantos otros. Hay cierto grado de soledad en este trabajo porque uno tiene que tomar las decisiones importantes.
Me tocó tomar la gran decisión de abrir la Universidad Alberto Hurtado. Felizmente uno recibe el apoyo del Padre General de la Compañía, y de muy buenos colaboradores que tuve. Con el tiempo se irá a juzgar mi gestión. Para mí fue una mezcla de gozo y tristeza. Hubo momentos dolorosos como la salida de algunos jesuitas, pero también otros muy gratos, en que uno ve la grandeza de nuestros compañeros jesuitas.
Siendo Provincial, uno puede contemplar vidas heroicas. Pienso en muchos de los que ya están muertos y nos precedieron, tengo un recuerdo muy emocionado de todos esos jesuitas que me tocó acompañar morir, gente realmente santa. Fue una gran experiencia haber sido superior de santos.
Es curioso. Cuanto más desguarnecido, más débil uno se siente frente a un encargo, a una misión o a una tarea, cuando uno siente que ya no da más, en esos momentos es donde yo he experimentado más profundamente la presencia del Señor. Uno siente que las cargas son superiores a las fuerzas de uno, pero misteriosamente el Señor viene a respaldarlo. Es una experiencia personal, no es que lo pueda decir intelectualmente, sino que lo he experimentado profundamente. Ese amor que a uno lo eligió a este camino, y que te dice “bueno, aquí estoy para salvarte”. Es la experiencia de un enamorado que siente el consuelo del amante, que está al lado de uno.
Así uno hecha pa’ adelante, y hace lo mejor que se puede. Metiendo la pata, por supuesto, pero haciendo las cosas con amor. Y lo que se hace con cariño, a la larga se perdona.
Terminé agotado. Al terminar esos seis años me concedieron la posibilidad de ir a Roma, a mi cielo dorado, por tres meses para descansar. Cuando ahí un día me llama el Padre General, en el primer mes, y me dice “el Cardenal de Santiago lo pidió para Vicario para la Educación”.
Y ese fue mi siguiente trabajo. Algo bastante distinto a lo anterior porque estuve cedido a préstamo a la Iglesia. Si bien no pude estar en una misión de la Compañía, estuve en lo que me gusta, que es la educación. Me siento muy agradecido del Cardenal, que haya pensado en la Compañía y en mi persona para hacerse cargo de un Vicaría tan importante. Los temas educativos en Chile hoy día son fundamentales. Fue muy bueno poder colaborar con el pensamiento de la Iglesia en la educación, estar junto al Cardenal y a los Vicarios y Obispos Auxiliares, contribuir con la Iglesia de Santiago.
Pese a que estaba trabajando para la Iglesia, seguí viviendo con mi comunidad jesuita, y ésta fue muy importante para mí.
Toda mi acción desde ese momento tuvo un estilo absolutamente distinto. Fue bueno porque pude aprender de la forma de trabajo en la Iglesia diocesana. Ellos tienen un gran amor por la liturgia, son muy positivos y hay un gran cariño entre los curas del clero secular. Lo más duro fue entrar en el engranaje de lo administrativo y la forma en se hacen las cosas ahí. Si bien la Iglesia de Santiago ha ido mejorando, hay problemas de desorden en la gestión, por ejemplo, tienen exceso de reuniones. Felizmente eso ha ido manejándose mejor en los últimos años.
Lo más importante fue haber podido colaborar en dar una educación de calidad a los más pobres. La mayor cantidad de los colegios del arzobispado están en sectores populares. Para mi haber ido a la Legua Emergencia, a Quinta Normal, a La Pintana, a colegios bien marginales me ha significado estar en contacto con la realidad de los más pobres, como nunca. Yo diría que ha sido la gracia más grande que he recibido en mis años como Vicario. Por primera vez para mí los pobres tienen rostro con nombre y apellido, y pude contribuir a darles lo que más necesitan para superar la condición en que viven: educación. En ese sentido creo que esto fue un gran privilegio y una gracia espiritual que pude vivir con gozo.
Todo esto ha acrecentado mi gran deseo de servir y acompañar a las personas. Por eso al terminar esa misión, le pedí al Provincial tener un tiempo de trabajo pastoral directo con gente, en el tema educativo. Por eso ahora, estoy como en mi cielo, aunque no estoy en Roma.
Soy el Capellán del Colegio San Ignacio Alonso Ovalle, especialmente de Enseñanza Media. Estoy en un colegio, tradición de tradición, ignaciano, donde estudió el padre Hurtado, con chiquillos de clase social media – baja. Aquí se puede hacer tanto bien, acompañando a los muchachos, dando Ejercicios Espirituales, yo espero que saquemos vocaciones de este colegio, hay cabros estupendos. También se puede hacer un trabajo muy bueno con las familias y los profesores.
Yo diría que todo mi trabajo anterior desemboca en esta etapa de mi vida, cuando uno ya se siente un poco más viejo. De verdad, aquí soy como el abuelo… el otro día me lo dijo un chiquillo en un momento de cariño: “sabe padre, usted es el abuelo que yo nunca tuve”. Así que trataré de ser un buen abuelo y mostrarles a estos jóvenes el rostro de Jesucristo. Estoy muy contento con este nuevo desafío, que va con mis orígenes vocacionales, mostrarles al Señor a los jóvenes de hoy día.
Es verdad que es un giro absoluto a lo que he tenido antes. Ya no estoy en el primer plano.Ahora puedo dedicar todo mi tiempo a hacerles el bien a los demás.
Por eso estoy feliz, ¿no se me nota? Ya no tengo ningún trabajo administrativo, que reconozco que ya me estaba cabreando.Mucha gente piensa que a uno lo degradaron con esto. Y es curioso, porque nunca he estado tan contento con una tarea, con menos temor. Siento que esto es lo mío.
Esta tarea la combino con lo que me pide todo el cúmulo de personas que he conocido a lo largo de mi vida. Por ejemplo, acabo de estar dando retiro al hijo de un amigo a quien yo le di retiro cuando él tenía la misma edad que ese hijo. Lo casé, he bautizado a sus hijos y ahora sigo conversando con ellos. Hay muchos ex alumnos que se casan, que vienen a confesarse. Hay todo un pastoreo que uno continua desde los primeros años.
Un aspecto importante en mi vida es el deporte. Yo era mal deportista desde joven; en el colegio nadie quería jugar fútbol conmigo porque era campeón de los autogoles. Era tremendamente malo para todos los deportes. Pero cuando estaba en Roma, un amigo jesuita alemán y campeón de maratones, me animó a hacer deporte. Claro que no salía a trotar con él, porque era una bala. Pero empecé a salir a trotar. Y en Roma participé de una Maratón hasta Ostia.
Después, cuando estaba en el colegio San Ignacio era súper fácil salir a trotar en la cancha. Pero desde que vivo en el centro, trotar es medio complicado. Entonces me metí en un gimnasio. Hoy en día voy cuatro o cinco veces a la semana, a hacer spinning. Y el gimnasio se ha convertido en una segunda parroquia. Como ya saben que soy cura, las personas del gimnasio me piden que los case, que bautice a sus hijos o que converse con ellos. Ahora soy el cura del gimnasio.
Estoy convencido de que el deporte debe formar parte de la rutina diaria de todo jesuita. Es una manera de estar bien en lo físico y eso ayuda a lo espiritual. Da mejor ánimo, permite botar las tensiones. Y me he ido dando cuenta de que cada vez la parte deportiva es más importante. Hoy varios hacen deportes competitivos, van al gimnasio o participan en ligas de fútbol. Poco a poco se ha ido metiendo en nuestra psicología que el deporte debe ser un aspecto relevante.
Al mirar mi vida, veo que se mantiene inalterable la intuición primera. Quise ser jesuita porque quería servir. Y creo que la mejor manera de hacerlo es como jesuita, de eso no tengo ninguna duda. Servir al Señor en personas muy concretas, que hoy día son los jóvenes de este colegio San Ignacio.
Aquí uno está seguro de poseer un ideal por qué vivir esta vida. Y un ideal que vale la pena.
Todo lo que he vivido como jesuita ha sido hermoso, es un tesoro que uno va acumulando. No sabría decir qué fue lo mejor o lo peor. Se van uniendo las luces y las sombras y forman un todo. Lo importante es lo que uno aprovecha de cada cosa.
Hoy vuelvo a recordar esa conversación que tuve con el Provincial cuando estaba pensando ser sacerdote: ¿quiénes son ustedes, los jesuitas? Se lo he dicho a jóvenes que hoy están en el Noviciado y otros, que me han preguntado por qué entrar a la Compañía de Jesús. Más que decir cosas, creo que tenemos el entusiasmo de una vida consagrada a Dios. A un joven hoy yo le diría que se atreva. Que se lance al vacío, porque realmente va a encontrar una vida muy plena.