Orlando Contreras SJ: La Iglesia, lugar de vida para los pobres
La Aventura de la Vida y de la Pobreza Compartida
Nací hace 52 años en Humberstone, una oficina salitrera del norte de Chile; una de las tantas oficinas de las cuales, en 1907, salieron los obreros marchando hacia Iquique pidiendo justicia y recibieron de respuesta balazos en la masacre de la Escuela de Santa Maria. Nací el 16 de julio, día de la fiesta religiosa más importante del norte; ese día suelen congregarse más de 100 mil feligreses, de todo el Norte Grande, en un pequeño pueblo llamado La Tirana para venerar a la Virgen del Carmen, agradecerle por tanto bien recibido y encomendarse a ella.
En uno de mis cumpleaños pedí a mi mamá me regalara los pormenores de mi nacimiento. Entonces supe que estaba en la casa cuando le vinieron los dolores de parto; mandó a mi hermano Julio –que en ese entonces tenía 9 años- a buscar a una vecina que hacía de partera; mi hermano también ayudo en el parto; al momento de nacer venía con el cordón umbilical rodeando el cuello. Me dieron una palmada y no reaccioné; tampoco a la segunda. Ya creían que había nacido muerto cuando, al tercer palmazo, solté el llanto como diciendo: “¡estoy vivo!”. En ese mismo momento mi mamá escuchaba pasar las caravanas de peregrinos cantando a La Tirana. Por eso soy Orlando del Carmen. Cuando terminó de contarme todo esto ella lloraba; la abracé y le di un beso como pocas veces lo hice.
Mi familia es numerosa: somos doce hermanos: Juan, Julio, Rosita, Tite, Pachucho, Rolando, Lila, Manuel, Pacha, Toño y Chana. Los dos primeros son por parte de mi padre. Mis padres, ambos separados, convivieron por más de 34 años antes de casarse por la Iglesia. A mi papá su primera señora lo dejó con dos hijos, Juan y Julio; mi mamá se separó de su esposo porque no podía tener hijos y, por lo mismo él le pegaba. Con mi papá ella tuvo 10 hijos.
Soy de una familia pobre, como las de muchos chilenos y latinoamericanos. Mi familia forma parte de esa gran población de gente que vive con muy poco y a la que nunca le alcanza para las cosas básicas. Mi papá fue campesino y llegó al norte a trabajar como obrero en la salitrera.
Cuando tenía un año tuve una enfermedad que marcó toda mi vida. Hubo una epidemia de poliomelitis en 1956, cuando recién se estaba descubriendo la vacuna. En el barrio donde vivíamos fuimos 4 niños los afectados; dos terminaron por morir; otro quedó a muy mal traer y yo fui el menos afectado. Esto fue un hecho determinante en mi vida porque me afectó en una pierna. Porque éramos pobres no pude tener un tratamiento que pudiera terminar de sanarme. Si hoy yo puedo caminar, es porque me las arreglé solo. Tuve que aprender a caminar, caerme diez veces y levantarme once. Sabía que si no me paraba, no iba a lograr caminar.
La pobreza en la que nací y crecí fue compartida por todas las familias Pampinas que, en 1959, llegamos a Arica desde la salitrera. No teníamos luz, no había agua, no teníamos baño. Hasta los 15 años no teníamos baños en las casas. Íbamos a baños públicos, o en la noche íbamos al río. Entonces toda nuestra infancia en el barrio fue pobre. Fuimos pobres, y vivimos pobres. Durmiendo de a cuatro en una cama, entre los hermanos. Yo diría que experimenté, sufrí y viví toda la parte dura de la pobreza, en todo sentido de la palabra, y en todo aspecto.
Esto mismo hizo que todos nosotros, mis hermanos y mis amigos del barrio, tuviéramos que salir a lustrar zapatos, a vender diarios, o simplemente salir a buscar plata, porque si no salías, no comías. Desde niños teníamos conciencia que había que salir a ganarse el pan, que la comida no es gratis, que para vivir había que luchar, y luchar mucho.
A los seis o siete años recién pude caminar bien. Aprendí a caminar en la calle de mi barrio y apenas pude hacerlo, a trabajar se ha dicho. Así como desde esos mismos años fui lustrabotas, vendedor de diarios y otras cosas más como revender entradas al cine, jugar plata a los naipes, al pool, etc. Lustré zapatos hasta segundo medio; el trabajo lo combinaba con los estudios. Esto era algo compartido y vivido por todos mis amigos del barrio; era socializado. No lo vivía como “pobrecito”, sino como algo normal, natural, que todos los niños del barrio hacíamos. Por lo mismo, en mi casa, esto no era vivido con drama; no era que mi mamá nos mandara, sino que era algo natural: “hay que salir a ganarse los porotos”, como ahora dicen los niños “hay que salir a jugar”.
El trabajo se mezclaba con los juegos. Toda nuestra vida fue fuera de la casa: jugábamos en la calle, nos divertíamos, trabajábamos, crecimos, todo fue en la calle. La casa no era un lugar para estar sino para llegar a dormir, y dormir apretados de a tres y cuatro en una misma cama.
En primero básico yo repetí de curso. Sin embargo es el año que recuerdo con más cariño de mi infancia. El profesor que teníamos en ese curso, Víctor Díaz, era muy bueno. Lo pasé muy bien ese año porque él nos hacía disfrutar del colegio. Tenía un auto grande y de repente decía “vamos a ir al Morro”. Y si faltaban cuatro o cinco chiquillos, los pasábamos a buscar a sus casas, para que no se perdieran el paseo. Tenía una máquina de fotos, cosa impensable cuarenta años atrás. Las únicas fotos de mi infancia que tengo son de esa época. Nos hacía competir para ir mejorando. Nos dividió entre los porrones, los del medio y los aplicados. Yo siempre estaba entre los porrones y alguna vez pasé a los del medio.
Pese a pasarlo tan bien, finalmente repetí de curso, yo creo que de porrón no más. El día que supe que repetía de curso, tengo la imagen de haber estado en la escuela, en un lugar escondido de todos, llorando amargamente y diciéndome “¡Nunca más esto! ¡Nunca más me pasará esto”. Lloraba porque iba a dejar de estar con ese profesor y mis compañeros, y que ya no lo pasaría tan bien.
Tengo el recuerdo de mi primera cajita de seis lápices de colores. Un día fui a un almacén de mi barrio, el almacén de Juanito, y le pedí una cajita. Le dije “Démela fiada. Se la voy pagando de a poco, todos los días, con lo que gane de mi lustrín”. Y así estuve, pagándola durante una semana o dos. Y yo decía “esta cajita de seis lápices de colores vale; esto es importante porque me cuesta”. Este hecho fue un hito en mi vida, porque pude decir “esto me costó, esto es mío, con mi lustrín puedo ayudar a la casa y ahorrar para comprar mi cajita de lápices y poder estudiar”. Años más tarde, cuando estaba en séptimo básico, viviría algo semejante con una máquina de escribir que me compré con ahorros del lustrín y con algo de ayuda de mi taita.
Todo esto marcó mi vida: vivir una pobreza compartida en donde había que luchar para comer, y sufrir los rigores de esa pobreza. Cuando después uno es más grande y va tomando conciencia de este tema, vienen momentos de rebeldía fuerte. Tengo imágenes de mi juventud. A veces andaba caminando por el centro, lustrando, tratando de ganar algo de plata, y de pensar, “¿cuándo va a terminar está huevá? La respuesta que me venía era: ¡Nunca… nunca se va a terminar esto!”. Esa sensación de que nunca íbamos a dejar de ser pobres era muy fuerte.
En séptimo y octavo básico yo ya tenía clara conciencia que no iba a poder entrar a la universidad. Y por eso decidí no ir al liceo, sino que estudiar en el Instituto Comercial, porque allí tenía la posibilidad de terminar el cuarto medio y sacar un cartón para trabajar después en alguna oficina. Sabiendo esto no perdía la esperanza de la universidad. Sin embargo cuando llegó el momento de dar la Prueba de Aptitud Académica no tuve plata para pagar para el derecho a darla. Ese fue un día en que maldije la pobreza.
En el Instituto Comercial, cuando entré a primero medio, yo me vinculaba con los mayores, los alumnos cuarto y quinto medio. Era muy pelusa, a pesar de mi pata coja. Yo tenía que hacer pillerías para ganar plata, entonces me juntaba con los mayores porque con ellos no sólo me divertía jugando fútbol o básquetbol sino que también nos encerrábamos en una sala a jugar cartas apostando plata. En ese tiempo mi vida era una mezcla de pillería, en el buen sentido de la palabra, de pasarlo bien, y ganar plata para estudiar y comer.
Otra fuente de ganar dinero era jugar pool apostando plata. Tenía mucha suerte para el pool; me decían “rajita del diablo”. Muchas veces iba sin ni un peso, y la mayoría de las veces gané. Ganaba porque no jugaba con cualquiera; yo me fijaba bien a quien desafiar. Buscaba a los que sabía que les ganaba; también desafiaba a los que podían ganarme a mi; con ellos me arriesgaba y con suerte las más de la veces les gané.
Pese a haber repetido primero básico, cuando terminé primero medio tuve una gran sorpresa: ¡me había sacado el primer puesto! Con un 5.25. Al año siguiente se repitió la historia con un 5,3. Lo más divertido fue cuando anunciaron a los premiados. Estábamos todos en el patio y anuncian por el parlante: “primer puesto del Primero B, Orlando Contreras”. La carcajada fue inmensa y generalizada.
El tema social y político en esta época era clave. Yo entré al Instituto comercial el año ’71. Mi mamá era activa participante del partido comunista, ella tenía mucho sentido social. Apenas sabía leer y escribir, pero compraba El Siglo y el Puro Chile. Mi papá no sabía leer ni escribir. También tenía sentido social, pero no era militante del PC como mi mamá.
Tengo la imagen nítida del triunfo de Allende y de la Unidad Popular; ése fue un día de fiesta para nosotros. Desde el punto de vista económico, para nosotros que vivíamos en condiciones muy precarias, ésta fue la mejor época. En el tiempo de Allende nunca pasamos hambre. Había que hacer cola, pero en la casa no faltaba para comer. Antes, sí faltaba. Y después faltó más. Tengo la imagen de estar escuchando, con mi mamá y mis hermanos, a Pinochet en la televisión, diciendo que “hay que apretarse los cinturones” mientras, nosotros sacábamos los gorgojos de unos porotos verdes. No había nada más para comer. Estuvimos un mes comiendo esos porotos verdes que mi mamá se las ingeniaba para prepararlos de las más diversas formas.
La influencia de mi mamá fue importante. Yo tenía 18 años para el golpe de estado, estaba en cuarto medio. En el colegio los jóvenes de la juventud comunista me buscaban para que me metiera en las protestas y en la organización, pero yo no iba por mi pata. Veía que quedaba la embarrada en las calles y tenía claro que si me metía ahí me iban a sacar la cresta porque sería muy fácil que me pillaran.
En realidad sufrí mi pierna por distintos motivos. En la adolescencia, cuando empezaron a gustarme las mujeres, me daba inseguridad y me acomplejaba mucho frente a ellas. También fue una fuente para conocer los límites de la vida, y aprender a “sacarle partido”. Cuando íbamos caminando a fiestas, con mis amigos, los días sábado, yo tenía que fijarme bien por dónde iban; dónde doblaban y no perderlos de vista; tenía que hacerlo así porque sabía que me iban a dejar atrás. Tenía que ser inteligente y estar atento para saber llegar, porque pocas veces algún amigo caminaba a mi ritmo y me acompañaba. Pero por otro lado, también sabía cómo sacarle partido a mi pierna para conseguir más plata. Cuando me iba mal con el lustrín era cosa de acentuar la cojera para mover la compasión de las personas y así conseguir que me regalaran cosas, se lustraran conmigo o me compraran diarios. Era una pillería.
A los 15 o 16 años tuve la primera relación sexual, con una prostituta. No guardo buen recuerdo de ese momento, pero sí de los pormenores previos y de cómo se gestó esa situación. De fondo estaba en juego mi virilidad frente a los demás. Hablé con un amigo –el guatón Lolo- que me dijo: “no te preocupí; yo te llevo y te invito”. El día acordado nos juntamos y primero me llevó a un restaurant para “comer marisco y así cargar las pilas” me dijo; luego fuimos al prostíbulo; el hizo todas las gestiones y pagó todo. Cuando recuerdo este hecho distingo entre la relación sexual y el gesto de cariño de mi amigo, a quien recuerdo con gratitud porque me ayudó a sacar “carné de hombre” ante los demás y ante mi mismo.
Una vez para la fiesta de San Pedro y San Pablo, en el muelle, me robaron el lustrín. Recuerdo la angustia que me invadió cuando me di cuenta de que mi lustrín no estaba donde lo había dejado mientras me tomaba una bebida. Lo busqué por todos lados y no lo encontré. Cansado de buscarlo decidí ir a mi casa y rápidamente equipar otro lustrín para volver al muelle a ganar algo de plata. Por casualidad me enteré quien me lo había robado, y como era más grande que yo no lo enfrenté. Pero lo acusé a un carabinero que ayudaba a todos los lustrabotas; éste lo confrontó y, para que terminará de confesar, le dio su buen par de lumazos. Yo miraba esto diciendo interiormente: ¡Dale más duro; más duro!
En la calle no pocas veces me agarré a combo limpio con otros. Nunca lo hacía con quienes sabía me pegarían porque eran más fuertes que yo; siempre lo hacía con quienes tenía esperanzas de ganar la pelea a pesar de mi pata mala. Cuando no había caso de evitar una pelea con uno más grande y fuerte que yo, no le hacía el quite, pero mi estrategia era defenderme; protegerme para que me dieran los menos golpes posibles y esperar dar un solo golpe y bien dado para que le quedara un recuerdo mío al huevón, aunque me sacara la cresta.
Cuando recuerdo este tiempo de mi vida en la calle, –niñez, adolescencia y primera juventud- cuando veo el destino de no pocos amigos de esos años, no puedo dejar de exclamar ¡qué aventurera fue mi vida! ¡qué suerte tuve!
El Tiempo de la Conversión y el Descubrimiento de ‘la Papa’ de la Vida
Mi mamá, aunque era comunista, era muy religiosa. Así que empecé a prepararme para la primera comunión como a los nueve años. Pero un día a un niño se le cayó su libro de catequesis en el recreo; yo lo tomé y me lo guardé adentro de la camisa. Al volver a la sala el niño dijo que se le había perdido su libro; el catequista preguntó quién tenía el libro. Nadie dijo nada; pero a mi se me notaba; entonces se acercó a mi, metió la mano y lo sacó. Me pegó un coscorrón y me echó. Hasta ahí llegó la preparación para la primera comunión. Esa fue mi primera experiencia religiosa: no hubo primera comunión.
En séptimo y octavo recién aparecen las primeras imágenes de sacerdotes en mi vida. Conocí a los jesuitas en el colegio porque nos hacían clases de religión. Uno de ellos era el P. Mario Ruiz quien, un día, preguntó ¿quiénes de los presente no ha hecho la primera comunión? Varios levantamos la mano. Entonces dijo “vayan el sábado a la parroquia, se confiesan y hacen la primera comunión”. Yo pensé “esto no debe valer mucho. Es muy barato; demasiado fácil”. Y no fui porque sentía que lo que valía era lo que a uno le costaba. Valía que estuviera caminando, porque me costó. La cajita de lápices valía, porque me costó. La máquina de escribir valía porque me costo; años más tarde diría lo mismo de la mujer de la que me enamoré: ¡esta mujer vale porque me costó conquistarla!. Este criterio lo aplicaba a todos los ámbitos de la vida.
Recuerdo que en algunos momentos, antes de que se desencadenara mi experiencia religiosa más profunda, estando solo en la pieza que compartíamos varios hermanos; de repente me ponía a pensar e imaginar la muerte; qué pasaría después de ella. Y así me imaginaba la nada, y me venía una tremenda angustia. “¡No. No!. Tiene que haber algo”, me decía. Y ese algo debía ser Dios. Ahí se me pasaba la angustia. Creo que esos eran los primeros llamados de conversión.
De esta manera nació en mí una búsqueda. Esto me llevo, cierto día, a pararme delante de la Iglesia Evangélica de mi barrio. Me quedé afuera preguntándome, “¿entro o no entro?”. Pero como veía a mis amigos parados en la esquina me decía “mejor que no; estos huevones me van a agarrar pal’ hueveo; me van a decir canuto”.
Mi experiencia religiosa más profunda está marcada por los acontecimientos históricos del país. Para el golpe de estado yo tenía 18 años. Hasta ese tiempo la parroquia de mi barrio estaba cerrada, sólo se abría los fines de semana para la catequesis los sábados y la misa los domingos. La vida social y política se desarrollaba en otros lados. Después del golpe de estado –en octubre del 74- llegó a la parroquia la Hermana Olga Freddy Alcayaga; una persona que llegaría a ser muy importante en mi vida. Esta religiosa se había ido del país cuando ganó Allende arrancando del comunismo; era momia recalcitrante. Pero después del golpe decidió volver a Chile y a Arica. Así llegó a la Parroquia de mi barrio. Ésta, de estar cerrada y apagada, comenzó a estar abierta y a tener luz. Como después del el golpe de estado todos los grupos o movimientos sociales fueron reprimidos, el único lugar de vida era la Parroquia. Un día –al anochecer- estaba con mis amigos del barrio, en la placita del barrio frente a la parroquia; ella llegó a invitarnos a participar de la parroquia y formar un grupo juvenil. “Vamos”, dijimos. Ahí comenzó mi experiencia de conversión.
Nosotros no fuimos porque nos interesara el tema religioso, sino porque no había ningún otro lugar donde ir y esta monja nos ofrecía un espacio donde podíamos pasarlo bien y, además, encontrar chiquillas que iban a la misa. ¿Qué nos pasó? Nosotros entramos con la nuestra, y salimos con la de la monja. La nuestra es vamos, lo pasamos bien, tenemos espacio, tenemos lugar. Y de hecho era así. En los primeros meses con ella fingíamos que le hacíamos caso; pero sólo cuando estaba ella presente; una vez que ella se iba nosotros hacíamos y deshacíamos en la misma capilla. En las noches decíamos “hermana, queremos hacer una convivencia”. Ella aceptaba, pero apenas se iba la convivencia pasaba a ser fiesta con luces y trago. Lo hacíamos a escondidas de ella y con intenciones poco sanas. Cierto día, con todo el grupo nos fuimos al matrimonio de una pareja de la Iglesia; como había toque de queda a las doce de la noche, a eso de las once nos echaron a todos a la casa; pero antes de irnos decidimos robarnos un par de botellas de coñac e irnos a la placita; allí nos curamos tomando coñac puro; al día siguiente amanecí intoxicado y estuve más de una semana enfermo; pasarían más 21 años antes que yo volviera a tomar un trago y disfrutarlo. En otra ocasión, en la Semana Santa del 75, mientras íbamos en el Vía Crucis yo me fui quedando detrás porque me interesaba una chiquilla a la que logré sacarle un par de besos en pleno vía crucis.
Pero, poco a poco, comenzamos a vivir un proceso de humanización. Cierto día, la Hna. Olga nos dio una charla sobre sexualidad en la que nos dejó con la boca abierta. Yo decía ¡qué es esto! ¡una monja hablándonos del sexo! Por primera vez comencé a escuchar cosas y temas que me pasaban a mi, pero que nunca había podido volcarlas hacia fuera; temas que nunca había podido conversar con otros en serio.
En este grupo y contexto, la amistad comenzó a tener un valor muy importante. En el grupo de la calle y de la esquina, yo no podía hablar de lo que me pasaba internamente. No podía expresar que estaba triste, que tenía angustia, nada de mis afectos internos. Porque si los expresaba, uhhh… era material pal hueveo. Y no te soltaban en una semana.
En cambio en la parroquia, esta monja comienza a crear entre nosotros un clima en que, poco a poco, podíamos hablar de nosotros mismos. Esto fue todo un descubrimiento para mí. Me decía “oye, puedo hablar de lo que me pasa, y nadie se ríe, nadie se mofa, todos escuchan con interés y les importa, y no soy el único al que le pasan estas cosas; también le pasa a este otro”. Eso para mi fue alucinante
Muy unido a esta humanización comenzó a darse un proceso de cristianización y conversión. Fue así porque en el grupo de la Parroquia también se fueron dando otras cosas aparte de la amistad. Una de ellas fue el servicio. Comenzamos a organizar un comedor para la gente que no tenía que comer, buscábamos ayudar a los abuelitos abandonados, a ir a misiones, visitar a los adolescentes en la cárcel. Otra dimensión fue lo religioso; poco a poco comencé a descubrir lo religioso como algo importante en mi vida; aun cuando no dejaban de gustarme las chiquillas que veía en misa, poco a poco, comencé a sentir que vivía con más interés la misa; ponía atención a la Palabra de Dios y a la prédica. Me venían deseos de comulgar, pero no podía hacerlo porque no había hecho la primera comunión.
Hubo varias situaciones que me hicieron darme cuenta de que algo estaba pasado en mí. Una vez, cuando Martín Vargas estaba peleando el título mundial con, el mexicano, Miguel Canto, llegué a mi casa y me dijeron “oye peleó Martín Vargas y le sacaron la cresta”. Y yo me pregunté “¿y dónde estaba que no vi esto?” A mi me importaba mucho el deporte; y era impensable perderme un acontecimiento como esa pelea; y sin embargo me la había perdido;, y me la perdí porque estaba rezando en la parroquia con los jóvenes. “Chuta” pensé. “Esto no lo habría hecho antes; ¡qué me esta pasando!.
Otra cosa que me pasaba tenía que ver con mis amigos del barrio y del Nebraska (club deportivo que tenía su sede al lado de mi casa). Con ellos lo pasábamos bien en la esquina del pasaje. Pero tengo la imagen clara de que cuando me iba a mi casa y me iba solo, experimentaba vacío y soledad: y me acostaba con esa sensación de hastío, con un aire nostálgico y con deseos de otra cosa. Me di cuenta de que no me pasaba lo mismo cuando venía de la parroquia luego estar en la misa, o de prestar algún servicio, o de disfrutar de los nuevos amigos; volvía contento a mi casa; me acostaba contento y despertaba igualmente feliz.
Otro acontecimiento tuvo que ver con un cajoncito de madera que tenía; ahí guardaba mis cosas, mis tesoros, mis secretos. De repente me di cuenta de que cuando lo abría veía unos libros que me acusaban: “estos no son míos; me los robé hace cuatro años atrás en la biblioteca del colegio”. Entonces cerraba la caja rápidamente. Como esto me pasaba cada vez que abría el cajón, un día tomé la decisión de devolverlos: pesqué los libros, fui al liceo, pregunté por un profesor al que conocía y le dije “oiga vengo a devolver estos libros que hace años atrás me robé”. El profesor me dijo “¿Y qué te pasó, Contreras?”. Fue otro signo de la conversión y de los cambios que yo estaba experimentando. Me decía: ¡Algo pasó en mi vida! ¡Algo importante me está pasando!
Comencé a mantener dos mundos, aunque no desvinculados: el del barrio y el de la parroquia. Seguía manteniendo mis amistades en el Independiente Nebraska donde participaba mucho, y además el mundo de la Iglesia. Algunos de la parroquia también estaban en el club. Un día me di cuenta de que los sábados iba a las fiestas del club deportivo, pero al poco rato sentía que “no tengo nada que hacer acá”. Esto no sólo me pasaba a mi, sino que también a los demás jóvenes del grupo de la parroquia. Así comenzábamos a llegar a la parroquia a eso de las once o doce de la noche. Ya no comprábamos vino, sino que una bebidita; tampoco cambiábamos las luces; más bien buscábamos una guitarra y comenzábamos a cantar, a conversar y lo pasábamos muy bien. Después, tipo dos o tres de la mañana, íbamos a dejar a las chiquillas a sus casas. Aquí también comencé a tener un proceso de conversión: ya no buscaba a las chiquillas para atracar (en ese tiempo se decía así). Ahora eran personas para mí y dejaban de ser objetos de y para el placer. Eran amigas.
Todos estos acontecimientos me hacían caer en la cuenta de que algo significativo estaba pasando en mi vida. Y lo que me estaba pasando tenía que ver con lo que vivía en la Parroquia; con Dios quien comenzó a tener un rostro: Jesucristo. Y un Jesús que me hacía gozar y disfrutar de la amistad, del servicio, me hacía experimentar cosas que nunca había sentido y me hacía vivir en un mundo más humano. Comencé a sentir una alegría interna de vivir. Para mi fue descubrir “la papa” de la vida” ¡Aquí esta la papa!”
En ese proceso y contexto recién hice mi Primera Comunión; fue a los 21 años en unas misiones; mi primera confesión fue al borde un río; al año siguiente me confirmé. En ese mismo tiempo algunos de mis hermanos vivieron procesos similares. Fue como una especie de torbellino religioso en la casa. En mi familia hay un Obispo Mormón, un Pastor Adventista, una hermana adventista muy vinculada a su Iglesia, un religioso miembro de la Congregación Siervos de la Caridad y yo que soy jesuita. La única explicación que tengo para esto es que pese a no tener tradición católica, mi familia, particularmente mi mamá, fue siempre muy religiosa. Además mi familia, particularmente mi papá, es muy sana psicológicamente, pese a haber padecido la pobreza.
Después de mi intento fallido por ingresar a la universidad, terminé mis estudios en el Instituto Comercial y cambié de trabajo: dejé el lustrín a los 17 años y comencé a trabajar como ayudante de contador en una oficina de aduanas, y al vincularme más a la Iglesia me pidieron que fuera Secretario Ejecutivo de Caritas Chile.
La Vocación Religiosa: un Descubrimiento y una Lucha
Durante este proceso, en algún momento me vino la pregunta por la vida religiosa. Creo que tenía un tinte egoísta. Porque me decía “si yo me siento así; experimentando esta alegría, viviendo esto y haciendo tan poco, ¿cómo se debe sentir la Hermana Olga, el padre Raúl Ulloa y el padre Pepe Correa que dedican su vida a esto?. Y cuando me hice esa pregunta espontáneamente me broto del alma un: ¡¡nooooo; nooooooo!!!”. Pero el tema me venía, entre otras cosas, porque algo había en los jesuitas que me atraía de ellos. Recuerdo la primera vez que entré a la casa donde vivían, en la Parroquia El Carmen. El padre Ulloa me pidió que pintara una puerta de la casa para ganarme un pololito. Al entrar me impactó como vivían: era una casa como la mía; y cuando los veía juntos me venía un: “¡me gustaría ser parte de ellos!”.
En el grupo de la Parroquia conocí a una chiquilla especial. Había pololeado antes, pero esta era la primera vez que me enamoraba. Me habría casado con ella; aunque, en realidad, nunca llegamos a hablar de matrimonio. Lo vivido con ella fue muy rico y una experiencia extraordinaria; pero también fue difícil, porque el enamoramiento y el pololeo se dio paralelamente con la pregunta por la vocación.
Yo estaba con ella, pero ya tenía “la bala pasada” por la vida religiosa “¡por la cresta!”. Por lo mismo siempre fui muy transparente con ella; conversábamos mucho. Ese pololeo fue una experiencia profundamente humana. Salíamos a dar largas caminatas y pa’ na’ me molestaba la pata en esas caminata; hablábamos de todo. Cuando me dicen, o leo, que la Iglesia es mi “esposa” yo me rebelo y más bien ella viene a mi mente porque es la mujer que con gusto habría hecho mi esposa.
Mi problema con la vocación religiosa era que yo no quería ser cura. Mi proyecto era otro; independiente de la mujer de la que estaba enamorado, lo que yo quería era casarme, quería tener una familia grande y numerosa. Desde esa perspectiva, el haberme enamorado calzaba perfecto.
Por eso viví el proceso de descubrir la vida religiosa y la Compañís en una lucha,en que yo ponía obstáculos; los buscaba para que la respuesta fuera un no.
La primera dificultad que puse, y que fue espontánea, fue la castidad. Como me crié en la calle aprendí y viví de todo; no tuve una formación sana ni humana desde el punto de vista de la sexualidad. Los prostíbulos y cabaret eran lugares de trabajo para mi lustrín; en ese contexto era normal verme involucrado en situaciones que, a la larga, tergiversaban todo. Así mi vida sexual se desarrolló muy desordenadamente y, después también fue fuente de conversión. Con el descubrimiento de la Iglesia, de Jesucristo y de su Palabra, en la sexualidad me pasó lo mismo que me pasaba con los libros que me había robado y tenía guardados en mi cajón. Así como me dije “tengo que devolverlos”, ahora me decía “no puedo seguir involucrándome en este tipo de situaciones”. Como había encontrado “la papa”, esto se ordenaba, era una consecuencia. La mujer dejó de ser un objeto de búsqueda de placer. La fiesta ya no era exitosa por haber logrado atracar con una. Además me enamoré y estaba pensando en casarme. Y mientras no me casara pensaba que la solución del problema estaba en la masturbación. Entonces cuando me viene la idea de la vida religiosa mi primera reacción fue “no pues, ¡con qué ropa!”
La segunda dificultad: estaba enamorado. Y la tercera, era la situación de la casa y la familia. Lo que cada uno aportaba era muy importante. Yo decía “no me puedo ir de la casa, no puedo dejar a mi mamá sin mi sueldo que, en ese tiempo, era el mínimo. La situación se agravaba porque mi papá en ese tiempo se había ido al sur; desde el 74 estaba cesante; lo despidieron sin pagarle un peso así que un día llegó y nos dijo: “aquí no aporto nada y estoy quitándole un plato de comida a mis hijos; me voy al campo y cuando pueda les mandaré algo”; y se fue dejándonos solos con mi mamá.
La verdad es que yo me alegraba de tener estas dificultades. Al Señor como que le decía “¡no ve! Yo tengo este, este y este otro motivo para no hacer caso de este pensamiento de ser cura”; así me justificaba.
Pero, finalmente, todas estas dificultades se me fueron resolviendo de manera muy concreta. En el tema de la sexualidad, recuerdo haber ido a un cursillo de cristiandad. El P. Mario Ruiz, asesor del movimiento, el sábado en la noche me dice “quiero conversar contigo”. Comenzó a hablarme y, en algún momento, tocamos al tema de la sexualidad. Y esa noche sentí “parece que se puede”. Dos meses y medio después, me sentí confirmado en eso: después de la conversa con el P. Mario, tomé la firme determinación de no masturbarme más; esto me duró dos meses y medio. Después que caí me sentía pésimo; me pregunte qué pasó, cómo fue que llegué a hacerlo de nuevo; hacerme estas preguntas me llevó a la siguiente conclusión: si estuve 75 días sin hacerlo creo que perfectamente pudieron ser 76. Y ahí sentí que definitivamente la castidad, como obstáculo, se me fue a pique. Había descubierto un camino para seguir dando pasos de conversión en el tema y sentí que la castidad era posible. Una barrera menos. Después de esto sentía una mezcla rara: por un lado la alegría de haber descubierto un camino para superar un problema y por otro lado mucha rabia porque se me había caído un obstáculo. Entonces me venía un: “¡pero tengo este otro problema! ¡qué rico!“
En el ámbito familiar, una vez fui donde mis compadres, Beto y Pilar. Ella es hermana de la que era mi polola en ese tiempo. Se dio una conversación entre nosotros en la que ella me dice: “oye Nano, yo te veo de cura a ti”. A esto le respondí “No, no. Na’ que ver, además no puedo dejar a mi familia”. Ella me respondió “mira Nano, tu hermano Titi debe haber pensado exactamente lo mismo. Él se casó hace poco y se fue. Si te casaras, te irías y no pensarías en esto. Lo estás pensando para defenderte de ser cura, pero si te casaras te irías igual que todos tus hermanos mayores que se han casado”. Y yo dije “cagué”. Tenía razón.
Mi enamoramiento fue lo más difícil de enfrentar. No sabía cómo hacerlo. Pero nuevamente hubo un acontecimiento inesperado que me sirvió para aclarar las ideas. Mi ahijado se enfermó y mis compadres, con el niño, se fueron a vivir a la casa de la mamá de Pilar; la enfermedad del niño coincidió con un tiempo en que con mi polola estábamos algo distanciados, entre otras cosas, por lo que yo estaba pensando. Como mi ahijado estaba enfermo estuvimos más cerca, en familia. En un momento nos quedamos solos y nos pusimos a conversar. Esa noche en que estuvimos largamente conversando en la puerta de su casa, y cuando me iba de vuelta a la mía, tuve la misma sensación “cagaste te mandó saludos, Nano” me dije. Estaba enamorado, y creo también ella de mi, pero esa noche me sentía extrañamente libre de la posibilidad del matrimonio y de la familia. Era la sensación de que ella no era un obstáculo ni se interponía ante mí.
Todo esto hizo que yo decidiera enfrentar el tema de la vocación. Comencé a hablar más derechamente del tema con Raúl Ulloa y con P. Pepe Correa. Con este último hice unos ejercicios. Yo sentía que le estaba sacando el poto a la jeringa, y que en realidad la cuestión estaba clara. Esos ejercicios estuvieron muy cerca de mi última conversación con mi polola, con la que ya había terminado aunque seguimos siendo amigos. Yo seguía enamorado de ella, aunque tenía claro lo que tenía que hacer. Ella fue muy buena, de alguna manera se hizo a un lado, sólo tengo palabras de gratitud hacia ella. La vocación se me imponía, no era algo que yo quisiera, pero lo descubrí.
Al final de esos ejercicios vi claro que tenía que postular a la Compañía de Jesús. Esto fue en octubre o noviembre del ’78.
Aliviar los Dolores de los Demás
Entré a la Compañía el 19 de abril del ‘79. Los tres primeros meses de mi noviciado fueron muy angustiantes. Todo y todos eran desconocidos; era otro mundo. Santiago era otra cultura. Me miraba al espejo y me preguntaba “¿cuánto voy a durar acá?”. No me daba más de seis meses; a lo más un año. El cambio fue muy brusco; en Santiago no tenía historia; como la mayoría de mis compañeros eran de la capital ellos estaban en su habitat natural; yo no. Fue tanta mi angustia que un día entré a la pieza del Maestro de Novicios –P. Juan Ochagavía- y le dije: “¡quiero irme!, ¡quiero irme!”. Sabio él, supo escucharme y ayudarme a superar ese momento.
Después de esos primeros meses de angustia, lo pasé muy bien. Graficaría mi Noviciado como una experiencia de sanación, no exenta de dificultades. Estaba disfrutando de todo lo que no tuve antes, y ahora lo recibía. Eran cosas que gozaba, pero también me descolocaban. Primera vez que dormía en una cama, yo solo. Comía las cuatro comidas, hacía deportes, tenía tiempo para mí. Eso de jugar fútbol todos los miércoles era una delicia. Podía jugar tenis, un tenis rasca por mi pata coja, pero era algo que siempre me gustó.
Perome venía la culpa: “uy, estoy comiendo, estoy engordando, tengo fotos más gordito… ¿y mis hermanos? ¿mi mamá? ¿estarán comiendo?”
Había cosas que no me tragaba. Por ejemplo, cuando se hablaba o leía de la “santa pobreza”. Yo decía para adentro, “estos huevones no tienen idea. La pobreza no es santa. Yo, antes de entrar en la Compañía, era pobre sin tener voto y me faltaba todo. Ahora estoy en la Compañía, con voto de pobreza, ¡y no me falta nada! ¡Quién entiende esto! ¡Qué es esto!”
Me costó bastante eso, la verdad. No me olvidaba de mi mamá, de mis hermanos, de la gente del barrio. Cuando escuchaba eso de la santa pobreza me indignaba. Pensaba “¡no saben lo que es la pobreza!, cómo llaman santa a la pobreza si es mala; es nefasta, hace sufrir; hace pasar hambre; mutila las posibilidades de estudiar. Los pobres lo único que quieren es salir de ella”. Y después pensaba “al entrar en la compañía yo salí de la pobreza. Pero ¿y mis hermanos, mi mamá, mis amigos?”.
A mi no me calzaba el voto de pobreza con lo que había vivido antes. Creo haber molestado mucho con este tema. Sin duda mis compañeros recordarán eso. Pasaron años hasta que comprendiera y asumiera cabalmente el sentido de este voto. Aunque todavía me cuesta.
Tengo que decir que la Compañía nunca me puso dificultades en este tema y en ningún otro. Comprendieron muy bien mi proceso y mi historia. Una de las cosas que me atrajo de la Compañía era esto de la diversidad; en la Compañía cabíamos todos; desde alguien que viene de los sectores populares, sin haber podido estudiar, repitiendo de curso, luchando por la vida, hasta otros compañeros míos que habían nacido en los sectores más pudientes de santiago. Y sin atado, sin rollo. Nunca me planteé frente a ellos con reproche, ni ellos tampoco hacia mí. El Maestro de Novicios a quien cada día le tengo más aprecio, fue un hombre ubicado, muy sabio.
La diversidad era en todo sentido de la palabra, no sólo en términos económicos o culturales. También de religiosidad. Recuerdo, por ejemplo, una anécdota con uno de mis compañeros (Antonio Delfau, a quien tanto quiero); el maestro no envió juntos al Mes de Hospital. Partimos un Miércoles de Ceniza. En el camino, Antonio que tenía una religiosidad más práctica y escrupulosa, con rosario y misa diaria, empezó a decir que, como era miércoles de ceniza, teníamos que hacer ayuno. “¿Qué es eso?”, le pregunté. Y él me explicaba. Entonces yo le dije: “Perdona Antonio, pero, con mi familia fuera de la compañía, he vivido haciendo ayuno. Nosotros no comíamos carne. Cuando en mi casa había carne todo el barrio lo sabía, porque se cantaba el Himno Nacional. ¿Y ahora me vienes con que el miércoles de ceniza no hay que comer carne? No me calza. Nosotros vamos de visita a una casa, y una visita tiene que aceptar lo que le ofrezcan”, le dije. Así que llegamos a la casa del párroco que nos acogería en su casa mientras de día íbamos al hospital; como llegamos a la hora de almuerzo nos ofrecieron almuerzo: era un pollo. Miré a Antonio y le dije “ahí está tu ayuno”.
Recuerdo con cariño mis primeras vacaciones en la Compañía. Fueron espectaculares. Lo pasé estupendo, pero entiendo que para otros no fue así. Porque nos metieron a todos en un galpón: éramos veinte gallos, a las once de la noche, en el verano. El escenario ideal para que yo lo pasara bien a costa de algunos que les costaba más, porque no estaban acostumbrados a estar en esas circunstancias, cuando antes estaban en la nieve o se iban a Cachagua. Pero en la Compañía nos igualábamos.
Una cosa que de a poco fui entendiendo es que al entrar a la Compañía, como que ascendí socialmente. Y a otros compañeros de alguna manera les significaba descender. No es que fueran de familias demasiado ricas, pero en términos de medios económicos la vida en la Compañía significaba un claro descenso.
Fue mi mamá la que me hizo ver esto. La primera vez que volví a Arica, siendo novicio, fui a su casa. Ella me sirvió el almuerzo y me dijo “perdone hijo lo que le ofrezco”. Yo la miré como preguntándole y ella me dijo “es que como usted ahora es cura…”. Para mí fue como una puñalada que mi mamá me pidiera perdón. Le dije “pero mamá, si yo he comido esto toda mi vida”. Ella me respondió “pero ahora es distinto”.
Constatar eso fue fuerte. Pensando en mis hermanos, en mi mamá, me decía “yo no quiero ascender”. Yo nací Nano, y me voy a morir Nano: Nano cojo, lisiado, pobre, lustrabotas, que vivió en la calle, que se convirtió, que se hizo jesuita y ahora es cura. Pero siempre Nano.
Si el Noviciado fue sanación, el Juniorado fue gozo. Viví cosas muy divertidas con mis compañeros y profesores. Para mí ir al teatro, al cine a ver las mejores películas de la temporada, a la ópera, leer los clásicos griegos fue decir “esto debe ser bonito, y no puede no gustarme, aunque no lo entienda”. Por eso aunque no me pretendía dedicar a eso, los clásicos no podían no gustarme.
La Teología fue estudio, y me fue bastante bien. Tuve que preparar con Javier García la Prueba de Aptitud Académica para poder entrar a la Universidad Católica. Él sacó más de 800 puntos, y yo 640. Pero por un error, figuré yo con el puntaje de él, y me dieron la beca a mí. Pero en los tres primeros años de estudio me fue muy bien, así que pude mantener la beca por mi rendimiento. Yo pensaba que si un obrero trabajaba ocho horas, yo iba a estudiar ese mismo tiempo. No necesitaba que me dijeran lo que tenía que hacer. No puedo decir que disfruté estos estudios, sino que me esforcé.
Recuerdo el primer día de clases en el Campus Oriente de la Universidad Católica. Yo iba disfrutando, gozando como nadie en el camino. Me paré en el portal del Campus Oriente, y pensaba “entré a la universidad”. Ese día terminó de sanar otra de mis heridas.
En la universidad me encontré con gente muy diversa. Recuerdo una conversa con una compañera laica que estudiaba teología. Ella era momia, y eran años de protesta contra la dictadura militar. Un día, en la conversación, salió el tema del tiempo de Allende y de la UP; ella comenzó a hablar de lo que habían vivido junto a su familia en ese tiempo. Los miedos, la expropiación, la escasez. Me quedé como alucinado con esta otra verdad. Después hablé desde donde yo había vivido lo mismo. Fue muy bueno ese encuentro.
Al igual que en el Noviciado, en Teología también me rebelé ante algunas cosas. Mi infancia y mi juventud me enseñaron que la vida no es un don, sino que es lucha. Para salir adelante, hay que luchar. Aprendí que caminar en dos patas no es un don sino que fue fruto del esfuerzo y de la lucha; de caerse y volver a levantarse. Que tener una cajita de lápices de colores cuesta trabajo, que pasar de curso implica esfuerzo. Sé que hay miles de personas que sienten que la vida no es un don, sino que es sufrimiento y lucha. Por eso en Teología cuando leía que la vida es un regalo, me preguntaba dónde había vivido el que escribió eso.
Al terminar la Teología, me mandaron un año a Magisterio en el colegio San Ignacio Alonso Ovalle. Justo antes había tenido una experiencia apostólica muy dura en Infocap. Y tan mala, que me echaron. Fue tremendo, porque yo sentía que yo era como esos gallos, y no me podía ir mal con ellos. Pero así fue. Después me di cuenta de que yo no servía para hacer clases. Una cosa es trabajar en sectores populares, y otra es tener dotes para ser educador de ellos.
Así que llegué al Magisterio con muchas precauciones. Preparaba bien mis clases y me fue mucho mejor que lo que esperaba. El acento no estaba puesto en las clases, sino que pude vivir una experiencia muy bonita como profesor jefe, recordando a mi profesor de primero básico en Arica. Lo disfruté y creo que mis alumnos también.
Tuve sólo un año de Magisterio. Al terminar pedí las órdenes sacerdotales, y me las dieron con el entendido de que no iba a irme a estudiar fuera del país inmediatamente. Para mí era mejor, primero, dedicarme unos años a trabajar apostólicamente. Esos años de experiencia sacerdotal me darían pistas para ver qué estudiar después.
Así fue como me ordené de cura en junio del ’88. Me enviaron de Vicario Parroquial a la Parroquia Jesús Obrero, a trabajar fundamentalmente con jóvenes. Estuve tres años ahí. El padre Eddie Mercieca, que era el párroco, me marcó profundamente. El tiene un gran corazón sacerdotal; mirándolo y compartiendo con él podía aprender a ser jesuita, pastor, cura. También conocí lo que es trabajar como sacerdote en un barrio pobre. Me era muy familiar el entorno, pero ahora estaba como jesuita, era diferente.
Dediqué mucho tiempo a trabajar con los jóvenes y a dar ejercicios espirituales. Esa experiencia de Iglesia en la comunidad parroquial me preparó para los estudios que vendrían después.
Al terminar los tres años en Jesús Obrero, partí a España. Estuve primero en Salamanca seis meses, para hacer la Tercera Probación. Luego partí a Madrid, a estudiar espiritualidad. Ese fue un tiempo muy bueno en todo sentido, pero particularmente en los estudios. Aproveché, disfruté y estudié con gusto, cosas que yo quería, que me ayudaban, cosas que me interesaban. Y todo esto en un contexto de experiencia de Iglesia y de Compañía muy buenas, universal, con compañeros de todos los continentes.
En Madrid me vinculé con un grupo de laicos en una parroquia; allí también hice muchos amigos. Fue una experiencia muy interesante la que viví en la Iglesia de España, particularmente de Madrid: por un lado veía a una Iglesia que se estaba muriendo, y una Compañía que estaba viviendo del pasado; pero al mismo tiempo veía tanta generosidad y bondad; tantos laicos y jesuitas ancianos santos, buenos; pero sufriendo el “invierno eclesial”.
Todo lo vivido en España fue un complemento muy bueno a mi experiencia de Vicario en Jesús Obrero. Pude estudiar el libro de los ejercicios desde todas las perspectivas y con gusto; hice no pocos amigos jesuitas y laicos en La Ventilla, Tres Cantos y Ares.
Volví a Chile el 2004 a Jesús Obrero, pero ahora como párroco a reemplazar a Eddie. Estuve diez años ahí. Desde un comienzo se me metió la idea de que esta parroquia, para ser jesuita, debía estar marcada por el sello de la espiritualidad ignaciana. Para eso había que vivir los ejercicios. Comencé a darlos en la modalidad de la vida diaria, ininterrumpidamente. Siempre tenía un grupito de 5 o 6 personas. Llegué a darlos a unas 60 personas en todos mis años allá. Y además promoviendo todas las otras variedades de ejercicios.
En este tiempo fue importante el trabajo en equipo con las otras parroquias jesuitas. Nació la Coordinación del Ministerio Parroquial en la Provincia Chilena, para sacar mayor fruto en el servicio a la Iglesia y a los sectores populares. Me pidieron que coordinara ese trabajo. Compartíamos experiencias y modificábamos criterios de acción pastoral.
Buscamos que la parroquia no fuera un lugar donde se ayude a los pobres, sino que fuera un lugar de los pobres. Me decía a mí mismo: “la Iglesia tiene que ser un lugar de alegría para los pobres, un lugar de vida para los pobres. Tiene que ser un lugar en que nos organicemos para aliviar los dolores de los pobres y yo me voy a encargar de eso”. Aunque tengo que decir que, por lo que viví con mis padres que fueron convivientes por más de 30 años y por lo que veo en no pocas familia de sectores populares, no me calzaba eso de negarles la comunión. Con mi mamá lo hicieron y me indignaba. ¡Cómo le podían negar la comunión a ella que hizo propios a hijos ajenos; cómo le podían negar la comunión si ella por darnos de comer a nosotros no comía; como le podían negar la comunión si ella durmió en un sofá, durante un mes, por dejarme su cama a mi que estaba operado. ¡No, no y no! Tengo que acatar lo que es doctrina de la Iglesia y lo hago con no poca dificultad en este punto. Pero busco formas de hacer que los más pobres y sencillos, los convivientes que van a la misa, se lleven algo especial y sólo para ellos: una bendición que siempre les ofrezco y que se las doy con mucho cariño y consolación.
Esto de aliviar el dolor de los más pobres, en nuestras parroquias se ha traducido en muchas iniciativas. Entre otras que a los jóvenes les dábamos formación, pero en la acción, ayudando a los más necesitados. Y centrado en los ejercicios espirituales.
Una de estas iniciativas fue el trabajo con los inmigrantes. Cuando un jesuita vinculado a la CVX me lo propuso de inmediato me dije “aquí tienen que estar”. Podíamos poner una casa especial para recibir a los peruanos, pero se iba a convertir en una especie de ghetto. Y es muy diferente que la misma comunidad parroquial sea el lugar de acogida para ellos. Definimos que los inmigrantes que recibiríamos iban a ser los más pobres. Fue una iniciativa de la CVX donde nosotros como Parroquia participamos.
Otra experiencia importante en esos años fue organizarnos, con un grupo de jóvenes de la parroquia, para regalarle una casa a una familia amiga que vivía en una pobreza muy dura; y que jamás iban a poder tener un lugar donde vivir. Con el P. Rodrigo García nos daba vueltas la idea, hasta que se nos ocurrió hacer la campaña. Logramos juntar la plata para comprarles la casa. Todo el proceso, hasta el día en que le entregamos la casa, lo vivimos como un momento del Reino aquí en la tierra
Y esto es la Compañía. A mí me toca hacer estas cosas como párroco, a otros en diferentes lugares. Es un trabajo mancomunado, donde todos nos involucramos. La Universidad Alberto Hurtado debe ser, por ejemplo, un lugar de investigación sobre el tema de los inmigrantes, o de cómo superar la pobreza; debe ser una fuente de alumnos que vayan a hacer su práctica entre los más pobres y sean una ayuda para ellos. Ser parte de esto, y de un cuerpo apostólico que se dedica a esto, es muy atractivo para mi.
Algo que distinguió mis años en la Parroquia fue la figura del P. Hurtado. La parroquia Jesús Obrero, que esta al lado del Hogar de Cristo, esta marcada por su vida y obra. En esos años me tocó trabajar en conjunto con otros compañeros en el Hogar de Cristo y en el Santuario del Padre Hurtado. Fue interesante este trabajo, pero con problemas; fundamentalmente por nuestra dificultad de trabajar en equipo. Sin embargo el trabajo de coordinarnos y ayudarnos recíprocamente ha rendido muchos frutos a la larga. Cada uno de nosotros puso lo mejor de si para vencer su individualismo y trabajar juntos por los pobres.
Por el deterioro de la salud del P. Chago Marshall, que era el Rector del Santuario, me tocó hacerme cargo, junto con la Parroquia, de esa misión. Cuando pienso en ese tiempo de tanto trabajo, siento que mi vida en la Compañía, ha sido como un ir desplegándome, descubriendo mis facetas y posibilidades. Por lo mismo fui siendo requerido para más misiones: Párroco, Superior de la Residencia Jesús Obrero, Coordinador de las Parroquias, Rector del Santuario. ¡Todo junto! Uno no se da cuenta de que tiene la capacidad de hacer tanto al mismo tiempo.
Siempre dije que después de seis años en la Parroquia iba a empezar a pedir que me cambiaran de lugar. Me parecía sano para la comunidad parroquial y para mí. Cuando ya estaba en el quinto año empezaron a llegar estos nuevos trabajos y no pude irme. Pero a los 10 años ya veía que el cambio era muy necesario. Ya había cumplido un ciclo y tenía la sensación de que había terminado mi misión en ese lugar.
Me enviaron a Arica como párroco de una de las Parroquias que tenemos acá, y como Superior de la comunidad jesuita. Llegar acá estuvo marcado por el retorno a mi ciudad. Ya estaba un poco hastiado de la vida inhumana que hay en Santiago: el smog, la distancia que hay que recorrer, el exceso de trabajo, las tensiones que se viven. También sentía que tenía que ser enviado por la Compañía y así volver a Arica como jesuita y cura, a retribuir. Llegué con gusto a vivir y servir a una Iglesia pequeña, familiar, celebradora, solidaria y pobre.
Un aspecto muy importante de mi estadía aquí tiene que ver con mi familia. Cuando llegué a vivir nuevamente a Arica, mi taita tenía 91 años. El murió en enero del 2006. Desde esta perspectiva veo que en mi primer año, en Arica, fui hijo como nunca lo había sido. Estuve mucho con él. Lo pasamos muy bien, disfruté de sus salidas geniales. Era un hombre muy divertido, sabio y de una tremenda sanidad psicológica; creo que por todo esto supo sacarle partido a la vida. Su funeral, igual que el de mi mamá varios años antes, fue una verdadera fiesta donde celebramos lo vivido con ellos. Los mejores recuerdos que tengo como familia están vinculados a la muerte de mi mamá y mi papá.
En el mismo ámbito familiar, estar acá me ha permitido ser tío, especialmente de algunas de mis sobrinas. Veo que ellas están teniendo la infancia que yo no tuve. Nosotros no tuvimos casa, pero mis hermanos tienen casa y auto. Varios de mis sobrinos están yendo a la universidad y tienen computador. Pero sobre todo, mis sobrinos duermen en su cama y tienen su pieza. Cuando estoy con mis sobrinas no puedo dejar de recordar una canción de Alejandro Filio que se llama “Despierta”. En la canción el papá le canta a su hijo y le dice: “cuando dejas tus zapatos pegaditos a los míos no sé bien, no entiendo bien si estoy si estoy construyéndote un futuro o sanándome un pasado”.
Desde la perspectiva de la Compañía, llegar a Arica es trabajar duro y parejo, pero en un ritmo de vida más humano y fraterno. Tengo excelentes compañeros a los que conocía desde antes. La tarea principal de estos años ha sido redefinir la misión de la Compañía en Arica. Con la ayuda del Provincial lo estamos logrando.
Creo que desde un punto de vista sacerdotal, tal vez no sería necesario que estemos aquí, porque hay muchos curas. Pero desde el punto de vista de la situación social de la ciudad, de estar en una frontera con un pasado de guerra que no termina de cicatrizar, de estar en una ciudad con tanta mezcla racial y cultural nuestra, misión es muy atractiva; hay mucho por hacer, y es un trabajo muy desafiante. No podemos dejar de tener presente que Arica es una ciudad abandonada en el contexto de Chile. A mi me encanta este desafío, pese a que no puedo decir que no hemos tenido problemas.
En todos mis años en la Compañía nunca he dudado de mi vocación, pero si he tenido dificultades. Después de las dudas iniciales, una vez que ya opté por entrar a la Compañía, vino otro tipo de problemáticas. Hablando de los votos por ejemplo, al poco tiempo de entrar al Noviciado ya no me bastaba con no masturbarme, el tema era y es otro: es la pureza de intención, porque uno va avanzando y profundizando en la vivencia de los votos. No se trata sólo de no tocarse; se trata de recibir la gracia de una pureza interna que permite tener y vivir relaciones humanas sanas con hombres y mujeres; relaciones profundas y de mucha hondura. Profundizando más el tema después, me di cuenta de que no sólo renuncié al matrimonio sino también a la alegría de ser papá; en su debido momento esto duele y cuesta sus lágrimas, lágrimas muy distintas a las que me brotaron cuando renuncié a la paternidad.
El tema de los pobres sigue siendo una dificultad para mí, aunque lo tengo aceptado. Lo grafico así: hoy lo tengo todo, porque la Compañía me da todo. Pero no tengo nada, porque nada es mío. Si un hermano mío está mal, no puedo decirle “vente para a mi casa y aquí te quedas el tiempo que sea necesario”, en cambio ellos sí pueden hacerlo y decirlo conmigo. Si por ejemplo yo me saliera de la Compañía, saldría a poto pelado y no dudo que el más pobre de mis hermanos me diría “vente para acá Nano; donde caben 8 caben 9; donde comen 8 comen 9” porque es lo que vimos que hacía mi mamá y mi papá.
Todo lo que no tuve fuera de la Compañía, en ella lo he tenido. Ahora y ahí me viene la pregunta ¿para qué? No hay otra respuesta que para promover la fe y la justicia que de la misma fe se desprende. Esto me gusta y mucho.
En cuanto a la obediencia, nunca he tenido problemas con la autoridad porque, creo, tuve buena relación con mis padres. Mi dificultad en la Compañía ha sido aceptar que otro decida por mí. En el Noviciado me molestaba tener que pedir permiso para todo, porque yo entré con 23 años y antes prácticamente era el jefe de hogar. Sin embargo lo acepté y renuncié a hacer lo que yo quería. Yo tenía clarito lo que quería y a lo que renuncié: casarme y tener una familia numerosa. Esto de renunciar a la propia voluntad; a lo que uno quiere hacer, es algo permanente por la obediencia y por la misión Por ejemplo, si me preguntaran ahora ¿qué quieres hacer Nano?; claramente ir a España porque la hija de unos muy amigos se casa y me invitaron, y yo iría feliz. Pero si lo pienso desde mis votos y desde la misión que la Compañía me confió, rápidamente me viene un: no debo, no puedo, ni quiero hacer lo que yo quiero. Por lo mismo ni se me ocurrió plantearle el tema al Provincial. Yo renuncié a eso de hacer lo que quiero, y lo hice libremente. Esto es vaciarme de mi yo, para entregarme a Dios por medio de otro: mi Superior. Mi problema con la obediencia es procurar saber y conocer la mente de mi Superior; es tener un cabal conocimiento de lo que él desea que yo haga de modo que yo pueda sentir que estoy cumpliendo con la misión que se me ha confiado. Esto no es nada fácil para mí.
Si antes sufría mi debilidad física por mi pata, ahora me sé débil y frágil para vivir en radicalidad el Evangelio, débil y frágil para vivir y cumplir la misión que la Compañía me confía. Muchas veces termino mi día diciendo: “Señor no estoy como tú quieres, pero aquí estoy. No estoy donde yo quiero, pero aquí estoy”. Cuando me contemplo como jesuita; cuando miro mi mundo interior, me resulta obvia y evidente mi fragilidad. Es lo que Ignacio dice de sí mismo: “yo para mí me persuado que, antes y después, soy todo impedimento para lo que Dios Nuestro Señor desea obrar en mí; y de esto siento mayor contentamiento y gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí alguna cosa que buena parezca; sintiendo una cosa (si los que más entienden, otra cosa mejor no sienten), que hay pocos en esta vida, y más echo, que ninguno, que en todo pueda determinar, o juzgar, cuánto impide de su parte, y cuánto desayuda a lo que el Señor Nuestro quiere en su ánima obrar”.
Desde esta dificultad es que hago mi opción por el Señor en la Compañía y no quiero estar en otro lugar que no sea donde la Compañía quiera que yo esté.
La Compañía de Jesús no sólo es el lugar donde me doy y entrego al Señor, sino que también la vivo y la siento que como una estructura para ayudar a los demás. Para aliviar los dolores de los demás, particularmente de los más pobres, y esto, tanto en lo material como en el servicio evangelizador y la presencia sacramental. También vivo la Compañía como un lugar de denuncia porque hemos estado en contacto con la realidad de los más pobres. Hemos experimentado, en carne propia, sus dolores y hemos visto cómo otros se organizan para robarles y explotarlos. Esto me gusta de la Compañía; me encanta y digo “sí, para esto me hice cura, para esto me hice jesuita”. Tengo clara conciencia de que tengo más necesidad yo de la Compañía que ella de mí. Pude no haber entrado a la Compañía y, por aquello de haber descubierto ‘la papa de la vida en Jesucristo’ creo no me habría complicado no ser jesuita. Pero como señalé: yo no quería ser cura, yo no quería ser jesuita; esto más bien lo descubrí como el deseo de Dios para mí y ¡cuánto me alegro de ello! Es la pura verdad ¡esto es!”.