Pablo Castro SJ: La eficacia apostólica de la sencillez

Un ladrillazo

Mis recuerdos afectivos de la infancia son borrosos, supongo que afectados por el dolor que me produjo la separación de mis papás. Crecí en una familia con tres hermanos a los que quiero muchísimo: Andrés, Francisca y Felipe. Yo soy el menor aunque somos muy seguidos. Pese a que en general los recuerdos de mi infancia no son claros, admiro mucho lo que significó esa etapa en aprendizaje para mi vida. De cabro, viviendo con lo justo con mi madre (mis papás eran separados) aprendí a hacer de todo.

Me eduqué en el colegio San Ignacio. Llegué ahí por una bendita casualidad, porque quedaba cerca de mi casa.  Creo que en parte porque en mi casa la situación no era fácil, me encariñé mucho con el colegio. Me quedaba todas las tardes, desde la educación básica. Me gustaba ayudar a hacer el aseo de la sala, ese tipo de cosas. Me hice muy amigo de los profes y auxiliares.  El coro y el atletismo eran lo mío, me fascinaban los dos. Finalmente el atletismo primó por lejos por sobre la música. Terminé muy dedicado al deporte en enseñanza media.

Me hice amigo de algunos curas en enseñanza media. Especialmente se gatilló una amistad muy bonita con Juan Díaz cuando era mi profesor jefe, en tercero y cuarto medio.  Edwin Hogsdon me marcó mucho, no tanto por una relación personal, sino por su forma de llevarnos a Ejercicios Espirituales. Tenía una manera de acompañar y dar Ejercicios en la que yo enganché muy hondamente. Ahí se decidieron las grandes preguntas de mi vida.

Los primeros ejercicios que hice, a los quince o dieciséis años, fueron la experiencia fundante de Dios en mi vida. De ahí para adelante, para mi Dios fue otro. Tuve una relación personal con Dios y con Jesús. Antes vivía el catolicismo de cualquier persona.

Conocí a un Dios que reconcilia la vida de uno, es un Dios que acoge y perdona, no que juzga. Un Dios en el que cabe toda la fragilidad de uno, eso fue lo que más me marcó, lo que hizo que yo me enamorara de este Dios. Fue la primera experiencia afectiva a ese nivel en mi vida. De sentirme entero, afectivamente acogido, y no por partes ni por méritos.

Los años finales de la básica fueron difíciles. Mi curso era complicado. Había grupos violentos y todos hicimos leseras grandes. Más encima estuve dos años y medio sin poder hacer nada de deportes por una enfermedad.  Entonces el colegio no significaba gran cosa para mí.  Yo le pedí a mi mamá que me sacara del colegio, por suerte no me “pescó”.

En primero medio nacieron amistades bonitas y profundas. Ese mismo año me metí a los Pioneros (actual CVX), una experiencia marcó mucho lo que yo entiendo hoy por comunidad.  Mi curso seguía siendo bastante desastroso, y en segundo medio todo reventó. Echaron como a 12, llegaron muchos compañeros nuevos en tercero medio.  Eso pudo ser un desastre, pero en realidad fue una maravilla.  Nos pusieron a Juan Díaz como profesor jefe y todo cambió. Se formó un grupo humano súper afiatado. Hasta el día de hoy somos muy amigos y nos queremos mucho. El 2005 celebré misa con ellos.  Yo les debo mucho.

En segundo medio volví al deporte, así que mis últimos años del colegio son el recuerdo más feliz de mi existencia. Hacía atletismo, tenía muy buenos amigos, mi comunidad de Pioneros, que fueron muy importantes como un espacio para compartir. También tenía este curso encantador, estaba Edwin Hogdson como cabeza de la avanzada de Pioneros, tenía a Juan Díaz  como amigo y acompañante espiritual.

De pololeos supe poco.  En segundo medio me patearon al tiro. Y después se me iba la vida en el deporte.  Entrenaba dos horas diarias, me acostaba súper temprano y a las fiestas del curso iba un rato no más: ¡había que descansar para estar a punto para las competencias!

No era de los mateos del curso, pero estudiaba harto y era responsable. En cuarto medio llegaba agotado de los entrenamientos. Veía un rato tele, hacía una que otra tarea y me iba a acostar. Y me levantaba temprano para estudiar. Porque tampoco era de los que iban a dejar botados mis estudios por el deporte.

Recuerdo con mucho cariño los ejercicios espirituales de cuarto medio. Ahí se decidió mi vocación.  Estábamos con el padre Hogdson. Yo muy metido en los ejercicios, con una experiencia de mucha reconciliación interior con mi pecado, mi fragilidad. Pero la verdad es que mientras algunos estábamos súper metidos en el retiro, otros estaban puro leseando.  Al final Edwin nos echó. Acabó los ejercicios antes, ya no dio más con un grupo que no hacía más que tontear, y nos echó. Y yo fui a rezar para despedirme, a la capilla grande, donde había estado rezando mucho tiempo. Yo puedo decir el lugar, el momento, la hora del día, todo, en que todo sucedió. Porque fui a rezar, y mi oración en ese momento fue preguntarle al Señor “¿y ahora qué?”. Sintiéndome reconciliado interiormente, llamado, experimentando el amor de Dios y todo, ¿qué podía hacer yo? En esa época, yo estaba en el plan matemático del colegio, entonces estaba en el raciocinio interno de ser un buen economista y no olvidarme de los pobres… cuando de repente un ladrillazo se me cayó desde arriba del techo, no sé, de mil metros de altura,  y en mi cabeza surgió “¿y por qué no ser cura?”. Fue como que se corriera el telón de la vida, y se abriera. Todo lo que estaba nublado para adelante se despejó, todo lo que parecía oscuro se iluminó, todo el paisaje que para adelante era borroso se aclaró, y no lo pude dudar nunca más. Así, ¡tac!

Fue tal la claridad de ese momento, que yo dije “¡esto es!”. Quince minutos después de eso yo estaba en una micro, de vuelta para Santiago, y ya era tal mi ebullición interna, que al que iba al lado mío le digo “no le ‘contís’ a nadie, pero ‘sabís’ que, yo voy a ser cura”. Ya no me podía aguantar. 

Le pedí hora a Juanito (Juan Díaz SJ), le conté lo que me había pasado, y él, junto con alegrarse me hizo ver que había que esperar y confirmar. Yo le dije “¿confirmar qué, si todo está clarísimo?”. Pero Juan tenía razón. Fue importante iniciar un proceso para seguirle la pista a esta moción, yo todavía no cumplía los 18 años.

Ese año lo pasé tan bien… por supuesto nunca más fui a ningún preuniversitario, total yo iba a ser cura, no me interesaba la PSU. Me puse patán, bajé las notas. Hasta que un día Juan me atrincó y me dijo “o recuperas tu promedio o yo no te apoyo”. Y qué me han dicho, no me apoyan para postular a la Compañía…. a la semana siguiente ya había subido el promedio. Como los profes me querían y yo era conocido en el colegio por el atletismo y por pasarme todas las tardes ahí, me repitieron las pruebas donde me había ido mal, entonces el promedio subió por “milagro”.

Por mientras seguía conversando con Juan, chequeando la decisión. No le había contado a nadie, ni a mis amigos ni en mi casa. Pero ahora mi mamá me dice que era obvio, si me preguntaba por el preuniversitario yo le decía “no… tal vez no entre a la universidad”. Y yo juraba que estaba disimulando.

En septiembre de ese año fui a Schoenstatt y le pedí a mi tío (Sidney Fones), que es cura, que me recibiera en su casa para hacer un triduo de retiro para pedir confirmación antes de postular. Fue súper duro espiritualmente pedirle a Dios que me confirmara algo que yo tenía clarísimo que Él ya había confirmado. Pero había que pasar por el proceso. Conversé harto con mi tío, me ayudó mucho.

Finalmente postulé a la Compañía ese mismo mes. De uniforme fui a hablar con el Provincial, y pasé de uniforme todas las entrevistas y el proceso de postulación. Fernando Montes era provincial. En diciembre yo ya sabía que estaba aceptado en la Compañía; me esperaba por delante lo que yo creía que iba a ser un verano muy entretenido, pero no fue tanto. Era complicado ver a todos mis compañeros haciendo sus planes, panoramas, y yo medio perdido. Marzo fue un mes duro, como vacío. Todos mis amigos entrando a la universidad, llenos de una vida nueva, diferente, y yo todo el mes parado, sin hacer nada.

Aparecen los Mapuches

Entré a la Compañía en abril de 1983. Lo pasé muy bien en el Noviciado, que para mi era como mi casa.  Yo visitaba allí a Juanito Díaz, mi acompañante espiritual. Así que llegué relajado total.

En los primeros meses de Noviciado seguía haciendo deporte: pedí permiso y volví a las pistas. Me fue bien, hice buenas marcas. Mis compañeros atletas, cuando ganaba, decían “no se vale, lo empuja el Espíritu Santo”. Como no tengo un físico muy firme, finalmente el esfuerzo me empezó a pasar la cuenta. Me pasaba más tiempo en el kinesiólogo que en la pista, y eso para mi no tenía sentido. A los 23 años dije no más. Seguí “pichangueando” con mis amigos y haciendo deporte, pero no más a nivel competitivo.

Como en todo Noviciado, fue importante el Mes de Ejercicios como experiencia fundamental para confirmar el camino en el que estaba. Me marcó mucho la presencia de Juanito, porque éramos muy amigos, aunque no fue fácil tratar de tomar distancia para dejar actuar a Dios.

En el verano me enviaron a trabajos de verano y misiones a Sara de Lebu. Ahí empezó la historia en la que estoy ahora. Conocí por primera vez en mi vida el mundo de los mapuches y se me abrió un mundo, una pregunta.

Yo había entrado al Noviciado con una cierta vocación misionera. Pero con esta especie de osadía, pensando en África, la China, qué se yo. A mí en eso el mes de Ejercicios me ayudó mucho. Me di cuenta de que yo no era para eso, no me sentía con las habilidades y la fortaleza humana para eso, honestamente.

El Noviciado me ayudó a decantar eso, y lo raro es que justo en este proceso, y pasando a Juniorado, mi vida empezó a innundarse de imágenes del mundo mapuche.

Parece que en general Dios ha actuado así conmigo en la vida, a ladrillazos. Caen los ladrillos y ¡tac! aparecen imágenes y mociones indiscutibles. Veníamos conversando con el Cuti Lonqueira en la micro en Santiago, yo ya era junior, él todavía novicio. Le empecé a decir “sabes que yo pensé alguna vez lo de África o de China, pero no, yo no me siento capaz de eso, no me voy a ofrecer nunca para algo así”. Y el Cuti me dice “¿y por qué siempre tienes que pensar tan lejos, y los mapuches no están aquí?”. También fue así como “¡eso es!”.

Le dí vueltas –muy poco- y empecé a pedir que me dejaran a estudiar. Ya en el Juniorado me metí en el primer curso de idiomas y cultura mapuche, empecé a investigar, a tocar el tema. En Magisterio, pedí ser enviado a Sara de Lebu o a Concepción, cerca de Sara, para poder ir a Sara. Terminé en Puerto Montt, donde lo pasé regio. Pero yo sentía que lo otro seguía muy vivo.

Magisterio fue un tiempo como para equilibrarme. Yo había pasado una etapa de muchas dudas en el Juniorado, con mucha inseguridad sobre el futuro de mi vocación. Nunca me he sentido identificado con historias de sacerdotes que no han dudado de su propia vocación, que no han estado al borde a veces de partir. Yo sí he estado al borde de partir. Y la primera crisis grande fue en el Juniorado, con inseguridades afectivas muy fuertes. Ahí recién empecé a hincarle el diente a la historia de mi familia, a mirar un poco más mi pasado para entender mi presente. Eso duró harto tiempo, con algunas crisis medias angustiosas.  En esa etapa de mi vida redescubrí también a mi mamá. Conversamos mucho de nuestra historia familiar, de alegrías, dolores, rabias y frustraciones. Desde entonces tenemos una relación muy bonita y transparente.

Esa etapa la pasé a puro ñeque. Me ayudó uno de los principios del discernimiento ignaciano, que dice que en esos momentos, la única posibilidad es aferrarse a aquello que cuando uno estaba en paz, uno vio como verdadero. Yo me repetía a mi mismo cuando sentía angustia y miedo, que lo que estaba sintiendo era falso, y que lo otro, lo que no sentía, era lo verdadero. Y así me lo mastiqué.

Cuando ya estaba en el segundo año de Teología la crisis empezó a apaciguarse. La etapa anterior a eso, el Magisterio en el colegio San Francisco Javier de Puerto Montt, me hizo mucho bien. Por eso adoro esa ciudad, le tengo un cariño entrañable al puerto y a su gente. Fueron años de mucha alegría apostólica, y los primeros años, desde el Juniorado, de dejar atrás la duda persistente, esa duda mañosa que volvía una y otra vez.  Durante el Magisterio me entendí bien con la gente, trabajábamos en equipo, viví por primera vez con jesuitas mayores y fue primera vez en mi vida que dejé de sentirme un niño chico.

Volví a Santiago más seguro y confirmado. En esos años el tema mapuche seguía presente en mis pensamientos, a pesar de que el Magisterio fue otra cosa. Para mí esa persistencia, pese a haberlo pasado tan bien trabajando en un colegio, era un signo de confirmación. Me hacía ver que ahí había algo muy de Dios. Pedí que me dejaran estudiar mapuche y también solicité formalmente a la Compañía que me destinaran a trabajar con ellos. ¿A qué? Eso lo veríamos en el futuro.

En esta etapa más adulta, la Compañía ya me acompañó más claramente. Mis dos años en Teología fueron muy gratos, aunque dolorosos porque salieron varios compañeros que yo quería mucho. Al terminar la Teología, partí al extranjero hacer mi especialización en teología y adentrarme en el mundo de la antropología.  Llegué a Canadá: estudié con los jesuitas en Regis Collage y luego en el departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Toronto.

Elegí la antropología por el tema mapuche. Algunos me decían “¿por qué vas a estudiar a los mapuches en el extranjero?” Pero no se trataba de estudiar mapuche, sino cómo funciona este mundo, las culturas, la sociedad. Yo quería “cachar” eso para entender los patrones culturales con los que yo funciono, y así poder abrirme a un mundo diverso y diferente. También aproveché de investigar mucha bibliografía mapuche en esos años. La verdad es que estudié como bruto, pero también lo pasé muy bien.  Fueron años muy agradables.

Pasó algo muy importante al iniciar ese viaje. Yo llevaba diez años como jesuita, pero todavía no me había planteado el pedir las órdenes. Hasta que en unos ejercicios, mientras estaba en Estados Unidos, (como siempre en ejercicios pasan cosas importantes para mí) me di cuenta que yo estaba esperando merecer, hacer méritos. Y no porque nadie me lo estuviera exigiendo, salvo mi Súper Yo.

En esos Ejercicios entendí que, o aceptaba la ordenación sacerdotal como un puro regalo de Dios, o no me podía ordenar de cura. Porque jamás lo iba a merecer, nunca iba a ser lo suficientemente digno, nunca iba a haber superado tal o cual tranca. O me ordenaba con todo eso, por gracia y regalo de Dios, o no me podía ordenar. Fue, otra vez, una experiencia liberadora, integradora. Para que llegara esa gracia, creo que fue muy sano haber estado lejos.

Lo conversé con mi acompañante espiritual y escribí pidiendo las órdenes al Provincial, que en ese tiempo era Juan Díaz. Me las concedieron, y me ordené el ’96, en Santiago.

La etapa de la ordenación fue muy intensa. Vine por dos meses a Santiago, llevaba 20 días en Chile y a mi papá (que cinco años antes había vuelto con mi mamá) le dio una pancreatitis aguda.

Diez días antes de mi ordenación mi papá estaba internado en la UCI. Yo no sabía si ordenarme o no, el Provincial me dio libertad. Hablé con mi familia, ellos tampoco lo tenían claro. Decidí esperar hasta el último día. Dos días antes, mi papá le preguntó  a mi mamá, que era la única que podía entrar a verlo: “¿cómo estuvo la ordenación de Pablo?” Esa fue la pista. Él no preguntó si me iba a ordenar o no, sino que preguntó cómo estuvo, dio por hecho que yo ya era cura. Por eso me ordené con mi papá en la UCI. Y él no salió nunca de ahí; murió un mes justo después de la ordenación. Hice mi primera misa el 1 de agosto y el funeral de mi papá el 1 de septiembre. Fue muy impresionante vivir la ordenación en un momento familiar tan complicado, con un papá que se había vuelto a hacer parte de la historia familiar después de tantos años, y de repente se iba. Fue doloroso y fuerte, pero precioso. Una etapa extrañamente hermosa.

A los pocos días tuve que volver a Canadá. Me metí con todo a la antropología, que me encantó. Eso sí, no me considero un antropólogo, sino que una persona que adquirió herramientas para ganar libertad. 

Buscando el camino

Cuando volví a Chile me ofrecieron hacer clases en la Universidad, pero eso no era lo mío. Entré de lleno, encomendado por la Compañía, al tema indígena.

Yo estaba destinado a la residencia de Concepción, para hacerme cargo de la CVX de “Conce”, perola idea era que situado al medio-sur de Chile, pudiera empezar a investigar, visitar, mirar el mundo indígena, eclesial, y hacer una propuesta a la Provincia. Porque una cosa era decir ya, la Provincia acepta que Pablo Castro inicie un proceso para abrir algo. ¿Qué era?, no teníamos idea qué, cómo, cuándo, dónde. Nada.

En ese momento sucedió algo inesperado. El Jefe de Pastoral del colegio en Puerto Montt salió de la Compañía. Me llamó el Provincial y me contó esto. Lo quedé mirando y le dije “pero obvio que cuentas conmigo”. A puerto Montt los pasajes. Estuve allá por seis meses. ¡Qué me han dicho! Fui inmensamente feliz, aunque seguía viendo que eso no es la vocación de mi vida.

Se acabó mi reemplazo en Puerto Montt y llegué a Concepción, mi destino definitivo. Estando ahí me llamó el Obispo Auxiliar. Me dijo “yo sé que tú estás en esto, quiero que pienses seriamente incluir la posibilidad a Tirúa”. “¿Qué es Tirúa?”, dije. Yo no conocía esta parte mapuche a orillas del mar, en la Octava Región. Vine a conocer, a mirar…  y aquí estamos.

Llegamos hace siete años. La primera comunidad estuvo formada por Juan Ochagavía, Pedro Labrín, Cristóbal Fones, que estaba en su Magisterio, y yo. Todos bien distintos. Fue muy lindo discernir cómo queríamos que fuera nuestra casa. Fue un diálogo comunitario muy bonito sobre cómo ir equilibrando los criterios. No somos una familia ni somos mapuches, pero queríamos vivir sencillamente, al lado de nuestros hermanos mapuches, y lo más parecido a ellos que pudiéramos. Fue precioso ver cosa por cosa, qué tener, qué no tener, cuántos metros construir, cuánto en verdad es preciso para vivir en paz y razonablemente bien, pero sin tener más de lo necesario. ¿Qué jesuitas en Chile han tenido esa oportunidad? Muy pocos, creo. Hemos sido muy privilegiados.

Entrar en el mundo mapuche ha significado una revisión muy honda.  Irse a África o a otro país te sitúa de manera obvia en un choque cultural y de distancia, de frontera. De mirarte a ti mismo, a tu país y tu Iglesia desde otro mundo. Pero que te pase eso tan cerca de tu casa es muy extraño. Es como ser un extranjero, pero en tu propia patria. Yo siento que Dios me ha puesto, y yo me he dejado poner, en una situación completamente de frontera. En donde los parámetros culturales con que yo me crié, los horizontes de la vida, la forma de ser Iglesia, y para qué decir la identidad nacional, estoy mirándola desde el otro lado del puente. 

No siempre es fácil, influyen muchos cuestionamientos complejos, difíciles, de prioridades, de formas de ser. Pero estás tan cerca, a dos metros… llamo por teléfono a Santiago y entro a otro mundo. ¡Estoy al lado! Tomo una micro y llego a Santiago. Cómo tan cerca y tan lejos, y cómo tan ciegos. Uno queda impresionado de la ceguera de nuestro país para mirarse como país indígena. La negación que tenemos de nuestra raíz indígena, la de cuentos que nos contamos para creer que no somos ni Perú ni Bolivia, porque esos sí que son indígenas, es impresionante. Y la discriminación que recorre nuestro país, desde el “indio curiche” a todo… Aquí uno se topa con chiquillos que sufren todos los días porque los compañeros de curso les dicen indios. Están estudiando en un liceo en Concepción y porque su apellido es mapuche no tienen nombre. Les dicen el indio, ese es su apodo. Si se enojan, es indio tal por cual. Y él se supone que tiene que tomárselo con humor, que es algo simpático.  Y nosotros como sociedad consideramos exagerado si un “cabro” se queja por eso.

Me he dado cuenta de que estamos llenos de actitudes racistas, disfrazadas de buena intención. En Santiago me han tratado de racista por distinguir entre chilenos y mapuches. Pero acá lo primero que descubrí es que lo más normal es hacer esa distinción. Es como decir, esa flor es roja y la otra es amarilla, para ellos es una descripción de la realidad, es reconocer al otro. En cambio cuando ocupo ese vocabulario en otras partes de Chile, uno está haciendo “diferencias odiosas”.

Y uno mismo ha sido recubierto de esa corteza, que es muy difícil de romper. Pero poco a poco uno se va descascarando, o más bien me han ido descascarando: el encuentro, el diálogo, la realidad, las personas.

Aquí Dios permea la vida de la gente, Su rostro lo inunda todo. La gente te dice con sinceridad de corazón, y no por puro decir, “si Dios así lo permite”. Hay una experiencia de fe detrás de ese dicho., que a veces se tiñe de cierto determinismo, pero que refleja que tienen una experiencia de sentirse cotidianamente en las manos de Dios. Y un Dios muy vivo y presente. La gente te habla de una planta, de una flor, y lo relaciona con Dios que da la vida, que lo creó. Hay una hermandad profunda, herida por la historia y la situación socioeconómica, entre seres humanos, la vida animal y la creación. Ahí hay un rostro de Dios nuevo para mí.

También hay una hermosa comunión de vivos y difuntos. El cariño con que cuidan los espacios donde descansan los restos de sus antepasados es de una belleza que me emociona. Una abuelita está ahí llorando y uno le pregunta “¿por qué llora abuelita, quién está aquí?”. Te dice “mi hijo, que era guagüita cuando se murió, y lo hecho tanto de menos”. Una abuela de setenta años aquí te dice, casi con lágrimas en los ojos, “es que yo soy solita, soy huérfana porque mi papá y mi mamá se murieron”. Desde su mundo chileno y su cultura occidental uno dice ¡¡pero obvio!! Para ellos Dios está para siempre presente en la familia, en el cariño que se tienen y con que se tratan.

Una propuesta de vida diferente

He conocido en el mundo indígena, aquí y en otras partes donde me ha tocado ir, una vida distinta, una propuesta de vida diferente. Que es real, posible y viable.

Considero que la propuesta de vida del consumo neoliberal no es viable. Está haciendo reventar los recursos naturales y se sustenta, según todos los estudios que he podido leer, en la no participación de los beneficios por parte de algunos sectores. Requiere que algunos no tengan, para que otros tengan abundantemente.

Mi vecino me dice “yo no quiero ser rico, padre. Yo quiero vivir en paz”. A otros hermanos indígenas, de Chile y otras partes, les he escuchado ese concepto, el de la vida buena, que significa vivir en equilibrio. Pero el equilibrio es material y espiritual. Y significa que yo esté bien, que los animales, las plantas, los ríos estén bien. Que mi familia esté bien, y que mi relación con Dios esté bien. A lo que se aspira es a eso, a una vida en equilibrio.

Fue en un encuentro de pueblos originarios en Ecuador donde yo escuché otro concepto que me pareció muy clarificador. Ellos decían “nosotros no queremos vivir mejor, queremos vivir bien. Porque detrás de vivir mejor subyace siempre, permanentemente, la posibilidad de la competencia”. Ellos me hicieron ver que detrás de vivir mejor se esconde una progresión que nunca termina, porque siempre quieres estar mejor. Si tu meta es mejor, ¿cuál es el límite? Siempre se puede más y más. En cambio si quieres vivir bien, hay un minuto en que puedes llegar a decir “no necesito más. Puedo vivir bien así, con esto es suficiente”.

Nosotros, los jesuitas, tenemos que cuidar el Magis. He pensado mucho en el Magis a propósito del concepto de “vivir bien” o “vivir mejor”. Si se descuida la vinculación honda con la vida de Jesús, el Magis puede trucarse en pura competencia. Hay que tener mucho cuidado, sobre todo en la formación de los jóvenes, que hoy en día se enfoca casi sólo como competencia (como el comercial de una universidad, donde toda la imagen es competir y ganar). 

Si nosotros pudiéramos proponer vivir bien, estaríamos absolutamente en línea con las propuestas más profundas y verdaderas de la Iglesia, de la construcción del Reino, de la equidad, del comunitarianismo bien entendido. Hoy en día uno habla de esto y te miran con cara de sesentero, de pasado de moda.

Este es un tema que puede ayudar a la gente joven a pacificar el corazón. Si nos formamos pensando que hay que lograr o tener siempre más es un desastre. Una persona que entra en ese mecanismo y estilo de vida, ¿cuándo descansa?, ¿cuándo encuentra equilibrio?, ¿cuándo está en paz?, ¿dónde encuentra gratuidad?

En el encuentro al que asistí en Ecuador, una hermana indígena me dejó “marcando ocupado” con su forma tan pacífica y honda de decir las cosas. Estábamos conversando sobre la Compañía de Jesús y el mundo indígena. Esta mujer toma la palabra y dice: “bueno, hemos estado conversando entre nosotros, y creemos que lo que hay que hacer es ser uno, como el Padre y el Hijo son uno. Tenemos que ser hermanos en Jesús, compañeros de Jesús, amigos de Jesús”. Nos miró y nos dijo “seamos la compañía de Jesús”.  ¿Qué agregas después de eso? Ahí están expresados los ideales más hondos a los que uno pudiera aspirar, por una persona súper sencilla, que apenas lee y escribe, y que te propone un camino de vida en donde seamos hermanos.

Nosotros tendemos a parcializar todo, y los indígenas tienden a unificar. Hay un mundo distinto ahí, que no hemos sabido mirar. Para qué decir lo deprimente y desesperante que es que todo el mundo indígena está enfocado a través de los medios de comunicación como el tema del conflicto. No existe nada más, y eso es a propósito.

Una cosa dolorosa es releer la historia desde aquí, y darse cuenta de que ha habido un constante esfuerzo en nuestro país por eliminar la presencia indígena. Las primeras leyes que se dictaron, la repartición de las tierras, la guerra de la pacificación, la entrega de títulos de merced. A los colonos les daban 50 hectáreas por persona, a los indígenas, 6 hectáreas por familia. A unos hundirlos en la pobreza y a los otros darles una oportunidad en la vida. No es casual, aquí hay decisiones hechas como país.

Y se siguen tomando decisiones. Ralco fue una decisión del país, y los que perdieron fueron los pehuenches. Esa herida se siente, y a veces aflora con dolor, otras veces con violencia. No miramos que el origen de esta herida es la pacificación de la Araucanía, el despojo de las tierras, la mala repartición de las tierras. La Iglesia ha dicho que hay que mirar ahí, pero los gobiernos sólo responden a la inmediatez. No terminamos nunca de mirar el tema de fondo.

Y es un problema tan cercano en el tiempo. Muchos de los que vivieron esa historia, cómo vino el Ejército y los sacó de sus tierras a balazos, se lo contaron a sus hijos y nietos… y ellos están vivos. No es que los mapuches estén reclamando que Cristóbal Colón llegó a América. Están reclamando algo que el Estado de Chile hizo hace pocos años atrás. Pero como sociedad hemos funcionado desde la pacificación hacia delante, con la idea de integrar al mapuche a lo chileno.

Ir abriendo espacios es lo que hemos tratado de hacer aquí. Espacios de participación en donde los mapuches lideren. Hoy estuve en un bautizo con don Pascual Huenupil, un orador mapuche. En otras ocasiones ha sido él quien ha guiado la oración frente al Rewe; él –y muchos otros también- han sido sacerdotes para mí y para la comunidad.  Esto es algo nuevo, diferente.

En la pastoral, desde el año pasado, poco a poco les hemos ido cediendo todo el espacio, de modo que la oración al inicio de nuestras reuniones sea guiada por ellos, en su forma y estilo. No es que después además hagamos una misa, o que después el padre también hace una oración. Es precioso que dentro de la Iglesia empiecen a darse espacios así, aunque son pequeños gestos todavía. Falta mucho diálogo y discusión teológica para seguir avanzando, pero estamos dando los primeros pasos.

La eficacia apostólica de la sencillez

Los jesuitas que estamos en esta comunidad hemos ido descubriendo, no sin dificultad y conversándolo mucho, que hemos recibido una formación y una visión de la vida apostólica bastante efectista. Y nosotros aquí hemos aprendido que más que la eficacia, es importante la gratuidad y compartir la vida. Aquí no se evalúan los resultados en el sentido en que la gente suele ver la palabra resultado. Y nosotros no fuimos formados para eso, por eso todos los jesuitas que hemos vivido aquí nos hemos topado con ese tema.

Tendemos a estar muy cargados al tema de la eficacia, y yo me pregunto muchas veces, ¿cuál eficacia? ¿la de la cruz? ¿Cuál fue la eficacia de Jesús?  ¡Si después nadie lo siguió!

Por nuestra formación, los primeros años aquí fueron muy difíciles para nosotros. Era tenso, me producía angustia que nos preguntaran una y otra vez por los resultados. Me preguntaban qué hacíamos, y yo les contestaba “nosotros vivimos allá”. “Si, pero ¿qué hacen?” “Eso. Vivir”. Quedaban desconcertados.

Siento que estamos llamados a redescubrir la eficacia apostólica de la gratuidad y la pobreza, o más bien de la sencillez. Porque tampoco siento que vivo en pobreza. Algún jesuita que ha pasado por aquí ha quedado impresionado, no puede creer qué pobres que somos. ¡Y nosotros no sentimos ninguna pobreza! Vivimos mejor que todos nuestros vecinos. Y no sufrimos ni hambre ni frío, estamos bien.

El tema de los medios apostólicos tenemos que ponerlo en la balanza con lo increíblemente eficaz que es apostólicamente la sencillez. ¿Creemos en la acción del espíritu en el largo plazo o queremos ver resultados ya?

Hace pocos días me preguntaron con cierto tono mordaz que cuándo iba a volver a Santiago, que allá hay mucho más que hacer. Yo respondí algo, que no sé qué significará para mi futuro, pero así lo siento y se lo dije al Provincial alguna vez. Siento como una verdadera vocación dentro de mi vocación el estar junto al pueblo mapuche.Esto no es para mí “una” acción apostólica. Es un sentido de vida que no lo impongo, sino que lo ofrezco, lo propongo.Porque la Compañía es libre y sabe que yo estoy libre.

También siento que sería un absurdo haber dejado casa, familia, hijos, esposa, si no fuera para vivir una vida junto a los más pobres. A veces, cuando me ha tocado vivir en comunidades más “opulentas”, en Chile o en otros países me he preguntado: ¿dejé todo para llenarme de otras cosas?, o ¿en qué consiste para mí el haber optado por Cristo? ¿En qué consiste el haber “dejado” si me vuelvo a “llenar”?

Todos dicen que hay que crear puentes. Pero yo me pregunto, ¿en qué lado del puente nos queremos situar? Nadie se queda parado al medio. ¿Desde dónde miro el puente y hago puente? Los puentes unen dos extremos, ¿en cuál lado estoy yo? Desde cada rivera la realidad se ve súper diferente, y por lo tanto la forma y las razones para hacer puente son distintas.

Siento que la vocación me ha regalado la posibilidad de vivir mi vida compartiendo la vida de los más pobres, al lado de ellos. Eso no lo hubiera tenido “nica”, si no soy jesuita. Y por eso estoy tan agradecido.