Pablo Concha SJ: Anunciar que Dios está vivo y es poderoso
DEL COMBO AL ENCUENTRO CON DIOS
Soy el hijo mayor y tengo 4 hermanas, lo que es clave en mi vida. Viví en una casa de mujeres, donde ellas tenían preponderancia. Mi madre gobernaba el mundo y mis hermanas le seguían el amén, en una lógica femenina. Esto nos unió mucho con mi papá: hacíamos frente común o pasábamos a la historia.
Cuando era chico vivíamos en un pasaje, jugábamos mucho en la calle. Fui bien sobre protector con mis hermanas: en el pasaje había mucha pelea y combo.
Desde la infancia y hasta no tan chico, tengo recuerdo haber peleado todos los días prácticamente: entre pelear en el colegio San Ignacio porque me molestaban por mi apellido, y en la casa yo tenía la orden defender a mis hermanas, y la cumplía a rajatabla. Era bien agotador como niño, métele combo, todo el día peleando.
En el colegio era bastante desconcentrado, pero ahora he entendido que parte importante era por esta cuestión. Porque en medio de las clases, siempre había alguno diciéndome algo en voz baja o pasándome una cartita que decía “Concha, te mandó saludos tu madre”, entonces yo estaba pendiente de cómo me desquitaba, más que de las clases., Esto me afectó realmente, mucho más de lo que yo dimensioné en ese momento porque era parte de mi vida diaria. Pero ahora con más experiencia de profesor y alumno he evaluado que fue un factor sumamente decisivo en mi desarrollo. Y duró muchos años. Como era grande de tamaño me sentía en la obligación de defenderme, lo que no evalué bien es que esto fue una cadena sin fin.
Las peleas duraron hasta segundo medio,cuando peleé con un compañero de curso y lo noqueé, le pegué un combo tan fuerte que cayó nocaut al suelo. Ahí me asusté mucho. Él me pegó una patada por detrás y me insultó, con la tontería de siempre, me di vuelta y de sorpresa le pegué un combo en la pera, bien fuerte y el cayó. Me Dije “hemos crecido, esta cuestión ya se puso muy seria y violenta; aquí podemos matarnos es un peligro. Y se acabó la pelea: nunca más peleé.
Ese año además formé una comunidad. Entré a un grupo que se llamaba Los Pioneros en esa época (actual CVX). Ahí tuve amigos de verdad, hasta el día de hoy. Con los que hacía las cosas más importantes de la vida: las misiones del verano, el encuentro con Dios que me acompaña hasta hoy, que aprendí con ellos, y los fines de semana en que salíamos juntos.
Es decir por casualidad, al mismo tiempo terminaron las peleas y comencé la comunidad: vino la madurez, la paz y la amistad al mismo momento. Y cambió el colegio.
Lo pasé estupendamente. En el fondo empieza a aparecer el tema del proyecto de vida, que se comparte con los que tú quieres. Vivíamos unos en las casas de los otros, estudiábamos juntos, entonces la familia empieza a ser parte de tus amistades.
Se amplía el colegio, y empiezas a pololear. Pololié poco, pero tiempos muy largos A mi primera polola, que conocí porque su abuelita vivía al frente de mi casa, la amé por años hasta que me atreví. Hasta que un día resultó, y pololeamos un año entero. Pero éramos muy chicos, creo que yo estaba en séptimo. Era por supuesto un pololeo de séptimo, nos veíamos sólo los fines de semana. Sus padres fueron tan cariñosos conmigo que organizaron una fiesta para los dos juntos, porque estábamos de cumpleaños el mismo día. Fue un horror, no resistí la idea de ir a una fiesta a su casa con toda su familia, la angustia de ver hasta a mi mamá metida en el rollo, comprándome ropa especial. Era tal la solemnidad que no aguanté la vergüenza y terminé el mismo día del cumpleaños. Nunca me lo voy a perdonar, pero no fui capaz. Volvimos un tiempo después y pololeamos un tiempo largo, en forma más madura, nos queríamos mucho.
Después tuve otra polola importante, con la que vivimos el paso del colegio a la universidad. Tengo recuerdos preciosos de las fiestas de graduación de ambos, del rollo de la Prueba de Aptitud Académica y de cómo nos cambió la vida. Nunca pensamos en casarnos, porque éramos muy chicos, faltaba tiempo para eso todavía.
Al salir del colegio era muy niño, no sabía qué quería estudiar y no lo supe nunca en la adolescencia. Decidí estudiar agronomía por un amigo de mi comunidad, casi por casualidad. En la confusión total fui con este amigo a tomar un café. Él fue el único que me hizo la pregunta fundamental, “qué quieres ser en la vida”, “qué te gusta”. Yo le dije “me gusta lo que hacemos en el verano con las misiones. La gente del campo, estar con ellos, conversar con ellos”. Entonces me dijo “¡agronomía!”. Él decidió por mí.
Probablemente debería haber estudiado veterinaria, porque me gustaba mucho más la biología que la botánica y las matemáticas. Por eso nunca estuve contento en agronomía, siempre estuve pensando cómo salirme. Me iba excelente en anatomía, fisiología de los animales. En cambio cálculo, álgebra y esos ramos los pasé pero con un gran sufrimiento. Fue un horror.
El ambiente en la Universidad de Chile era muy agradable, por lo diverso y acogedor. Como la universidad estaba muy lejos todos viajábamos mucho tiempo para llegar allá y se formó una familia muy bonita.
En todo ese tiempo la comunidad de Pioneros fue un gran apoyo. Varios de ellos estudiaban ingeniería, entonces estudiábamos juntos, cada uno lo suyo, pero aprovechaba de preguntarles.
El contexto en el que surge mi vocación fueron los Pioneros, y las misiones que hacíamos con ellos cada verano. Aprender a rezar en los Ejercicios Espirituales en el colegio; desde segundo a cuarto medio hice el mes completo de ejercicios. Cada vez que podíamos fin de semana largo, Semana Santa, el cura Hodgson nos llevaba a retiro.
Después, cuando entré a la Compañía, descubrí que también sabía rezar porque mi papá rezaba todos los días el rosario por su familia. Mi fe se fue haciendo, poco a poco, de ver a ese hombre todos los días, que pasaba por mi cama abejeando el rosario. Eso significó para mí que fuera obvio que Dios existiera.
Atrapado por una pregunta
Yo tuve la experiencia personal de que Dios estaba vivo en el colegio. Y eso a un adolescente le cambia la vida. Me acuerdo que un día le conté a mi hermana: “hoy día sentí que Dios existe, sentado en el patio a la entrada del colegio”. Lo creíste y se acabó, es verdad. Dios existe y así lo sentí yo. Y desde ahí hay que empezar a vivir como que eso es verdad. Entonces yo estaba seguro: en las misiones le contaba a la gente que Dios existía, era obvio.
Y en un verano común y corriente, en misiones, apareció lo de la vocación de sorpresa. Iba a hacer catecismo con un amigo, que me hizo una pregunta. Íbamos juntos, copuchando qué les íbamos a enseñar a los niños ese día. Y en la mitad de esta caminata él me dice ¿no has pensado nunca ser cura? Yo le dije “lo he pensado, pero no tengo vocación”. Y él, que sí lo estaba pensando- estoy seguro-, me dice “eso no es posible, no se puede querer ser cura sin tener vocación”. Fue una pregunta mal hecha, pero que me liquidó. Sentí físicamente que se me apretaba el cogote.
Le dije que me gustaba hacer lo que estaba haciendo en esas misiones, visitar a la gente, llevar sacramentos, todo eso. Pero que sin embargo no sentía ningún llamado en especial, hasta ese momento.
Y fregué. Quedé como atrapado por una pregunta. Para mí ser cura era lo máximo, porque era tener todas estas experiencias siempre: hablar de Dios siempre, convencidamente, con esta gente, servir de esta manera que me hacía feliz todos los años.
Nunca me lo había planteado en serio, pero ahora me ponían contra la espada y la pared. Y enfrentado a tener que responder, ya no estaba tan seguro si no tenía vocación.
Seguimos caminando, hablando de otra cosa. Pero yo ya no podía pensar en nada, más que responderme la preguntita famosa.
Y nunca más dormí. Quedé dando vueltas. Todas las misiones me las pasé soñando con Dios y con el mal: despertaba con paz o con susto. Le daba vueltas a qué era esto que me había producido tal impacto.
Le conté a su polola, una gran amiga mia: ¿tú crees que yo podría ser cura? Y ella me dijo “me parece bien y posible que tengas vocación”. Ahí me liquidó, porque cuando ella, en quien yo confío mucho, lo vio dije “¡puede ser cierto!”.
Nunca me lo había planteado como manera de vivir en serio, pero Dios me lo estaba regalando ahí, a todas luces. Me daba un vértigo… “pucha, parece que es cierto, todo el mundo lo ve, y yo nunca me lo había preguntado”. Era justo en un tiempo de la vida en que podía hacerlo. De hecho, un tiempo en que, vocacionalmente, la agronomía era pura sequedad. Me tocaba decidir la especialidad, y yo estaba en puras consideraciones prácticas: qué se demoraba menos para terminar lo antes posible y cómo hacía para cambiarme a veterinaria perdiendo los menos cursos posibles.
Es decir, justo yo estaba buscando mi vocación, y aparece esto que era la vocación de mi vida, donde me sentía más feliz. En realidad yo estaba desde hace tiempo muy disconforme con mi vida, me paseaba por el campus “Antumapu” preguntándome “qué cresta hago aquí”. Entonces la pregunta fue una salvación finalmente, porque me permitió encontrar mi camino.
El ambiente de misiones me ayudó mucho por estar lejos de la familia, completamente solo, y en oración diaria para hablar con Dios todo el día y poner en orden las preguntas y los sentimientos, que yo dejé fluir libremente.
Antes de las misiones había ido a Minimanila, una actividad de ocho días de ejercicios espirituales seguidos por un encuentro de jóvenes latinoamericanos. Los ejercicios fueron increíbles, ahí tuve unas oraciones que fueron clave. Sin darme cuenta mi corazón se estaba disponiendo a lo que venía. La oración de ofrecerle todo a Dios yo no era capaz de rezarla, recién después entendí por qué: porque había que decirle que sí no más, con tutti.
Al volver a Santiago no hacía más que pensar en esta cosa. Les conté a mis hermanas que, de hecho, me pillaron antes , y ahí, sin dejar de hablar todo el día del famoso tema, un día me decidí a dar el paso. Era miércoles de ceniza. Estaba yo solo en misa, en la Iglesia San Ramón, porque ya no aguantaba la ansiedad. Y ahí me dije “ya, esto es cierto, me atrevo”. Corrí donde mi director espiritual y le conté todo. Él fue lapidario, me dijo “esto es cierto, llamemos al Provincial al tiro”.
UNA VOCACIÓN DENTRO DE LA VOCACIÓN
Sin darme cuenta, como en una película, me vi sentado en la oficina del Provincial. Dije “ esto es en serio, ¿qué estoy haciendo?” Y ahí fue puro confiar en Dios. Le dije “Señor, tú me metiste en esto, sácame de aquí cuanto antes”. Y tuve una certeza absoluta de que era verdad lo que estaba viviendo: paz interior. Una certeza de paz que Me ha acompañado más de 25 años.
Ahí vinieron todos los exámenes respectivos para entrar a la Compañía, todo fue un tiempo que pasó muy rápido. La pregunta inicial de mi amigo en misiones fue por el 21 de febrero. Y el 21 de marzo me aceptaron en la Compañía. Fue todo muy providencial porque me encontré con la gente apropiada en el tiempo perfecto. Me hizo bien pasar por esa postulación normal, sin apuros, como y venía, como cualquiera, porque así las cosas se confirmaron como correspondía. Jesuitas con experiencia me hicieron las preguntas apropiadas, que, cuestionando tanta maravilla, tanta efusión espiritual sorpresiva, me ayudaron a aclararme y a ir creyendo en oración que lo que me pasaba era verdad: la Compañía también veía que esto que yo sentía era cierto.
Ese año la entrada a la Compañía era el 25 de marzo. Pero como yo supe el 21 que me habían aceptado, no podía entrar el 25, si recién les había contado a mis papás el 24. Así que le pedí al, Provincial, Fernando Montes SJ, una semana más de plazo para al menos alcanzar a congelar la universidad y para que mis padres se repusieran del impacto. Finalmente entré el 15 de abril, con otro que venía de Chillán.
Ese tiempo me sirvió para congelar la universidad y renunciar al Centro de Alumnos, donde me acababan de elegir en una pelea política muy fuerte. Me miraron como si fuera un marciano, no sabían ni de qué hablaba cuando decía que entraba a cura.
En mi casa todos estaban felices, pero con esa mezcla ambigua de “qué rico que tengas vocación, pero qué pena que te vayas”. Yo fui el primero de los hijos en partir.
Después supe que cuando le dije que entraba a la Compañía, mi papá pensó que yo iba a ser bombero. No entendía por qué tanta solemnidad para decir algo tan poco relevante… nunca me lo confesó. Lo supe por un amigo suyo, yo me moría de la risa.
La última semana antes de entrar lo único que quería era partir. Tengo un recuerdo imborrable de los días previos a la entrada, armando mochila. Llegar a la Compañía, a un mundo de puros hombres, cuando yo venía de una casa con puras hermanas, me costó un poco. Las echaba mucho de menos, sobre todo al principio.
El día de la despedida es raro, me dio una pena horrorosa despedirme de mi familia. Los fui a dejar a la puerta y mi papá me dijo “tranquilo, váyase”. Él me consolaba. Yo estaba peor que él.
Pero el Noviciado es bien acogedor, está todo preparado para que uno se adapte rápido a la casa. Pablo Castro, SJ fue mi ángel, el encargado de enseñarme todo lo de la casa, los horarios, la oración y la relación con el maestro.
Lentamente me fui acostumbrando. Me fui sintiendo poco a poco en mi casa. Conscientemente viví ese proceso y me encantó. Mi director espiritual vivía ahí, era estudiante ya mayor. Eso me ayudó muchísimo. Su pieza era como un refugio, ahí se fumaba, nos reíamos a carcajadas. La relación con el Maestro, Juan Díaz SJ, fue clave. Fue muy acogedor y directo.
Y como es tan intenso, el tiempo pasó volando. No me di ni cuenta cuando yo era ángel de otro, al año siguiente.
En el Noviciado se estudia mucho de espiritualidad. Un estudio distinto del que estaba acostumbrado, porque es mucha reflexión personal, a partir de lo que vas viviendo, y con la ayuda e inspiración de grandes maestros como San Agustín, San Juan de la Cruz, y, por supuesto San Ignacio en el itinerario de su Autobiografía. Leí un librito de Teresa de los Andes que me hizo conocer a alguien que amaba a Dios con el amor del Cantar de los Cantares y lo contaba sin vergüenza, me hizo mucho bien.
El Juniorado es el tiempo de estudios más lindo que he tenido. Fue el descubrimiento realmente de la vocación académica e intelectual. Descubrí la pintura, el arte. Lo único que quería era estudiar.
Después de un tiempo tan árido en los estudios de la universidad, me reencontré con mi gusto por todo lo humanista, con esa vocación que estaba guardada y de la que nunca me di cuenta en el colegio. Nunca había estado tan feliz en mi vida estudiando. Fue un cambio tan notable de orientación que hasta pedía clases extra. Desde ese momento dejé completamente fuera las matemáticas de mi vida. Además en la Compañía me acompañaron de la manera más linda que hay, hasta me dejaron tomar clases de pintura en la Plaza Mulato Gil. Mi superior se dio cuenta de que yo estaba descubriendo una faceta que me hacía crecer mucho. Descubrí lo bella que es la persona humana en términos artísticos y cómo el arte puede contar la verdad. Me encontré con Picasso, sus pinturas de mujeres deformes, que son así porque el mundo es feo y deforme. Por eso es que el arte moderno no se entiende fácilmente: porque el mundo, de hoy, no se entiende fácilmente, tampoco. Y yo no lo sabía hasta que estudié a Picasso con Pepe Donoso, SJ.
Esos años me concentré en el humanismo más bien plástico. Con el paso de los años fui descubriendo con más hondura la vocación dentro de mi vocación sacerdotal: el humanismo teológico, en lo que trabajo ahora, que tiene que ver con la moral y que marcó mis estudios de postgrado.
Además de estudiar duro en esa etapa empiezas a abrirte al trabajo apostólico como jesuita. Vivíamos en Germán Yunge, donde ahora está el Santuario del Padre Hurtado. Cambiar de barrio me hizo muy bien, hasta antes de entrar a la Compañía nunca había ido a General Velásquez por cuenta propia y razones personales. Aún tengo amigos y amigas de esa época, que siguen viviendo por ahí. Trabajé dos años en la parroquia.
La vida en la etapa de formación como jesuita está marcada por los tiempos de estudios. Después del Juniorado comencé a estudiar filosofía en la Universidad Católica, y rápidamente llegó el inicio de la teología. Al principio me costó un poco empezar, porque era un cambio de lógica, pero fue un estudio muy bonito, que aún no termino. A mí la teología me conquistó el corazón.Estudiar lo que Dios es, constituye una experiencia religiosa, no intelectual simplemente. Y muy pronto me pasó una cosa con la ética; que la gente me preguntaba cosas que estaban pendientes desde que yo era adolescente. Preguntas morales que no se habían resuelto en años. Te juro que me dio rabia y pena profunda. Cómo era posible que pasaran años de años y siguieran pendientes las preguntas. De moral social, sexual. ¡Y siguen pendientes! Me desafié a intentar un aporte en la solución de esas preguntas, me convencí de que lo mío era estudiar ética. Porque estudiar moral hace bien, produce un bien concreto, es tangible. De ahí para adelante todos mis estudios han sido sobre el tema.
Hice Magisterio en el Colegio San Ignacio de Alonso de Ovalle. Ahí vino la confirmación de este camino que yo quería tomar con los estudios de ética. La gente tenía preguntas y yo podía estudiar para ser un aporte en esto.
En Alonso Ovalle como Maestrillo di decenas de charlas sobre temas éticos, estudié tanta ética como en la universidad. El Rector del colegio me apoyó mucho, me estimuló, me mandó a hacer las charlas y me metió a un par de seminarios para que me preparara. Estudié a un profesor español, López Azpitarte, me encanté con su visión. Años después pude encontrarlo para que me ayudara con la tesis del doctorado.
Una de las cosas que hicimos en Magisterio fue inventar el Encuentro de Pololos, que fue muy importante. ¡Eso era la ética aplicada! Y fue todo un acierto el encuentro de pololos, hicimos como tres. Participaron muchas parejas que hasta el día de hoy se acuerdan.
Aunque el Magisterio fue muy gratificante y mi corazón estaba de lleno en Alonso Ovalle, tenía ansias de las etapas siguientes, porque sentía, en serio, que lo que la gente necesitaba era un cura y no un maestrillo. Me tocaba terminar la teología y partir al postgrado en moral, porque ya estaba decidido con mis superiores seguir estudiando en esta área.
Terminé el Bachillerato en Teología y partí a Boston, en Estados Unidos, a Estudiar ética. El sistema resultó perfecto para mí, teníamos muy pocas clases y mucho estudio. Hice diez cursos de profundización en moral, donde conocí a Joseph Fuchs SJ, un jesuita alemán que tiene una moral maravillosa, que sigo hasta hoy. Y tuve un tutor que me acompañó estupendamente, me enseñó a escribir y hacer ensayos de moral. Me las arreglé bien con el inglés, gracias a la ayuda de mis compañeros gringos y a que pasé primero seis meses estudiando el idioma. Además uno se las arregla, la necesidad tiene cara de hereje. Pero trabajé duro. Fueron dos años y medio hasta sacar la licenciatura en teología moral.
La idea más concreta de ser cura me aparece en Estados Unidos. Porque el ministerio sacerdotal te lo pide la gente, una comunidad concreta. Yo me ordené de diácono allá, en concreto, muy cercano a una comunidad latina. No es teórico ser cura, tiene que haber gente que lo necesite. Uno quiere ser cura y siente que Dios se lo pide, pero si no aparece gente que lo necesite es pura teoría. Y a mí se me regaló gente concreta, pobres concretos, en realidad, y un gran deseo de servirlos.
Y ciertamente alumnos. Yo no puedo separar, sobre todo en el último tiempo de mi formación, el tema profesional de ser profesor de teología, del de ser cura. Comunicar, enseñar esta cosa que yo estaba aprendiendo como parte de mi ministerio. Son dos caras de lo mismo, porque o la ética sirve para la gente, o no sirve para nada. Eso lo sentí muy fuerte en Estados Unidos, que yo tenía algo que decirle a la gente y que sirve muy concreto para defenderla: sus derechos, sus valores. Su dignidad. Y eso es muy sacerdotal.
SACERDOTE, ¡POR FIN!
Cuatro meses después de la ordenación diaconal me ordené de cura en Santiago. En ese momento uno siente en el fondo del corazón “¡qué rico!, llegamos”. Tantos años esperando esto, pero soy tan distinto del que lo esperaba al principio, entonces es mucho mejor. Al principio uno espera lo que no es posible: ser digno de ser cura. O ser un cura como el padre Hurtado. Y en el camino te vas dando cuenta de que no llegarás nunca a eso, y que es mejor aprender a ser cura como uno es. Finalmente el tema de Jesús no es ser perfecto, sino santo. Y eso es completamente distinto, la santidad tiene que ver más con pedir ayuda, pedir perdón, dar las gracias, ser compañero de otros, más que con hacerlo todo bien o no tener ningún defecto.
Los últimos meses en Estados Unidos eran sólo pensando en ser cura. Además que el Provincial de la época, Juan Díaz SJ, me envió por correo la futura misión. Saber que iba a trabajar con los jóvenes de la CVX me dio un consuelo infinito. Soñaba con ellos, para un cura recién ordenado trabajar con jóvenes era una maravilla. Sólo quería volver a Chile, a mi gente, a mi casa, a mi misión.
La ordenación fue preciosa, éramos ocho en la Iglesia San Ignacio, llena, con Monseñor Oviedo que fue muy acogedor. Estaban todos mis amigos ordenándonos juntos, una cosa realmente maravillosa. Tengo un recuerdo imborrable.
De ahí directo a presidir la misa de los domingos en la tarde en el colegio San Ignacio El Bosque, que era la misa de la CVX de jóvenes. Era todo un desafío. De repente me encontré presidiendo la misa. La primera vez que me tocó me afirmé el altar, porque me temblaban las rodillas. Tenía pánico, no sabía cómo hablar. Y poco a poco se convirtió la misa en lo más importante para mí durante toda la semana. Sólo pensaba en la prédica del domingo, era el tema de mi oración, pensaba en la gente, me acordaba de ellos toda la semana.
Tengo un recuerdo imborrable de esas misas. Ahí te conviertes un poco como en cura párroco. Es una misa muy viva ésa, fuerte, de mucho ambiente. La gente te comenta, “qué linda su prédica, padre”, o “me gustó más la prédica de la semana pasada”. Eso quiere decir que no les gustó esta semana.
En la CVX me hice un grupo de amigos que tengo hasta hoy. Fue un tiempo muy bueno para mí, muy fuerte. Inventamos la casa de La Storta, imagínate la experiencia. Era una casa que tenía el Hogar de Cristo para sus funcionarios. Al padre Renato Poblete B. se le ocurrió la idea y nosotros la acogimos y armamos todo el concepto en la CVX de jóvenes. Arreglaron la casa, le pusieron el nombre y la habilitamos como un espacio donde jóvenes viven un mes, insertos en una realidad de pobreza, con su vida cotidiana y fuerte actividad apostólica en el Hogar. Ya ha pasado mucha gente por esa experiencia.
Tengo el recuerdo de un tiempo de mucha vitalidad apostólica y de compromiso con los pobres. Gente que quería estar metida. Hubo un grupo de cabros fantástico, que formaron obras apostólicas muy importantes.
Junto con acompañar a la CVX hacía clases de moral en la universidad. Mi trabajo académico siempre ha estado presente, es una pata de mi vida que siempre será compartida con otros trabajos, porque dedicarse sólo a lo académico termina por secarte el alma. Hay que sacar vida de alguna parte para hacer clases.
Después de esos dos años en la CVX partí a España para sacar el doctorado, a España los pasajes. A la bellísima Granada, donde estuve tres años y medio.
Le escribí una carta al profesor López Azpitarte que yo había descubierto en Magisterio, cuando por la tapa de un libro supe que estaba en Granada. Él me dirigió el doctorado. Fue realmente un maestro, me consiguió una oficina cerca de la de la suya y me acompañó con enorme delicadeza. El hombre se sacó los zapatos, en mi ayuda gracias a eso pude sacar el doctorado.
El trabajo fue intenso, todo el día, ocho horas sentado en el escritorio, y tuve todo el servicio apostólico del que fui capaz, porque si no moría de inanición. Pero el trabajo era la tesis. La Facultad de Teología está bien pensada para que uno produzca como profesor. Es una antigua facultad jesuita, los curas viven ahí. Había un hermano jesuita, Salas, un santo varón que en las tardes nos iba a dejar pastelitos a los del tercer piso. Fue un tiempo notable, fui inmensamente feliz. Trabajé bien duro, pero feliz. Aparte que la ciudad es maravillosa.
Al principio me costó mucho no tener una misa que hacer, me sentía un poquito huérfano. Fue un tiempo de apostolado mucho más metido para adentro, trabajé muchísimo, pero solo casi todos los días, salvo la CVX, que me permitió conocer gente. Pude celebrar algunos matrimonios y conectarme con las familias, bauticé guagüitas, además de acompañar una comunidad CVX y a unas religiosas a las que les daba retiro regularmente. Di muchos ejercicios espirituales. Así gané amigos allá, muy fieles, que hasta me organizaron una fiesta cuando defendí mi tesis y me fueron a dejar al tren a las cinco de la mañana cuando partí, como si fueran mi familia.
El sentido más hondo de mi sacerdocio se juega en esas relaciones de cariño que se van estableciendo con la gente. Sin que puedas evitarlo, la gente te adopta un poquito, te llama, te invita, te pide cosas, te quiere, te cuida y se establecen los vínculos. Eres cura para esa gente, eres de esa gente, te debes a ellos. Mi sacerdocio se resuelve en acompañar, en guiar, en dar servicio: estoy aquí para todo servicio, tú sabes dónde vivo.
Finalmente salió la tesis y llegó el momento de venir a Chile. Ya estaba conversado que mi destino sería trabajar en el ámbito académico. Pero antes de comenzar formalmente, estuve 6 meses haciendo la Tercera Probación, desde febrero hasta el 31 julio del 2003.
Tengo anotado en mi computador todo lo que recé en esa experiencia, donde hicimos el mes de Ejercicios Espirituales. He podido releer las oraciones previas a mi accidente, y me di cuenta de que estaba todo listo, no había problema. Estaba todo rezado. Había rezado la vida, la muerte, mi vida apostólica. No había cosas pendientes.
Yo venía a la Universidad Católica porque hacían falta profesores de moral y había hecho clases antes de irme, tenía un cupo, me habían pedido que volviera. Pero además a la Alberto Hurtado, donde iba a estar asentado en el Centro de Ética que Tony Mifsud SJ acababa de formar.
COMENZAR DE NUEVO
Venía con todas las expectativas de la vuelta: uno lo único que quiere es volver, estar en lo suyo y usar todo lo que tiene en beneficio de los que quiere. Yo traía bajo el brazo las siete copias de un libraco de 500 páginas. Tenía mucho que contar y mucho que practicar.
Fui al Bellarmino, mi nueva casa, donde viven jesuitas que se dedican al trabajo intelectual y que está al lado de la Universidad Alberto Hurtado. Y estaba todo listo para comenzar a trabajar el 6 de agosto. Ese día llegué a mi nueva oficina en el Centro de Ética, y el mismo día en la mañana vino el accidente vascular*. Trabajé sólo una hora, después de tanta expectativa.
Entonces llegué en paz a la Alberto Hurtado, con mis dos fotos de la Alhambra, que traía para enmarcar en mi oficina nueva y que nunca colgué.
“Vamos a trabajar”, dije yo. “A ver, a qué me dedico hoy en la Alberto Hurtado. Está todo tan pintado, qué olor a solvente. Parece que me estoy desmayando, me cuesta respirar”. Y bien teatral, me caigo sobre la mesa y boto todo.
Me fui a la ventana a la oficina del lado para tomar aire. Pero tuve una idea: “estás muy débil, te puedes caer por la ventana”. No entendía nada, me afirmaba de una mesa y me caía. Se me ocurrió pedirle ayuda a mi amigo Roberto Saldías SJ. Teléfono: “Saldías, ven a buscarme”, él estaba cerca. Me dice “no puedo, estoy en una reunión”. Lo insulté, y le dije “ven, ahora”. Llegó al tiro.
Vino con ayuda, me vio tirado en el suelo, de patas abiertas. Como estaba paralizado al lado izquierdo, estaba completamente desencajado.
No tuve miedo, tuve desconcierto. Pensé que era un ataque al corazón. Y ahí todo fue rápido. Me tomaron en andas y a la mutual. Y empezó la seguidilla de doctores que no paró nunca más.
El médico de la mutual me dice “qué le pasó”. Yo le dije “me intoxiqué, mi oficina estaba recién pintada, con mucho olor a solvente. Me duele la cabeza, pero un poquito”. Tenía un pequeño dolor por el lado. “Dos paracetamol y a la casa”, dijo el doctor.
Qué error más grande, no me hicieron ningún examen, nada. Volví al Bellarmino con Saldías y otro amigo, Ricardo Carbone. Cuando mi mamá se acuerda llega a subir por las paredes, no puede creer que no me hicieron los exámenes básicos para saber si era algo neurológico, bastaba con que me hicieran sonreír y levantar las manos para darse cuenta de que tenía un lado paralizado. Por lo menos que me hubiese preguntado si podía estar en pie. Pero nada.
Me dejaron en cama en el Bellarmino, y varias horas después me empecé a hacer pipí. Yo no me daba cuenta de que estaba paralizado, estaba medio confuso. Llamé por teléfono a una amiga, la María Paz Monsalve. También llamé a mi mamá. No podía controlar completamente lo que les decía. Hablaba en forma incoherente, aunque me sentía bien, no me dolía nada. Lo único raro era que me estaba haciendo pis.
Le dije a un compañero de comunidad “Antonio, pide en la residencia que me traigan pañales”. Ahí él se dio cuenta al tiro de que esto no tenía nada que ver con intoxicación. Llamó a una amiga doctora y ella dijo “urgente a la clínica”. La pérdida de esfínteres hacía evidente que era algo neurológico.
En dos minutos estaba en el hospital de la Universidad Católica, y de inmediato me hicieron sonreír, levantar los brazos. Recién ahí yo me di cuenta de que estaba paralizado. Y empezaron los exámenes. Fue como un frenesí, una tarde loca. Pasó el día, y me quedé un mes en la católica.
Me operaron esa tarde, porque, además, tuve un infarto cerebral. Esa fue la peor noche de mi vida. Tuve muchos sueños raros, a veces me acuerdo de cosas pero no sé si son verdad o mentira. No caché nada, sólo que me quedaba hospitalizado y que empezaba la locura de estar en una cama de hospital. Que es súper rico por un rato, cuando uno empieza a jugar con todos los controles. Pero después uno no encuentra cómo ponerse. Todo es incómodo.
Me dejaron con la cabeza abierta, sin calota, porque el cerebro sumamente inflamado y así se liberaba presión. Tengo una radiografía pavorosa donde se ve mi cerebro saliendo hacia fuera de la órbita normal.
Me dolía mucho la cabeza, una hermana se preocupaba de desocupar la pieza cuando ya no podía con el dolor y las visitas. A veces Keno Valenzuela SJ me sacaba a dar una vuelta por la clínica porque yo no resistía el encierro, ¡con la cabeza abierta!
En ese mes me operaron varias veces. No me di mucha cuenta, yo estaba bien desconectado. Fue un tiempo de sensaciones básicas, sentía calor, frío, hambre, incomodidad. Estaba a nivel basal.
Me dieron de alta un mes después, y me trasladaron a una clínica especializada para la rehabilitación, Los Coihues. Estaba completamente indefenso, con la boca chueca, sin calota, bastante paralizado del lado izquierdo. No podía moverme. Recién en Los Coihues me vi al espejo, con la cara chueca, un hoyo en la frente que recorría toda la cabeza hacia atrás.
En Los Coihues me sacaron el vendaje para que se secaran las cicatrices. Ahí fueron más agresivos en la rehabilitación, porque me hicieron moverme. En el hospital de la Universidad Católica estaba en una cama todo el día: cuando eres enfermo de hospital no pasa nada, te meten una sábana por acá, te mueven para allá, te empujan, todo el mundo te rodea y habla de ti. En los Coihues tomé el peso a la limitación y a la parálisis. Me vi pelado al cero, con unas cicatrices que parecían de campo de concentración, unas costuras azules, grandes. Ahí fui hemipléjico, consciente de lo que tenía, de lo que me pasaba, de lo que venía por delante. Fueron prácticamente dos años. El primero interno en la clínica, el segundo, en el último tiempo, alojaba en la residencia San Ignacio donde está la enfermería de la Compañía, y partía todos los días a la clínica al trabajo de rehabilitación.
Toda esa clínica funciona para ayudarte a mejorar. Eso es bueno, pero también violento. Pasé de estar todo el tiempo rodeado por mi familia o mi comunidad a trabajar el día entero, rodeado de desconocidos. Y no estaba al 100% de mis capacidades psicológicas.
En un tiempo, Tuve un bajón potente, como que me metí para adentro. Tuve un período de bloqueo neurológico que afectó lo psíquico bien pesadamente. Me puse como básico, era incapaz de los matices por un tiempo largo. Tenía terapia psicológica todos los días a las nueve de la mañana. Me vestían, me lavaban los dientes y partía. Yo venía despertando, iba enfurecido. Pero al principio era el paciente controlado. Hasta que un día no aguanté más y mandé a la psicóloga a la punta del cerro: “¡cómo me dice “buenos días don Pablo” a las nueve de la mañana si estoy en pelotas aquí!, ¡usted tiene dos teorías todas cartulas y me las aplica sin saber lo que yo tengo!”. Y la psicóloga se jugó todas las cartas: “usted”, me dijo, “tiene miedo”. Y me cagó. Me salvó, me entregué como un niñito de pecho. Me diagnóstico y terapéuticamente lo hizo estupendo. Dejé de competir con ella y seguí la terapia.
Nunca estuve tranquilo hasta recuperarme, siempre iba un paso adelante, pensando en lo que iba a hacer a continuación. Eso me ayudó mucho, nunca me sentí bloqueado para el paso que venía. Pero acepté, hondamente, que estaba enfermo, Siempre tenía la expectativa de lo que venía a continuación: y ahora qué, cuando camine, cuando haga tal cosa. Siempre tuve mucha esperanza. Evidentemente, así me defendía de muchos miedos y sacaba fuerzas para luchar. Un día, en que todo este esquema se desarmó, en el medio de un gran ataque de pánico descubrí que eras el Señor quien lo hacía posible. Que Él era la fuente de todas mis esperanzas. Lo llamé desesperado, en el límite de mi resistencia; literalmente, sin poder ponerme de pie de puro miedo, y vino a besarme y a dejarme en paz. Como a Ignacio, muchas veces, uno sabe cuándo es Dios. Todo seguía igual, yo seguía paralizado, pero con Dios, estaba sin miedo y en paz. Me puse de pie y continué mis ejercicios de ese día.
Trabajé como una bestia por recuperarme. Luché sin parar, todos los días. Ocho horas diarias, sin parar. ¡Pero si mover un dedo me costaba una hora!, si es que podía.
Tuve que aprender a hacer todo de nuevo: moverme, caminar, hablar, subir y bajar escalas, sentarme frente al computador, usarlo.
Fue arduo y duro, en todo sentido. Un día me rebelé, porque todos iban a verme pidiéndome que les mostrara mis progresos. Me descargué con mi familia, los que más quiero, de la manera más brutal que hay. Ese día había aprendido a tomar un vaso de agua con mi brazo paralizado. Les dije “¿vienen a ver al mono de circo? Esto aprendió el mono, hoy día toma agua”. Tomé el vaso, hice todos los movimientos que había aprendido, pero en el momento de poner el vaso en la boca me lo eché encima. “¡El monito toma agua! ¡Tomen asiento, véanlo bien!”, les dije. Fue lo más cruel del mundo, pero estaba cargado de furia.
Con la ayuda de la terapia y mucho trabajo diario me fui desbloqueando y avanzando de una manera que según dicen es milagrosa. Logré ponerme de pie sin caerme, hablar, mantener la cabeza derecha, sentarme, pararme. Cuando me paré me cambió la vida, porque sentado en una silla de ruedas uno ve puros trastes, todo el día. Y la gente habla de ti, pero no contigo, se ponen en torno tuyo, y hablan: “que está bien, ¿cómo lo has visto? “. Nadie se dirige a un enfermo en silla de ruedas, porque es incómodo. Cuando me paré volví al mundo, tuve otra perspectiva, hablé con los adultos como adulto.
No olvido el día que caminé, más de un año después de comenzar la rehabilitación. El terapeuta me dijo: “hoy día vas a caminar, ¡párate!”. Entre 4 me ayudaron, y caminé 5 o 6 metros, con la ayuda de estos cuatro. Me demoré una hora y transpiré como Bustos en el triatlón.
Aprendí a leer en la clínica, con la misa de cada día. La fonoaudióloga era súper religiosa y se sintió motivada con enseñarme a leer la palabra de Dios. Fue muy importante porque me costaba leer y se me había olvidado celebrar misa, mezclaba las partes. Ella compró un libro, de la Liturgia Cotidiana y mi terapia fonoaudiológica fue celebrar misa. Yo celebraba misa seca, , con ella en la terapia, todos los días. Ella me enseñó a hablar, y mi Terapeuta Ocupacional me enseñó a recuperar el movimiento básico de las manos, también, pensando en que, alguna vez, debería volver a celebrar misa. Es decir, a abrir los dedos; poner las palmas hacia arriba, y las palmas hacia abajo.
A mi terapeuta ocupacional se le ocurrió que celebrara una misa en la clínica cuando pudiera ponerme de pie, como un hito de mi terapia. Fue una misa de Navidad, que celebré con ayuda de Eugenio Valenzuela SJ. Fue una misa con hawaianas, porque llorábamos todos de pura emoción. Yo casi no celebré, era incapaz de hablar. Dije “buenas tardes”, y vamos llorando. Fue catártico: cuando los otros pacientes y el personal me vieron parado, lloraban de emoción de ver al enfermo de pie y diciendo misa. Intenté predicar para dar las gracias. Fue muy lindo aprender a recuperarme con la misa.
También me dediqué todo lo que pude a acompañar a los pacientes que estaban en estado vegetal. Iba en mi silla de ruedas, los acompañaba, les hablaba. Era la única pega de cura que podía hacer en ese momento. Comencé un día que me desperté y me dije “compadre, eres cura. No eres simplemente un enfermo”. Fue bonito poder ser cura enfermo, haciendo pequeños servicios dentro de lo que podía.
La gran cosa de mi rehabilitación es que he recibido la enorme gracia de seguir progresando neurológicamente después de que me dieron de alta, cuando supuestamente ya había llegado al tope de mis capacidades de recuperación. Pero mis neuronas siguen haciendo conexiones nuevas todo el tiempo. No hay tope, por ahora, en la recuperación , yo lo noto, regularmente.
Me dijo el doctor “te doy seis meses de recuperación, después del accidente. Ahí se va a parar todo. Máximo, he escuchado dos años”. Y llevo seis. Pero eso es un milagro. Es obvio , nunca he dejado de aprender, cosas nuevas. Y sigo: los cierres eclaires y eso son avances. Hasta ahora, todo lo que he necesitado, lo he podido aprender. Ya no tengo ninguna terapia obligatoria, sino que practico movimientos según me hacen falta. Ése fue el convenio cuando salí de la clínica: que la vida exija lo suyo, y yo lo aprendo. Ahora estoy dedicado al computador. He recuperado tres dedos de la mano paralizada para escribir a máquina. Este año mi objetivo es escribir con los cinco dedos de la mano izquierda.
Uno de los doctores de la clínica de recuperación me dice que yo soy un milagrito. Un día llegó con todos los exámenes a mi pieza y me dijo: “mire don Pablo, yo veo estos scanner y digo este señor o está muerto o vegetal, y usted puede mover sus piernas. Esto es un milagro, hagamos la misa, dejémonos de leseras”. Me dijo, varias veces, que era un descrédito para su clínica, porque me sanaba solo. Todos los pasos grandes siempre fueron milagros. El primer día que pude enjuagarme el pelo con las dos manos en la ducha me reía solo, ¡si es que llevaba años sin poder hacerlo! Antes me peinaba y de un lado siempre me seguía saliendo shampoo.
En este proceso de recuperación la Compañía de Jesús me ha apoyado de manera muy importante. La Compañía fue mi apoyo y mi servidora, mi silla de ruedas y mis muletas. En una palabra: una gran compañía. Me visitaron todos, yo creo. El apoyo que yo recibí en concreto de cada jesuita que me fue a ver a la clínica y las palabras de apoyo que recibí, eso no lo olvido.
Eugenio Valenzuela SJ, antes de ser provincial, tuvo la responsabilidad y la carga de acompañarme, especialmente de cerca. Él se convirtió en la Compañía para mí. Amigo muy querido, hermano, medio padre, y tres cuartos de enfermero. Me puse de pie con él, me bañé con él, y fui al baño con él por primera vez.
La Compañía en él ha sido de una presencia notable. Con él pude hablar de la muerte, él me contó todo lo que pasó cuando estuve en coma y al borde de morir. Quedé aterrorizado y me llegué a preguntar en qué Dios creía, si tenía tanto miedo de morir. Al fin llegó la paz y empecé a entender mi terror.
Eugenio fue además mi interlocutor con los médicos. Estuvo al tanto de todo y previó cómo ir reaccionando a las nuevas indicaciones que iban dando. Y el colgó con la peor parte. Eugenio me iba a ver todos los días, en momentos claves. Me llevaba al baño todos los días, y yo lo esperaba. Porque ir al baño con una enfermera que está en la puerta diciendo “apúrese” es dramático. Ir al baño con un compañero que te espera, que te cuida, te cambia la vida. Son cosas básicas pero que son clave para vivir la vida en paz. El Eugenio almorzaba conmigo, si no yo hubiese almorzado solo todos los días. Por meses, muchos meses. Me llevaba al baño después, me cuidaba la siesta. Y me llevaba después al gimnasio. Es la diferencia entre estar solo y acompañado. Bueno, esa es la Compañía para mí, bien concretito. Y acompañando además a mi familia. Fueron desde ese momento una gran cosa, porque mis papás y hermanas se apegaron a la Compañía como nunca antes. Ahora se sienten parte de la Compañía, y lo son. Mi madre tiene en su casa fotos en que salimos con Eugenio donde, incluso, él se ve más que yo. En su corazón lo adoptó como su hijo. Yo ya no puedo separar, en mi corazón, a mi familia y la Compañía.
Eugenio se dio cuenta que la partida de la clínica sería paulatina y me organizó una serie de visitas al Noviciado en Melipilla. Al salir de la clínica me di cuenta de que allá estaba completamente protegido, y que estos días fuera me enseñaron a ser autovalente, en las circunstancias de una casa normal. Sin esto mi recuperación se hubiera demorado mucho más. Y así, avanzando de a poquito, pude llegar al día en que me dieron de alta.
EL VIEJO, EL NUEVO
El día del alta fue el día que caminé. Nunca lo olvidaré, me puse de pie con el desafío de avanzar cinco metros que me había puesto el doctor prometiéndome que si lo hacía me daba el alta de inmediato. Pero un enfermero iba delante de mí con un rollo que se le cayó en mis pies. Tuve que saltarlo, bueno saltarlo para mí, era nada más que levantar una pata y pasarlo por arriba, pero era una prueba máxima. Dije “lo paso, como sea”. Porque si me caía no me daban el alta.
Y el doctor cumplió su promesa, me dio el alta una semana antes de lo pactado. Llamó Eugenio y le dijo “se va”, y yo lo escuchaba gritando por el teléfono “¡pero si no hay ni cama, no tenemos nada preparado!”. Yo no podía creer que pasaba la puerta de esa clínica caminando, no en silla de ruedas, y me iba. Volver a mi casa fue una experiencia maravillosa. Dormir en cama de hospital, pero en mi casa. Tener comunidad, decir misa, cosas de Jesuita.
Los jesuitas me trataron como un hermano menor. Me iban a ver todos los días. Estuve otro año largo viviendo en la enfermería de la Compañía, donde llegaba en las tardes después de un día de trabajo de recuperación en los Coihues. Pero pertenecía a una comunidad, tenía un superior y vida de jesuita.
Fue muy bonito ser parte de una comunidad de enfermos, donde yo era uno más. Todos tenían dificultades, y si a mí se me caía el vaso de agua en la mesa nadie se complicaba. Yo no era el joven, era el menor. Hice mi vida común y corriente, la casa estaba abierta para mí, venían visitas, celebraba mi cumpleaños. Me hicieron una pieza llena de manillas para afirmarme, fueron súper delicados. Y las enfermeras se pasaron.
Arturo Gaete SJ fue capital. Se metió en mi enfermedad a propósito. Preguntaba todos los días lo que había hecho y lo que faltaba para rehabilitarme, estaba siempre atento. Me daba todos los días la comunión a la misma hora.
Cuando ya pude celebré bautizos en la capilla de la enfermería. Y empecé a confesar en la misa de las 11:30. Me dieron un confesionario y ahí me instalaba, con la cabeza llena de vendas. La gente de la misa me acogió muy bien, había un señor que me cuidaba toda la misa porque una vez me caí del confesionario y quedó muy impactado. Después se quedaba cerca y atento a ayudarme. Gente santa se confesaba conmigo, y otros me cuidaban, cuando terminaba la misa me llevaban del brazo a la enfermería de vuelta.
Así poco a poco empecé a sentirme mejor y aprendí a caminar bien, porque una cosa es caminar cinco metros en la clínica y otra por los pasillos de la enfermería, que están llenos de ventanas. Yo pensaba en los pilares de madera: dónde afirmarme si me caía.
Luego de dos años viviendo ahí el Provincial, Guillermo Baranda SJ, vio que era necesario cambiarme a una comunidad de trabajo para dejar de ser enfermo. Me destinaron de vuelta al Bellarmino, una comunidad que estuvo muy dispuesta a acogerme. Renato Poblete SJ me cuidó muchísimo.
El Provincial se encargó de saber muy bien qué podía hacer y qué no, para asignarme nuevamente tareas. Le agradeceré toda la vida que me haya enviado a hacer la misa del domingo en la tarde en el Santuario del Padre Hurtado. Un apostolado que yo había sugerido a insinuación de José Arenas, s.j.; porque ha sido una comunidad maravillosa, en donde he vuelto a aprender a celebrar la Eucaristía.
Esa es una misa de gente sencilla, mucha gente que va a pagar mandas y a pedir que el padre Hurtado interceda por sus enfermedades y dolores. Yo tengo que estar ahí, tengo que pagar mi deuda, porque el padre Hurtado intercedió por mí y estoy vivo. Yo soy un milagro del padre Hurtado, lo tengo clarísimo. Como me dijo un viejo una vez, en silla de ruedas, “padre usted es de los nuestros, usted sabe lo que se siente”. Eso fue en la época en que estaba peor. Al principio celebraba la misa afirmado al altar con rodillas y manos, porque si no me caía y celebraba la misa con una sola mano. Había una servidora del Santuario que estaba siempre atenta y cerca por si me caía, en toda la misa. Yo no me daba cuenta pero estaba rodeado de angelitos que me protegían.
Es una misa muy importante para mí, porque es con muchos enfermos, con los que son como yo era. Los que aguantaron todos mis errores: que hablara rápido, que leyera mal, que celebrara con una sola mano, que miraba para un puro lado. Y fueron fieles, la misma gente me ha acompañado por siete años. Son el símbolo de la fidelidad.
Yo quería trabajar, porque ya podía. Entonces retomamos lo que yo había dejado inconcluso con el accidente, que era volver a la Alberto Hurtado. Comencé a trabajar en el Centro de Ética, que es muy flexible, entonces fui buscando mi pega poco a poco. Tuve la oportunidad de estudiar ética como nunca antes y junto con eso fui profesor de moral en la Católica, fue una gran combinación de la cual aún disfruto: tengo preparadas clases como nunca antes.
Me nombraron contralor de la biblioteca de la universidad. Y trabajé un poco en la pastoral de alumnos y de funcionarios. Fui el capellán de los funcionarios de la universidad, una pega realmente linda. Los funcionarios me cuidaban y me acogieron mucho. Al principio me cuidaban hasta caminando por los pasillos, me hicieron un poco hijo. Empecé a hacer algunas misas en la capilla de la universidad.
De repente empecé a sentir que ya había cerrado un ciclo en la universidad, que ya podía tener un trabajo más dedicado plenamente a lo apostólico. Entonces el Provincial, que ahora era Eugenio, vio con buenos ojos la posibilidad de un trabajo apostólico 100% y me mandó a este portento apostólico que es este colegio (San Ignacio El Bosque), en donde lo apostólico no para desde que te despiertas hasta que te acuestas.
Y ha sido muy bueno, porque aquí me he podido desplegar apostólicamente a mil. Acá soy el capellán de los profesores, de los administrativos y los auxiliares de servicio. Y tengo unas capellanías de alumnos también.
Voy casi todos los meses con grupos de profesores, por un fin de semana, a ejercicios espirituales. Ya han ido como 50 profesores, en estos 2 años. Ha sido muy bonito, porque le vas tocando el corazón al colegio entero. Le tocas la vida a personas, he compartido profundamente con ellos. Por eso a veces llego a la casa y tengo un queque de regalo, regalos de Navidad, que me llegan de puro cariño, con una tarjeta linda.
Y también trabajo bastante con los apoderados, sobre todo los ejercicios espirituales en la vida diaria, y cosas que van saliendo junto con eso como unos cursos de moral con papás, que doy en las tardes algunos días. También acompaño dos comunidades. Tengo todas las tardes ocupadas, y los fines de semana también con matrimonios y bautizos. A la Universidad Católica voy a hacer clases dos mañanas a la semana.
Me hacía falta el cambio, desplegarme en lo ministerial, porque tenía muchas ganas y porque las limitaciones físicas de la enfermedad afectaban eso principalmente. Yo no podía hablar, mover los brazos, puras cosas que necesitas para ser cura. Entonces era justo dar este paso cuando podía hacerse.
Toda la experiencia de la enfermedad me ha permitido conocer una nueva dimensión del ser sacerdote. Lo primero que uno aprende es a conocerse uno mismo de nuevo. De un día para otro, vuelves a ser niño. Dependes de todo y de todos, todo es inseguro, todo es agresivo.
Aprendí que no podía solo. Pero también aprendí que había que tirarse no más, atreverse. Me di cuenta de que podía empezar a correr algunos riesgos, aunque fueran muy controlados. Por ejemplo, que para hacer una misa tenía que tener una silla al lado, por si no podía mantenerme pie. Con cada avance se abrió una puerta, y seguí caminando por ahí.
El gran cambio de mi vida fue descubrir que antes tenía fe en un Dios que no existía. Que era una cosa media inventada por mí, súper manejable y previsible. Pero que no creía, en verdad, en el Dios de Jesús, que es completamente imprevisible, mucho más poderoso, más cercano y más real. Eso lo conocí en la clínica. Porque algunas veces le rogué con todas mis fuerzas que me ayudara, y me ayudó.
Tuve un período fuerte de ataques de angustia, en que sorpresivamente me quedaba paralizado. Hasta le tomé el tiempo a Dios, para ver cuánto se demoraba en llegar a ayudarme. Nunca fue más de un minuto y medio. Estaba aferrado a una silla, sin atreverme a pararme, y pedía Señor por favor, sácame de aquí. En un minuto estaba en paz.
Tuve que terminar por creer que Dios está vivo, y que está cerca. Incluso, un día, casi diría que lo sentí físicamente. Era como algo muy suave que pasaba por ahí, me dejaba un beso y se iba a buscar a otro a quien consolar. Yo quedé completamente pacífico. Típicas cosas de Dios: no ha cambiado nada, pero ha cambiado todo. Yo estaba igualmente enfermo, pero estaba tranquilo, y podía seguir trabajando para recuperarme.
Este es el gran cambio de mi vida: yo experimenté que Dios está vivo, y que sana enfermos, no sólo a mí. Por eso ahora me dedico a anunciar que Dios está vivo y es poderoso. Me atrevo a decirlo porque lo he experimentado. La misa del domingo en el Santuario del Padre Hurtado es sólo eso. Ha sido un tesoro la oportunidad de estar ahí, en el lugar indicado, con la experiencia indicada. He aprendido a predicarle a la gente cosas que son de verdad, que son experiencias, y no el rollo intelectual. Después me demoro una hora entre el altar y la salida, bendiciendo niños, guagüitas, enfermitos, delincuentes. Yo creo firmemente que Dios les ayuda y los quiere.
Gracias es la palabra más clave para mí hoy, y lo digo en verdad, a mucha gente. Miro para atrás y tengo un antes y un después. Yo me hablo a mí mismo, al viejo y al nuevo. El viejo tenía cosas buenas pero era muy ingenuo. El nuevo no tiene nada de ingenuo, tiene muchas cosas nuevas, pero es un agradecido, porque sabe que todo lo que hace lo ha recibido de regalo, y aquí no hay ningún lugar común. Yo no lo digo de la boca para afuera. Yo camino gracias a Dios, hablo gracias a Dios, vivo gracias a Dios. Y es literal, no es palabra bonita. Sé que podría estar muerto, que pienso, trabajo, muevo las manos y hablo gracias a Dios.
El nuevo se dedica a eso, tiene esa pega nueva. Yo antes le tenía mucho miedo a la enfermedad y a la muerte. Ahora me dedico a acompañar eso, ésa es mi pega. No es que me gusten la enfermedad y la muerte, pero tengo sensibilidad para eso, lo conozco.
El nuevo se siente forzado a hablar del Evangelio. Y a no pintarse ningún mono, a ser lo más fiel que pueda a la lectura del Evangelio.
Yo recibí un regalo que tengo que compartir: que se puede volver a vivir. Ese es el Evangelio vivido, que yo puedo decirlo con mis palabras. Con viejitos, enfermos, con gente joven, con quien sea tengo que compartir eso. Y ya que me tocó, lo comparto con mucho gusto, porque veo cómo cambian las caritas. Gente apesadumbrada que deja de estarlo, gente con miedo a la que le brillan los ojos.
Como le decía a un enfermo hace unos días atrás, “la vida es mucho más fuerte de lo que uno cree, no se deja vencer por cualquier enfermedad, no te dejes vencer tú”. Eso no lo digo de la boca para afuera, puedo hacerme hermano del que está enfermo.
A los Novicios les dije una vez que los fui a ver, recién recuperado: la Compañía se la juega por ti, y se puede confiar en la compañía: por eso vale la pena ser jesuita. Si tienes vocación y tienes dudas de ser jesuita, confía en la Compañía que da la vida por ti, nunca te deja botado. Yo soy testigo vivo de eso.