Pablo Peña SJ: Vivir para transparentar a Dios
LAS CAPAS DE LA TIERRA Y LAS DEL ALMA
Provengo de una familia de clase media esforzada. Vivía con mi papá, mi mamá y cinco hermanos (4 mujeres y dos hombres, siendo yo el quinto) en una casa en la calle Lorelei, en la comuna de La Reina. Teníamos una dinámica familiar muy normal.
Mi padre trabajó en varias cosas. En el último tiempo trabajó en una firma publicitaria. Él era vendedor. También muy aficionado al deporte, el cual practicó mucho de joven hasta que se casó. Nos heredó su gusto por practicar deporte. Mi madre también trabajaba. Con sus hermanas tenían un taller de costura. Cuando niño me parecía que mi madre hacía magia cuando un pedazo de tela se transformaba en un abrigo o en un vestido. Ella era católica tradicional, iba a la misa los domingos y siempre me quería llevar, pero yo era reacio, iba a regañadientes. Mi padre no se declaraba creyente, aunque era un hombre de buenos valores. El tema religioso provocó tensiones en nuestra historia familiar.
Estuve en dos escuelas básicas, hasta que entré en quinto básico al colegio La Salle, que recuerdo con mucho cariño y que estaba cerca de mi casa. Es un colegio religioso, guiado por los hermanos de las escuelas cristianas, sin embargo no recuerdo que me haya marcado particularmente en lo religioso, al menos desde un punto de vista formal. Pero sí me entregó valores y el deseo de buscar una vida entregada y generosa.
Lo que más me gustó del colegio fue el movimiento Scout , al que entré cuando recién había llegado en quinto básico y en el que permanecí hasta casi terminar mi educación en cuarto medio. Fue una experiencia muy bonita. Creo que fue en esta actividad donde comencé a experimentar a Dios más cercanamente: en los campamentos, en la naturaleza, con mis compañeros, etc. Esa vida aventurera junto con la experiencia fraternal se instalaron en mi vida. Ahí Dios fue ocupando un lugar.
Como alumno era aplicado, me iba bien y era comprometido con el colegio. Era tranquilo, yo diría que era algo fome o mejor dicho tímido, torpe en las relaciones con otros. No me consideraba líder, pero parece que los demás si me veían así, porque varias veces me pidieron que asumiera responsabilidades importantes. Por ejemplo, presidente de curso o que fuera presidente del centro de alumnos. Este último la verdad me dio susto y no acepté el cargo, prefería tener otros de menor responsabilidad. En el movimiento Scout también fui jefe de patrulla, pero en realidad yo nunca me sentí a gusto con los cargos de liderazgo. Yo creo que eso se mantiene hasta hoy día, no obstante el cargo que tengo ahora en la Compañía de Jesús.
Tenía un buen grupo de amigos con el que lo pasábamos muy bien. La vida en esa época, tal como la recuerdo, era diferente, hoy día los estudiantes están sometidos a mucha exigencia y presión. Yo más bien recuerdo que pasaba mucho tiempo en el colegio después de las actividades académicas. En las tardes nos juntábamos con los compañeros a jugar a la pelota, o las actividades scouts. Me gustaba ir al colegio, era un lugar de encuentro con compañeros. También teníamos otros espacios de encuentro como las fiestas. Me gustaban, a pesar de que no salía mucho, probablemente por mi timidez.
Del colegio más que el carrete, recuerdo con cariño el grupo de amigos. No andábamos en busca de una movida cada fin de semana, sino que nos gustaba juntarnos. A veces salíamos por ahí, otras veces nos quedábamos en alguna de nuestras casas. Soñábamos juntos, nos proyectábamos hacia el futuro, mirábamos la sociedad. Vivíamos una época difícil en Chile. Teníamos discusiones sobre lo que sucedía y qué podíamos hacer nosotros. Éramos idealistas.
Mi primer pololeo fue también en este período, en tercero medio, con una niña del colegio contiguo al nuestro, el Santa Teresa. Aun recuerdo el día que le pedí pololeo, estaba muerto de miedo. Los pololeos que tuve en general fueron muy bonitos, en el colegio y la universidad. También me hicieron sufrir.
Fue en este tiempo también cuando surge la inquietud religiosa, en el sentido de un llamado particular del Señor. Había algunos hermanos de la congregación que me llamaban la atención por su alegría y entrega. Me atrajo esa posibilidad de consagrarme y me acerqué tímidamente a ella, la miré, pero no me entusiasmó mayormente. Yo ya me estaba perfilando en el área científica y pensaba que lo mío era la ingeniería.
A raíz de la experiencia Scout se desarrolló en mí una veta importante de interés por la aventura. A los 15 años me fui con unos amigos a recorrer Chile, de mochilero. Ahora lo encuentro una locura, pero eran otros tiempos.
Quizás este mismo interés aventurero me llevó a inscribirme para obtener una beca de intercambio escolar (AFS).Yo creo que ni siquiera me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Pero luego de un proceso muy largo de selección y en el que yo siempre estuve convencido de que no iba a resultar, finalmente me gané la beca. Esto significó que estuve un año entero viviendo en Estados Unidos, El último año de colegio lo hice allá. Me entusiasme con la posibilidad de conocer otra cultura, otros lugares, gente diferente. El día que supe que me iba casi me caí de espaldas y mi familia también. Mi deseo se hizo realidad, pero el costo de este viaje fue no poder terminar el colegio con mis compañeros de curso.
Los caminos de Dios son especiales. Yo me fui buscando conocer un estilo de vida diferente, y también con ese oculto deseo de tener una vida más “desatada”, sin embargo llegué a vivir con una familia donde el papá era Pastor protestante. Viví en un contexto familiar bastante religioso y tradicional, en un barrio muy acogedor y tranquilo. Era un suburbio de la ciudad de Cincinnati en Ohio. Durante ese año forjamos una linda relación con mis “padres” de allá. Conversábamos y compartíamos mucho.
Asistí a una escuela pública mixta (esto significa de blancos y negros). Yo era bastante centro de mesa, porque era el único latino, del sur, un país lejano que mis compañeros no sabían si era parte de México o qué. Fueron muy acogedores. Al llegar sólo sabía el inglés aprendido en el colegio, es decir muy poco. Nos comunicábamos escasamente y las señas fueron muy útiles. Pero aprendí rápido, con el interés y las ganas.
Ahora me doy cuenta de que Dios me estaba señalando el camino a partir de esa experiencia. Varias veces Jim, mi papá, me preguntó si tenía inquietud vocacional. A los 18 años la vocación no era un tema para mí. Él veía algo en mí y me decía algunas cosas, pero yo no enganchaba con eso. Sin embargo asistía frecuentemente a sus servicios religiosos y compartía con la gente de su Iglesia.
La experiencia de Estados Unidos fue muy importante para mí. Por un lado el contacto con esta familia que me acogió con tanto cariño me marcó bastante, pero además creo que fortaleció mi espíritu de búsqueda y me hizo conciente de que si me empeñaba, las cosas podían resultar. Que podía arriesgarme e ir más allá.
Luego de todo un año fuera, el regreso fue un aterrizaje algo forzoso. Allá me involucré mucho con mis compañeros del colegio y me anduve enamorando de una niña también. No me preparé para readaptarme en mi propio país. No hice el cálculo de lo que significaba matricularse con otra cultura y después volver a la propia, con criterios algo cambiados. En esto agradezco mucho a mi familia y el colegio, que me acogieron y fueron pacientes conmigo a mi regreso.
Llegué un poco agringado. Para ir al colegio usaba chaquetón verde tipo militar y andaba algo desarreglado, con una pinta como de rebelde. Era mi manera de criticar el sistema escolar. En el colegio perfectamente me podrían haber llamado la atención, pero me aguantaron la facha y las críticas. Ligerito eso sí, yo mismo me fui dando cuenta de lo desubicado que estaba.
A mi regreso me concentré en preparar la Prueba de Aptitud. Llegó el momento de salir del colegio y la pregunta sobre qué hacer en el futuro. Me enfoqué en lo que me interesaba, las matemáticas y la ciencia. Quería entrar a ingeniería civil en la Universidad de Chile, y lo logré. Pero creo que la elección de la carrera no fue muy discernida.
En forma paralela a esto se fue desarrollando otro ámbito, que poco a poco se fue convirtiendo en el más importante en mi vida: la sensibilidad social y el servicio a otros. Esta sensibilidad se desplegó especialmente a raíz del grupo de preparación a la confirmación que formamos en tercero medio, donde buscábamos concretar los valores con los que queríamos vivir. Comenzó a surgir un compromiso más fuerte con los más necesitados, que a la larga tuvo mucho que ver con mi decisión de entrar a la Compañía.
Ya durante el primer año, yo sentía que la carrera que estaba estudiando no necesariamente se vinculaba a mi deseo de servir y ayudar. Comencé a vivir estos dos ámbitos de la vida en forma paralela. Por un lado me preparaba profesionalmente y sentía que tenía que tener una carrera con la cual ganarme la vida. Y por otro estaba mi actividad social, más vinculada al ámbito de la fe.
Eran como dos caminos que no se cruzaban. Yo me daba cuenta, pero esto no me produjo conflicto en los primeros años. De hecho, yo diría que el primer año disfruté mucho los estudios.
Pero al segundo año ya la carrera empezó a perder su atractivo. Creo que me empecé a apestar con las matemáticas. Era mucho número y todo muy cuadrado. Veía que mi trabajo apostólico me daba tanto gusto y tenía un sentido más hondo que no me encontraba en la carrera.
La actividad apostólica la hacía con mi grupo de confirmación, que mantuvimos como comunidad luego de salir del colegio. Éramos cerca de 20 los que nos juntábamos y seguíamos tratando de mejorar el mundo.
Y en este deseo de mejorar el mundo, nos involucramos con unas actividades sociales. Una en concreto fue comenzar a ayudar a un hogar que estaba en muy malas condiciones, un hogar informal. Y eso me empezó a seducir, diría yo. Fue muy bonito, porque era como concretar estos anhelos de servicio y entrega que habían estado merodeando hace mucho tiempo.
Nos empezamos a comprometer cada vez más, y a la vez comenzó la deserción de algunos de la comunidad que querían darle más prioridad a otros temas: estudios, pololeos, etc. El grupo entonces se fue achicando, hasta llegar a ser 3 o 4. Hacíamos todo lo que podíamos; había todas las necesidades del mundo: los niños estaban desnutridos, con poca atención de salud, hacinados en una casa en muy mal estado. Cualquier ayuda era buena.Conseguíamos alimentos, les mejoramos un poquito la infraestructura, los llevábamos al médico y compartíamos con ellos. Y en este lugar había desde guaguas de meses hasta niños de 18 o 19 años, mixto. Osea, en este hogar pasaba de todo. Serían 20 a 25 niños.
Ya en segundo año de universidad entró en crisis el tema de la ingeniería. Perdió el sentido la carrera, porque no me proyectaba como ingeniero. Creo que comenzó la necesidad de algo más humanista. Tenía algunos compañeros que habían entrado al plan común de ingeniería para luego pasar a geología. Así conocí esa carrera y me entusiasmé porque tenía que ver con la tierra, con la naturaleza, era una carrera de más aventura y menos oficina. Me cambié a geología, y realmente me gustó la carrera, es muy bonita.
Un día fuimos a pedir ayuda a la Fundación Alemana para el Desarrollo para hacer mejoras en el hogar. Nos recibió un sacerdote alemán que nos hizo algunas preguntas. Yo le conté que estaba estudiando geología. Al final de la conversación, el sacerdote me dijo “tú, en vez de estudiar las capas de la tierra, deberías estudiar las capas del alma”. Todavía recuerdo esa frase. Yo pensaba que era obvio que este sacerdote, como me veía haciendo esta actividad social me mirara con ojos de “este serviría para cura”. Pero en ese momento yo no tenía ninguna intención de cuestionarme más allá la posibilidad de una vida consagrada.
El trabajo en el hogar se fue ahondando cada vez más, nos fue pidiendo cada vez más. No era algo que yo proyectara con ellos, sino que ellos de alguna manera me fueron demandando a mí. Y de alguna manera, yo fui dócil y fui respondiendo. Y yo sentía que eso le daba mucho sentido a mi vida. Tener la posibilidad de ayudar a otros, no solamente a otros que no tienen o que tienen menos, sino que también la posibilidad de compartir la vida desde esa perspectiva.
Llegó el momento en que el próximo paso en este hogar era sacarlos de donde estaban y ponerlos en un lugar más decente. La pregunta fue ¿quién se hace cargo? Con Jorge dijimos “nosotros nos hacemos cargo”. Ahí comenzó otra etapa.
“NOS LANZAMOS, NO MÁS”
Esta nueva etapa marcó de manera fundamental mi vida. Yo tenía unos 21 años. Llevaba dos años en la universidad. Comenzó un proceso delicado pero muy vital donde, por un lado nosotros habíamos decidido hacernos cargo de este hogar y teníamos que comunicarlo a nuestras familias, y por otro lado era necesario buscar los recursos para hacer posible nuestro deseo. Teníamos la certeza de que los niños no debían seguir donde estaban, queríamos que los niños tuvieran un lugar adecuado donde no estuviesen hacinados, y tuviesen mejores cuidados que los que podía darles la señora que en ese momento estaba a cargo. Ellos no nos pidieron nada. La iniciativa fue nuestra. El gobierno en ese entonces no podía hacer nada, las instituciones de gobierno estaban relativamente colapsadas y había mucha necesidad en el país en ese tiempo.
Pretendíamos darles lo básico: techo, abrigo, comida, salud y educación. Pero esto significaba comprometernos directamente en el proyecto: era necesario irnos a vivir con ellos. Esta decisión que salió sin complicaciones. Nos parecía evidente que teníamos que dar ese paso.
No me significó un mayor cuestionamiento, ni sentir “esto es mucha responsabilidad, somos muy jóvenes”, nada de eso. Vimos la necesidad y respondimos con una generosidad que hoy en día me sorprende. Quizás también con algo de inconciencia de lo que significaba asumir una tarea de esta envergadura.
De nuestras familias y amigos nos llegaron alabanzas y también muchas críticas de quienes consideraban que no estábamos en condiciones de asumir un proyecto como ése. Pero nosotros estábamos convencidos de que esto era lo necesario, y no teníamos mayores pretensiones que darles a estos niños lo mínimo para vivir con dignidad. Así que nos lanzamos, no más.
Comenzamos una campaña con todos los familiares y en la universidad para conseguir recursos: el dinero, los alimentos y otras cosas que necesitábamos. Hasta que logramos reunir el dinero suficiente y encontramos una casa para arrendar, que curiosamente se ubicaba en Esperanza esquina Huérfanos. Coincidencias de la vida. Ahí nació el Hogar Esperanza.
Y llegó el día de cambiarnos. Partimos con maletas, todas las cosas de los niños, y nosotros con ellos. Yo recuerdo que esa noche, al revés de lo que habría imaginado, fue una noche que la dormí con una paz interior tremenda. La recuerdo como una experiencia muy honda. Ahora leo esa paz que sentí como una confirmación de parte de Dios de ese camino que estábamos haciendo sin saber a donde nos conduciría.
En el primer tiempo la tarea nuestra en el hogar era asegurar que los niños recibieran lo necesario. No estábamos sólo nosotros dos con estos 20 niños, la señora que los cuidaba se fue con nosotros y poco tiempo después nos fueron a ayudar algunos de los familiares de los niños. Yo creo que en la primera etapa llegamos a ser cerca de 45 personas en la casa. El menor de los niños tendría un año y los mayores alrededor de 20 años.
Ahí empieza un camino, y hubo un giro fuerte en mi vida. Seguía con mis estudios, la carrera me gustaba. Igualmente no había mucha conexión entre el estudio y esta labor de servicio, excepto que yo empecé a compartir esta experiencia entre mis compañeros de curso y ellos comenzaron a ayudarme. Hacíamos campañas para conseguir alimentos y algunos llegaban a visitar el hogar.
Cuando nos lanzamos a esto no sabíamos con exactitud todo lo que iba a implicar en tareas y tiempo. En un primer momento el objetivo era administrar el hogar y proveer lo básico. Con Jorge nos dividimos las tareas y Jorge asumió el rol de papá, porque no podíamos tener dos padres. A él le decían papá, y yo asumí un rol más administrativo, de pagar las cuentas y la cosa funcional. La señora seguía siendo la mamá y ciertamente ella marcaba la dinámica de la casa. Ella los cuidaba, lo que nos dejaba tiempo para hacer nuestras cosas, ir a la universidad y estudiar.
La verdad no sé cómo lo hacía, pero el tiempo me alcanzaba y no recuerdo haber estado especialmente agotado, si bien era mucho trabajo y las condiciones no eran las mejores. Dormíamos en una pieza más o menos chica con Jorge, y además teníamos guardadas ahí un montón de cosas. Es decir nuestra pieza era como una especie de bodega de comida y de otras cosas que necesitábamos tener controladas.
Los estudios se fueron poniendo más exigentes. Mi tiempo en ese entonces se dividía entre la universidad y el hogar, principalmente. Había poco espacio para otras cosas porque el hogar me consumía casi todo el tiempo que me quedaba libre. Veía a mis amigos del colegio en el hogar, especialmente a los que seguían como voluntarios. En ese período no recuerdo haber ido a fiestas, una que otra no más, pero casi nada. Mi compromiso era con los niños, estar el fin de semana con ellos. Recuerdo ir mucho a hospitales con ellos, cuidarlos en sus enfermedades, había que darles remedios. Los niños pasaron a ocupar casi todo el tiempo que me dejaba la universidad.
La necesidad era mucha y siempre había algo que hacer. Los voluntarios y toda la gente que nos ayudaba eran fundamentales. También los llevábamos de paseo y de vacaciones en el verano. Nos conseguíamos con unas monjitas unas cabañas en la playa, donde los llevábamos por grupos.
Para mi fue de una consolación tremenda todo el proceso que fueron viviendo los niños al acceder a una vida más digna. Pasando por el hecho de que los niños, por ejemplo, no estaban acostumbrados a las cuatro comidas diarias, entonces el estómago no les resistía. Pero con una ansiedad brutal, tú les ponías el plato y se lo tragaban todo. No se medían. Y eso paulatinamente se fue ordenando, y luego los niños ya podían comer con más tranquilidad. Tenían más seguridad de que iban a temer su alimentación regular.
En el plano afectivo pasaba algo similar. Al principio tú ibas y se te pegaban como lapas, te abrazaban con una necesidad de afecto tremenda. Y eso con el tiempo también fue cediendo: cuando uno llegaba ellos saludaban sin tirarse encima. Pero eso fue un proceso de varios años.
Para nosotros con Jorge, no obstante que era de mucho desgaste de energías, nos producía mucha consolación, nos mantenía siempre animados. Problemas tuvimos muchos, en todo el primer tiempo. Podría escribir un libro sobre eso. Aprendimos mucho, no teníamos idea de hacernos cargo de niños.
Vivimos situaciones muy duras. Una vez, por ejemplo, nos dimos cuenta de que algunos de los niños más grandes tenían muy malas costumbres y que no era posible que siguieran en el Hogar, teníamos que sacarlos rápidamente porque ponían en riesgo a los otros niños. No sabíamos cómo avisarles sin que se pusieran violentos, y no teníamos idea de cómo iban a reaccionar. Incluso tuvimos que avisar a carabineros por si la situación se ponía difícil. Gracias a Dios no hubo una reacción violenta, pero fue terrible de todos modos. Ellos reaccionaron con mucha pena, lo vivieron como un rechazo de parte nuestra, y de algún modo lo era. Se lo transmitieron a todo el grupo. Más encima ese día llovía mucho. Cuando se fueron, en medio de la lluvia, se generó una situación muy difícil dentro del hogar, hubo un ataque de llanto generalizado. No sabíamos cómo manejarlo. Los más grandes comenzaron a romper los vidrios de las ventanas en una reacción de rabia. Yo no sabía que hacer, me encerré en la pieza esperando que todo pasara. De alguna manera entendíamos su rabia, habían vivido con ellos por muchos años. Este hecho nos llevó a darnos cuenta de que con lo que estábamos haciendo no era suficiente. Teníamos que hacer algo más: proveer un ambiente más adecuado para los niños, más sano y seguro. Es notable como el Señor nos iba llamando en los acontecimientos que ocurrían. No recuerdo haberme cuestionado qué iba a hacer en tres o cuatro años más.
DAR LA VIDA POR COMPLETO
A pesar de que los dos con Jorge éramos creyentes, no vivimos todo esto de una manera muy vinculada a la Iglesia. Para nosotros era más bien como una acción social de solidaridad con los que tienen menos, aunque a veces rezábamos juntos o leíamos el Evangelio. Especialmente en los momentos de dificultad, la oración era una fuerza para nosotros.
En las conversas con Jorge, tratando de visualizar para dónde iba esto, me acuerdo que le decía que ahí, en el hogar, yo le estaba encontrando un sentido más pleno a la vida. Entonces le dije “yo creo que me dedico por completo a esto, o me hago cura”. Con poca conciencia de lo que estaba diciendo, pero asociaba la vida de sacerdote, de congregación, a una entrega radical. Y eso era lo que a mí me estaba entusiasmando en ese entonces. Y yo veía que el trabajo con los niños era una entrega radical, y yo quería dar mi vida por completo.
No me cuestioné el hecho de dejar la carrera, sino que no sabía cómo vincularla con este trabajo que me entusiasmaba tanto. Nunca dejé de mirar la profesión como una cosa secundaria. No obstante que me gustaba la geología, no proyectaba por ahí mi sentido de la vida ni mi realización como persona.
Ir descubriendo esto fue un proceso, no se dio de un día para otro. En el intertanto nos habíamos cambiado de casa después de pasar un año en Huérfanos con Esperanza. Nos instalamos de manera más definitiva en Santa Ana de Chena, que en ese entonces estaba en la comuna de Padre Hurtado, actualmente corresponde a Maipú.
Hubo un hecho que sin duda me marcó, y me ayudó a ir identificando de mejor manera las mociones que había en mi interior. De vez en cuando iba a visitar a mi mamá y un día me encontré con un librito sobre el padre Hurtado. Le pregunté de quién era, me comentó que era de una tía. Yo no soy buen lector, pero algo había escuchado del padre Hurtado y quería conocer algo más de él. Me encantó. La figura de sacerdote que me mostró ese libro cambió la imagen que yo tenía del sacerdote.Para mí el sacerdote era el que hacía misa, se encargaba de una parroquia, el que hacía homilías, y a mí me espantaba eso. Me decía “¿podré ser cura? No, jamás, porque eso de instalarme adelante y hablarle a la gente, ¡no!, de eso yo no soy capaz”. Era en realidad una imagen muy pobre y reducida de lo que es ser sacerdote.
Y el padre Hurtado me abrió los horizontes. Esto de ver un sacerdote preocupado de las necesidades del país, de las necesidades sociales, preocupado por la dignidad de las personas, por la justicia. Le comenté este libro a mi hermana mayor, un día que fui a su casa, y parece que se lo dije con mucho entusiasmo, porque ella me preguntó “¿y a ti te gusta la idea de ser sacerdote?” Le dije “no sé, puede ser”. Y me dijo “tú has hecho algo para averiguarlo?” “no”. Y seguimos con la conversación. Pero esa pregunta me quedó dando vueltas. De ahí en adelante, comencé en forma más abierta a preguntarme por la posibilidad de una vocación sacerdotal. Esto fue en el segundo año viviendo en el hogar.
Creo que en mi proceso vocacional hay muchas cosas de carácter circunstancial. Dios se las arregló a través de las personas y situaciones que vivía para irme llamando.
Yo no tenía curas amigos, no sabía a quién preguntarle. No conocía la Compañía de Jesús. Un día fue al Hogar un religioso Barnabita, que era amigo de Jorge. Capté que él tenía que ver con el mundo sacerdotal y le comenté que estaba inquieto vocacionalmente. Me dio un abrazo bien bonito, acogiendo esta noticia. Le dije que tenía ganas de hablar con los jesuitas y le pregunté si me podía ayudar con eso.
¿Y por qué con los jesuitas, si no los conocía? Porque Jorge que estaba en la universidad católica conocía a varios estudiantes y me dijo “habla con los jesuitas porque son súper choros y simpáticos”. ¡Esa era toda la referencia que tenía de la Compañía de Jesús en ese entonces!
El Barnabita acogió mi petición, y yo pensaba que esto era de esas situaciones donde uno por ser amable dice sí, pero después nunca más se acuerda. Sin embargo, al día siguiente me llamó, después entendí por qué lo hizo, pero en ese entonces no me daba cuenta. Me dio el teléfono del padre Jaime Correa.
Concretar esta posibilidad me empezó a dar algo de susto, pero lo llamé por teléfono. No me atendía nunca. En ese entonces él era el Ecónomo Provincial, y además el encargado del tema vocacional, cosa que yo por supuesto no sabía. Pero estaba muy ocupado, nunca me podía responder, y yo insistí. Al final, como al quinto llamado, le dije a la persona que atendía mis llamadas “mire, necesito hablar con él porque es un asunto vocacional”, ella me dije “espere un momento” y al minuto escucho una voz grave que dice: “habla el padre Jaime Correa”. Y me cité con él. Y ahí comencé una serie de encuentros, que duraron varios meses. Le dije “padre, yo quiero que usted me ayude a saber si yo tengo vocación o no”. Mi intención no era todavía saber si el llamado era a la Compañía, por el momento sólo quería saber si había vocación sacerdotal.
El padre me escuchaba con mucha tranquilidad. Fueron muy agradables las conversas que tuve con él. Poco a poco él me fue mostrando lo que era la vida religiosa. Yo era un ignorante absoluto de lo que significaba ser sacerdote, de lo que era la Compañía de Jesús y la vida religiosa.
Me fue dando cosas para leer, y recuerdo que un día me pasó la oración de San Ignacio. “Tomad Señor y recibid…”. Y esa oración, me tocó, me caló hondo. Me tocó el corazón. Sentía que sintonizaba mucho con mis deseos y con lo que estaba haciendo también.
Recuerdo que comencé a conocer la Compañía a través del padre Jaime. Tengo el recuerdo de sentirme muy en casa. Como decir “esto es lo que ando buscando, esto me gusta”.Por un lado tenía como antecedente la figura del padre Hurtado, me gustaba su manera de ser sacerdote, tan aterrizado en la situación de la gente y del país. Y por otro estaba mi deseo de entregar la vida. Sentía que estos elementos adquirían forma y se proyectaban dentro de la Compañía.
Y ese sentimiento de estar en casa se mantuvo siempre: “desde aquí yo puedo realizar los sueños y deseos que tengo en mi corazón”. Ésa fue la experiencia que viví.
El proceso de discernimiento fue bastante rápido. La verdad es que yo hoy día no aconsejaría tomar una decisión como esa tan rápido. Comencé mis conversas con el padre Jaime Correa en septiembre, en enero fui a la Jornada Vocacional y en marzo entré a la Compañía.
En parte la rapidez se justifica porque de algún modo yo ya había dado un paso importante en mi vida al salir de mi casa e irme a vivir al Hogar. Sin querer, ahí yo ya le di un rumbo a mi vida. Ya me había desprendido de mi familia, había cambiado mi estilo de vida y la relación con mis amigos, me había olvidado de las fiestas, de las vacaciones en el verano, de la vida normal de un joven.
La Compañía de alguna manera fue el medio para encarnar esta decisión que yo ya había tomado. Por lo tanto creo que la decisión era si yo seguía mi vida profesional y de entrega en el Hogar, o si me hacía sacerdote para una vida más radical. Pero la opción de entrega ya estaba tomada anteriormente.
Sin embargo la vida es dinámica, y estando en ese proceso de discernimiento sucedió algo especial. Desde que me fui a vivir al Hogar yo no había pololeado, simplemente porque no se había dado. Pero cuando ya estaba en mis conversaciones con el padre Jaime, conocí a una niña que vivía cerca del Hogar y que comenzó a ayudarnos.
A mí me gustó que ella fuera a ayudarnos, siempre necesitábamos ayuda. Pero también me gustó ella. Nos fuimos conociendo y me fue gustando cada vez más. Me empecé a preocupar y le comenté a ella que yo estaba en discernimiento vocacional, antes incluso de decirle que me gustaba. Lo increíble fue que al poco tiempo ella también me confesó que estaba en un proceso de discernimiento para la vida religiosa.
Era una coincidencia sorprendente. El cariño mutuo fue creciendo, finalmente nos pusimos a pololear. Yo le conté al padre Jaime, sabía que eran incompatibles las dos situaciones. Pero inesperadamente él me dijo que no me preocupara, que siguiera pololeando y conversando con él. No seguíamos con el discerniendo, pero podíamos hablar de lo que quisiera.
Ese pololeo fue realmente un regalo de Dios. Compartimos mucho, no sólo como personas que nos gustábamos sino que además nuestra visión de mundo. Y en esta visión de mundo, la posibilidad de una vida más entregada a Dios. Nuestra fe estuvo muy presente en este pololeo. Nos preguntábamos qué quería Dios de nosotros.
Siempre fuimos muy transparentes, primero ella dejó su discernimiento y yo en parte. Luego de unos meses, ella lo retomó porque veía que seguía siendo algo que la inquietaba, y finalmente tomo la decisión de entrar a un monasterio de claustro. Ese tiempo fue muy intenso. Nos queríamos y estábamos bien cercanos el uno a otro, y cuando ella me contó que había decidido entrar al monasterio sentí una mezcla de pena por la separación y alegría por lo lindo del paso que ella iba a dar. Sentíamos que nuestra relación no iba a morir nunca, nuestro cariño trascendía a una opción mayor.
Luego yo retomé con fuerza mi discernimiento y aconsejado por el P. Jaime decidí ir a la jornada vocacional. Ahí pude ver que la Compañía de Jesús y la vida sacerdotal eran el camino que Dios me proponía.
Creo que en ese momento sentía una claridad del camino a seguir, pero no tenía muchas explicaciones para fundamentar el paso que iba a dar. Sólo el sentimiento fuerte de que esto era lo que me calzaba. Como cuando uno va a la zapatería y se prueba diferentes zapatos, hasta encontrar el que le queda bueno, después no es necesario seguir probando.
Sentía que en la Compañía iba a poder canalizar mis proyectos y mis sueños, que era un lugar donde me sentía acogido y tenía ganas de jugármela por eso. El tema comunitario me hizo mucho sentido: compartir la misión, caminar juntos.
Yo de algún modo estaba convencido de que iba a poder seguir apoyando fuertemente al Hogar si entraba a la Compañía. Cuando ya ingresé me di cuenta de que no sería así, sin embargo no viví este distanciamiento con frustración o como “abandonando el buque”, porque sentía que la opción que tomaba no me desvinculaba del Hogar, sino que más bien radicalizaba mis deseos de ayudar. Ahora, cada vez que visito el Hogar respiro de alguna manera ese origen. Dios estaba desde mucho antes, pero ahí brotó ese germen, del cual me hice más conciente, de la llamada que Él me hizo.
Finalmente fui aceptado en la Compañía de Jesús. Con alegría y gratitud recibí esta noticia. El tiempo posterior y previo a ingresar seguí viviendo en el Hogar, con mucha paz, preocupándome de los niños y haciendo lo mismo de siempre.
PASTOR PARA EL ENCUENTRO
Hasta entrar a la Compañía, mi relación con Dios nunca fue ni muy intensa ni formal. Más bien me encontraba con Dios a propósito de las cosas que estaba haciendo. No tenía una preocupación por el tema de la Iglesia o la oración, ni tampoco tenía un diálogo más cercano con Dios, a pesar de que me doy cuenta ahora de que Él estaba muy presente. Me encontraba con Él a propósito de servir a otros, de preguntarme sobre el sentido de la vida. Y ése fue el modo que Dios tuvo de entrar en mi vida, poniéndome preguntas a propósito de la realidad, de las necesidades, poniéndome deseos en el corazón.
La vida religiosa la aprendí en la Compañía. Al entrar, yo estaba bastante desubicado. Por ejemplo, poco tiempo antes de entrar le preguntaba al Maestro de Novicios si me podía llevar la raqueta y si que tendría tiempo para jugar tenis. O en qué momento podría ir de visita al Hogar. No entendía mucho de qué se trataba. Y todo el primer tiempo del Noviciado yo miraba con unos ojos grandotes, todo me entusiasmaba mucho: la oración, las clases, el Padre Maestro (Juan Díaz SJ), todo me parecía muy entretenido. Hasta que hice el Mes de Ejercicios. Ahí tomé conciencia más profunda de mi realidad, de quién era yo, de este llamado de Dios. Tomé más conciencia de las consecuencias de mi opción.
Entré en contacto con mis debilidades, con mis engaños. Ya no me sentía el bacán, tan comprometido y solidario que venía a servir en la Compañía. Comencé a descubrir mis desordenes. Esto sin duda no fue grato, pero iba de la mano del sabor seductor de la verdad y la libertad. De este modo comienza un acercamiento a una relación más personal con Dios, de experimentar y vivir la vida religiosa, y también un proceso de purificación de las motivaciones. Comienzan también los dolores de cabeza. Hasta el Mes de Ejercicios, yo era un inconciente feliz. Después tuve más claridad de dónde estaba parado.
Al recordar mi formación me viene un sentimiento de mucha gratitud hacia la Compañía. Sobre todo por la paciencia que me han tenido, en cuanto a esperar y acoger mi ritmo para ir entendiendo las cosas y viviéndolas. Y sentir que la Compañía creía en mí, cree en mí y confía en mí, más de lo que yo puedo.
La formación es larga y cuando ingresé yo ya llevaba cinco años en la universidad. Pero lo asumí igual con mucho gusto, porque eran otros campos de estudios, en el área humanista que me entusiasmaba. Dedicarle todo el tiempo del mundo al estudio y con todos los medios que pone la Compañía para que uno se forme bien, era para mí un tremendo privilegio. Y traté de aprovecharlo lo más posible.
Yo valoro mucho la formación ignaciana en cuanto camino de libertad y responsabilidad. Poder ir lentamente tomando conciencia de lo que significa esto, y desde esa conciencia, desde esa libertad, decir “sí, esto es lo que quiero”. Ese espacio es un regalo, y la vida con sus agitaciones no siempre nos da esa posibilidad.
El Noviciado fue el momento para conocer la Compañía, su estilo de vida, acercarme por primera vez a una experiencia más honda de Dios, entender un poquito más de qué se trata el camino que el Señor me propone a través de la Compañía. Qué es lo que significa la consagración, una vida religiosa, una vida entregada.
El Juniorado y el Estudiantado (los cuatro años posteriores al Noviciado) fueron etapas bonitas. Fue el momento de retomar los estudios universitarios. No recuerdo que me hayan costado mayormente, pero algunas materias me resultaron bastante áridas. Una experiencia muy bonita y significativa que viví en el Juniorado durante el verano fue trabajo de fábrica. Junto a Pablo Walker sj vivíamos con una familia en una población de Santiago y trabajamos como obreros en una fábrica de perfiles. Fue agotador, pero me ayudó a acercarme a un mundo hasta el momento desconocido. Experimentar la dureza del trabajo cotidiano en condiciones de vida muy sencillas me ayudó a acercarme al Jesús que se abaja por amor a nosotros.
Luego vino el Magisterio. Me enviaron a trabajar en el colegio San Mateo de Osorno. Partí con algo de susto, porque nunca había tenido una experiencia de trabajo con jóvenes o con adultos. El Magisterio es una etapa en la que se conoce y experimenta la vida apostólica como la llevan los sacerdotes. Luego de mi vida en el Hogar, esta era la primera vez que yo me dedicaba en un 100% al trabajo apostólico. Además, como nunca había trabajado en un colegio fue todo novedoso para mí, y a momentos difícil. Sobre todo por el tema más institucional: ser profesor jefe, las reuniones con los apoderados, las notas, ver la situación de los niños que estaban mal, etc. Todo eso no me salía muy fluido, pero yo me ponía y trataba de hacerlo lo mejor posible.
En Osorno trabajé también en la CVX, con los jóvenes. Eso fue más gustoso, sobre todo los campamentos en el verano y salir a misionar. Hubo logros bonitos que recuerdo con mucho cariño, si bien fue un tiempo exigente y a veces difícil porque me demandaba cosas para las que no me sentía preparado. Me costaban las críticas y los fracasos, y tuve que ir aprendiendo que son cosas que hay que vivir. Lo positivo de esto es que me ayudó mucho a poner la confianza en Dios y en la Compañía.
Después del Magisterio terminé mis estudios de Teología. Una de las experiencias que me marcó fuertemente en este período fue la de vivir un semestre en una casa ubicada en una población en Cerro Navia. Éramos dos estudiantes, Pablo W. y yo, más dos sacerdotes: Eduardo Silva y Guido Jonquier. Deseábamos vivir en un sector popular y que nuestro estudio estuviese cuestionado e influenciado por las circunstancias que nos rodeaban. El temor que teníamos era que esta experiencia afectaría negativamente nuestro rendimiento académico. Pero recuerdo que fue el semestre en el académicamente me fue mejor.
Luego me fui a Roma a hacer la licenciatura en Teología Espiritual. A lo largo de los estudios en la Compañía, poco a poco se fue perfilando mi capacidad para ser formador. La Teología Espiritual ayudaría a potenciar esta capacidad. Unido a esto, estaba la experiencia de conocer a la Compañía fuera de Chile y Roma ofrecía un cuadro especialmente atractivo. No sólo fue una experiencia más amplia de Compañía, sino que de Iglesia. Estando el Vaticano, tan cerca los temas delicados de la Iglesia, estuvieron presentes en nuestra casa.
En este período llego el momento de pedir las ordenes sacerdotales. Fue entonces que comenzó un tiempo inesperadamente confuso. Se hicieron presentes algunas preguntas e inseguridades respecto de mi futura ordenación, algo que no había sucedido a lo largo de toda mi formación. Y en Roma tuve algunas turbulencias. Me entraron dudas, en parte del Mal Espíritu, porque el tiempo del sacerdocio es también un tiempo de dar un paso y un pequeño giro a lo que había sido mi vida hasta el momento, y decirle si al Señor a ese nuevo camino que se iniciaba. Afortunadamente estos cuestionamientos duraron sólo un par de meses y dije si al sacerdocio. Con la ayuda de la oración y conversándolo con el director espiritual y el encargado de la casa pude liberarme de las dudas. Mi sensación es que ellos me escuchaban y no le daban tanta importancia como yo… parece que yo me estaba ahogando en un vaso de agua. Pedí las órdenes y una vez más me confié en Dios. Dije “pongo mi vida en las manos del Señor, en este paso que voy a dar”, como lo había hecho otras veces.
En Roma fue la ordenación diaconal. Fue una ceremonia muy bonita y que viví con mucho gozo. Mi madre y mis hermanas, que fueron para allá, se congelaron del frío durante la ceremonia. Era invierno. Además encontraron un poco larga, y yo les decía “¡pero si fue tan bonita!”, a mí se me pasó muy rápido y la disfruté mucho. Duró cerca de tres horas.
Se acercaba el momento de volver a Chile y no sabía dónde me iban a destinar. Hace poco habían nombrado a Eugenio Valenzuela SJ como Maestro de Novicios, y le escribí para felicitarlo y decirle que contara conmigo. El tomó mis palabras en serio, porque al poco tiempo me pidieron que fuera el Ayudante del Maestro de Novicios. Mi regreso fue bien agitado: llegué a Santiago, a los pocos días fue mi ordenación y enseguida me instalé en el Noviciado, en Melipilla, para comenzar a trabajar. Yo hubiese deseado un trabajo que tuviese más contacto con la gente, pero el tema de la formación también me interesaba bastante.
La ordenación fue apoteósica. Éramos 7 los que nos ordenábamos y fue mucha gente. Es muy bonito ordenarse con los compañeros y fue un momento de gran intensidad, de mucho calor humano y de mucha presencia de Dios.
Luego me tocó asumir un Noviciado muy contundente, con 23 Novicios. Este trabajo lo complementé con algunas colaboraciones en el Centro de Espiritualidad Ignaciana. Cada semana pasaba dos días en Santiago para hacer cursos, retiros y acompañamiento en el CEI, además de descansar.
Al inicio me gustó mucho la idea de trabajar con el Maestro de Novicios, Keno Valenzuela SJ, y entrar paulatinamente en el área de la formación. Ser ayudante me permitía aprender con calma. Además, como es propio de nuestro carisma, experimenté con gusto el ser enviado a una misión concreta. En el Noviciado pude empezar a poner en práctica y entregar de forma más concreta y con dedicación completa aquello para lo que yo me había formado durante tanto tiempo.
Era Ayudante del Maestro de Novicios, Ministro y Ecónomo de la comunidad. El Ecónomo ve las platas, y el Ministro se encarga de todas las cosas de la casa, la vida doméstica. Como Ayudante, tenía que apoyar al Maestro en la labor formativa de los Novicios. Daba algunas clases y me encargaba de las cosas externas: ropa, dinero, salud, los horarios, el cumplimiento de las normas y permisos más cotidianos, porque los más gruesos los veía el Maestro. No es la pega más grata, la verdad, pero con el tiempo he comprendido su valor de cara a la necesidad de formar bien a los Novicios. Me reunía con Keno para conversar sobre la situación de ellos, yo entonces le contaba lo que veía.
Estuve tres años en eso, hasta que llegó el tiempo de la Tercera Probación. Ésta se realizó en Chile, en Calera de Tango. Me entusiasmé mucho al saber que el Maestro sería el P. Juan Ochagavía SJ.
Normalmente te dan misión al terminar la Tercera Probación, a no ser que te confirmen en la misión que tenías previamente. Pero conmigo fue un poco al revés, porque antes de empezar los Ejercicios, es decir cuando llevaba sólo una semana en la Tercera Probación, el Provincial me llamó.
Yo pensé que había un problema, y el Provincial, Guillermo Baranda SJ, se daba vueltas, me decía que era importante la formación, pero que era importante que hiciera otras cosas también, y al final me pidió que asumiera como párroco de San Ignacio, la parroquia que tiene la Compañía en Padre Hurtado. Estaban un poco apurados, porque Paul Mackenzie, el párroco saliente, debía partir rápidamente para asumir su nueva misión como Rector del colegio San Luis de Antofagasta.
El esperado y temido destino llegó. El trabajo parroquial me resultó atractivo. Los prejuicios que tenía antes de entrar a la Compañía ya se habían purificado. La formación que había tenido ayudaría mucho en esta nueva misión. Me atraía mucho el hecho de que el trabajo del párroco pasaba mucho por el contacto directo con la gente. Sentía que la parroquia era un campo de misión muy amplio, donde podría canalizar todo lo que me gustaba hacer: ayudar a otros a acercarse al Señor. Transmitir a Dios se volvía cada vez en una realidad central para mi vida.
Al entrar en la Compañía se inició un proceso de descentramiento, de salir de si para ir al encuentro del otro. Me di cuenta de que al ayudar a los más necesitados, de algún modo buscaba quedar como el protagonista o el salvador. Luego fui comprendiendo y experimentando que yo no era el Salvador y que mi papel era colaborar en la Salvación que el Señor nos regala. Desde esta perspectiva la parroquia se me hacía muy atractiva como lugar de misión.
Tuve que asumir mi trabajo como párroco en forma abrupta y estando aún en la Tercera Probación. Se anunció la partida de Paul y se me presentó como nuevo párroco. No fue fácil porque él era muy querido en la parroquia, llevaba casi cuatro años con la gente allá. Fueron meses intensos. En la semana estaba en las actividades de la Tercera Probación, y los fines de semana partía a la parroquia. El mes apostólico que incluye esta experiencia lo hice también en la parroquia. Aproveché de invitar a unos compañeros de Tercera Probación, que me ayudaban con algunas misas y participaron en fiestas, como el Cuasimodo. Cuando llegaba los domingos a Calera, cansado de mi trabajo en la parroquia, mis compañeros me escuchaban con mucho interés. Me apoyaron y me animaron. Recuerdo con mucho cariño ese período.
Cuando terminó la Tercera Probación asumí de manera más definitiva la misión de párroco y me instalé en la comunidad de Padre Hurtado. La gente me recibió muy bien con mucho cariño.
De las cosas que más disfruté fue el contacto con la gente, con sus inquietudes, sus sueños y sufrimientos. Como sacerdote experimenté el privilegio de poder entrar en la vida de la gente con mucha facilidad y con mucha generosidad por parte de ellos. Es una responsabilidad enorme.
A propósito de este tiempo de la parroquia y de este contacto con la gente, comencé a sentir con mucha más fuerza lo que significa ser pastor. Acompañar a la gente en su caminar y en su vida de fe. Entrar en contacto con todo tipo de personas, con todo tipo de inquietudes, de ideologías, de proyectos. Ir descubriendo cómo Dios se va dando en esta diversidad de personas y de modos de ver la vida. Ha sido una experiencia muy consoladora.
Y en ese caminar juntos, mi aporte como religioso, como sacerdote, como pastor, en que unas veces éramos más amigos, otras veces era más bien un pastor que da consejos, otras era un rol de escuchar, acoger, contener a la gente con sus dolores, otras veces sorprenderme de cómo la vida se va dando. El Dios de la vida estuvo muy presente en todo este tiempo de la parroquia.
Padre Hurtado es una comunidad parroquial con mucho movimiento. La impresión que tuve desde mi primera visita a la parroquia fue de gente muy celebradora, alegre y acogedora. Después fui confirmando esa primera imagen.
Me hizo mucho eco esto de celebrar y compartir la vida. Para mí esta era la invitación que el Señor me hacía y veía mi misión muy dinamizada por esto. Y creo que lo pude hacer en gran medida, aunque obviamente también había que cumplir las labores más administrativas y de oficina. Hay muchas emergencias que atender en el momento en una parroquia y eran distracciones de la tarea fundamental.
Trabajamos mucho organizando grandes actividades, en algunas de las cuales yo invertí mucho tiempo y energía. Sentía que habían sido muy importantes, pero al final lo que te dice la gente es “padre, gracias porque estuvo cercano a nosotros”, “gracias porque usted fue un amigo”, “porque me ayudó a acercarme a Dios”. Lo que más valoran es el encuentro personal.
También me tocó ser Superior de la comunidad jesuita en Padre Hurtado. Era una comunidad muy agradable, muy volcada al trabajo de cada uno. Me tocó compartir con algunos de los curas más viejitos, de los que aprendí mucho. El padre Silvano Martínez, por ejemplo, nunca quiso dejar de hacer misas en las Capillas que él asistía. A su edad, más de 80, tenía problemas de salud, se mareaba y algunas veces se cayó. Entonces yo le decía “padre Silvano, me parece que sería bueno que usted dejase tal misa”. El aceptaba mi petición. Al día siguiente, se acercaba a verme y me decía “Pablo, yo creo que sería mejor continuar con esta misa”. El padre Silvano fue muy querido por la gente allá en Padre Hurtado. Y él es para mí un ejemplo de ese deseo de mantenerse en la misión hasta el fin, hasta que ya no queda una gota de bencina en el estanque, de darse hasta el final.
En la parroquia uno se encuentra con los momentos significativos y fundantes de la vida: el nacimiento, los sacramentos, el matrimonio, la muerte. Acompañar a personas que están muriendo. Es una situación privilegiada de estar en contacto con la vida, más que en otros trabajos.
Es un espacio para hacer carne esto de los Ejercicios Espirituales: ayudar a poner la creatura con el Creador. Ayudar, no ponerme yo en el medio como el protagonista de este encuentro. Posibilitar, facilitar, colaborar que las personas se encuentren con Dios o consigo mismas. Y que es además la experiencia que yo he tenido, es lo que la Compañía me ha dado.
Cuando ya terminaba mi sexto año en la parroquia yo intuía que venía un cambio de misión y que seguramente me enviarían a la formación. Existía una posibilidad de que me mandaran al Teologado o al Juniorado, también me podían nombrar Maestro de Novicios, pero yo no creía mucho en esa posibilidad. Había otros con más aptitud para un trabajo como ése.
Yo esperaba alguna comunicación al respecto, pero como no llegó y comencé a programarme para el siguiente año parroquial. Estaba en esto cuando me llamó el Provincial. Me dijo que yo era uno de los candidatos para ser el nuevo Maestro de Novicios y me preguntó mi opinión. Yo quise ser bien honesto, y le dije con claridad lo que veía como mis cualidades y deficiencias para asumir ese rol en la Compañía. Por un lado este trabajo me atraía, pero también me daba susto asumir tanta responsabilidad. Finalmente fui nombrado para ser Maestro. Tuve poco tiempo para salir de la Parroquia, era urgente que asumiera el noviciado. Me di el tiempo para despedirme; me pareció importante que la gente entendiera porque me iba, lo cual les resulta difícil a veces. Agradezco mucho ese período porque me permitió ir a todas las capillas y despedirme de cada uno. Tuve miles de despedidas, grandes, chicas, formales e informales.
Todo el período de cambio fue intenso, afectiva y laboralmente. Era un cambio bien fuerte, en cuanto a pasar de un trabajo desplegado hacia mucha gente, con mucho contacto, muchos lugares, a una actividad más reducida y limitada en cuanto a contacto humano. No obstante, yo conocía el Noviciado y sabía de su dinámica, y eso me ayudó mucho.
Recuerdo con claridad la misa de despedida de la Parroquia, que fue un momento muy bonito. Cuando asumí en la Parroquia, con mucho entusiasmo y ciertos temores, y estaba delante de un montón de gente en un gimnasio, 700 personas o más, y tenía que decirles algo. Y toda era gente nueva, que no conocía. Y ahora al final era todo lo contrario: era contemplar toda esa gente, y a todos los conocía. Prácticamente todos me eran familiares. No me era extraña la gente, me era muy cercana.
En esta experiencia de encuentro, que yo creo que es algo que he aprendido en la Compañía, siento que hay Reino de Dios. Es el llamado que Dios me hace a mí y a todos, a encontrarnos. Ese es el camino de nuestra salvación. Antes me imaginaba, al entrar a la Compañía, a mí como el salvador del mundo. Y en el camino fue como ir haciéndole espacio a Dios, con mucha humildad y no con poca resistencia. Darme cuenta de que el Salvador es Otro, y a veces, en muchos momentos verlo como un competidor, aunque no en forma explícita. Y poco a poco ir descubriendo a este Dios que no está en contra tuya o compitiendo contra ti, sino que es un Dios que está contigo, a tu lado, que quiere encontrarse contigo y que quiere generar este encuentro, esta vida con la gente. Y ése es nuestro camino de salvación.
Al mirar esto entendí que ése es el camino: provocar experiencias de encuentro, de encuentro de vida, donde la gente se pueda reconocer, se pueda mirar a la cara, puedan reconocer su dignidad y su valor como personas e hijos de Dios. Una de las cosas que he experimentado en estos últimos años cada vez con más fuerza es esto de ser don: me siento don de Dios, me siento a mí mismo como regalo de Dios. Y por lo mismo, esto no es para mí, es para otro. La vida no es para que yo la conserve, no es para que yo me perfeccione, no es para que me miren y digan “qué impresionante esta persona” ni mucho menos, sino que es para que a través de mi vida, se transparente la vida de Dios. Fue muy consolador constatar esto, pese a la tristeza que me producía la partida.
En la despedida pude decirles que partía al Noviciado con las cosas que había aprendido de ellos: con ellos aprendí a ser sacerdote y pastor, y en este nuevo trabajo yo debo ser de algún modo, un modelo de sacerdote y pastor.
Ya llevo casi un año en esta misión, como Maestro de Novicios. De partida, la palabra Maestro me incomoda un poco. Nuestro lenguaje, la palabra Superior por ejemplo, no es muy Evangélico, porque de hecho Jesús no se hizo superior, se hizo inferior. ¡Deberíamos llamarnos inferiores en vez de Superiores!
Mi trabajo en concreto es ayudarlos a entrar a la Compañía. Que conozcan su carisma, la espiritualidad, la propuesta ignaciana. Ayudarlos a que confirmen su vocación. Conocernos mutuamente: yo soy el rostro de la Compañía para ellos, de manera que los pueda ayudar en su discernimiento y a confirmar la decisión que tomaron al ingresar a la Compañía.
Les doy clases, especialmente las que tienen que ver más con nuestra espiritualidad: los cursos de Votos, Constituciones de la Compañía, Autobiografía de San Ignacio, Oración, ese tipo de cosas. Pero junto con hablarles, también tengo que escucharlos mucho. Saber qué es lo que hay en ellos y lo que los mueve, para ayudarlos a discernir. Soy su acompañante espiritual y confesor. San Ignacio estructuró la Compañía y en particular el Noviciado entregándole mucho poder al Superior. Poder en términos de responsabilidad hacia la gente que tiene a cargo.
Este ha sido un año bien intenso. En un comienzo se mezclaban los sentimientos de entusiasmo por esta pega tan bonita, y de susto de no ser la persona más adecuada para esta misión. Me sentía bien preparado para acompañar y ayudar a discernir, pero no tanto para ser un modelo de jesuita, y que a través mío los Novicios pudiesen conocer a la Compañía. Al mismo tiempo estaba agradecido de que la Compañía confiara en mí para esta misión. Me sentí reconocido y muy apoyado por mis compañeros.
He descubierto con consolación que es algo que me entusiasma mucho. Es una pega bonita, Me ha ayudado a ir redescubriendo lo que significa la Compañía de Jesús como un cuerpo que trabaja en la Iglesia al servicio de la gente.
Descubrí con gusto que me ha costado menos de lo que pensaba. Por ejemplo, el gran desafío que implica acompañar a los Novicios en su mes de Ejercicios. Es muy bonito ver cómo Dios va actuando en la vida de cada Novicio. A veces uno ve algo tan claro, pero ellos todavía no. Uno se puede poner impaciente y querer que la cosa vaya más rápido, pero es lindo aprender a ir al ritmo de ellos, al ritmo del espíritu, esperar y ayudar a que ellos mismos lo descubran, porque es mucho más valioso eso a que se los digan.
Acá se hace aún más fuerte la dimensión de pastor en mi misión como sacerdote. Porque uno entra en una dinámica de maestro – discípulo, y se da una relación muy estrecha, que a momentos puede ser consoladora y en otros tiene dificultades por las demandas y expectativas que surgen de una relación tan intensa.
Esa figura de pastor no estaba presente en mis primeros años de vida religiosa. Y es algo que ido descubriendo y aprendiendo de mi propia relación con Dios. Desde esa experiencia espiritual me he ubicado en el Noviciado, como Maestro.
Luego de este primer año vienen nuevos desafíos para seguir creciendo en esta llamada que Dios me hace. Ahora me toca seguir abierto a la presencia de Dios, seguir siendo disponible para ver cómo puedo aportar a través de este trabajo a la Compañía. Ser instrumento para transparentar a Dios. Me sigo sintiendo invitado por Dios a vivir una vida agradecida, reconociendo que lo que soy y lo que tengo es algo dado, un regalo. Invitado a vivir mi vida en forma más gratuita. A celebrar la vida dando la vida.