Raúl Combes SJ: Ser compañero de Jesús, ¿qué más se puede pedir?
HACIA DIOS, SIN CONDICIONES
Nací en 1929 en Santiago, donde pasé la mayor parte de mi infancia. Viví también cerca del Aconcagua, en el sector de El Tigre, pero sólo por un período breve de tiempo. Cuando chico mi ambiente familiar era bien pobre, no miserable, pero pobre. Mi madre, doña Rosita, era empleada doméstica en una casa, donde los patrones eran buenas personas y la trataban muy bien. Era de profesión lavandera; lavaba ropa a gente de muchos recursos. Yo le ayudaba yendo a las casas a buscarle la ropa sucia y a dejar la ropa limpia, sobre todo en el sector de Vivaceta.
Mi papá era francés. Murió en un accidente cuando yo tenía 6 años. Trabajaba en una compañía lechera, manejando un camión que repartía leche, y se volcó. Así que no lo conocí mucho. Era bien pobre, se dedicaba a hacer pololitos, trabajos varios. La verdad, no sé por qué había llegado a Chile. Creo que llegó solo. Él me enseñó el francés; de hecho, fue el primer idioma que aprendí a hablar.
Vivía con mi papá, mi mamá y con mi hermano, Eugenio, que es dos años menor que yo. Pero como mi papá falleció cuando éramos bien chicos, mi mamá tuvo que hacerse cargo de la casa. Como estaba sola, estudié toda mi educación primaria en un asilo para huérfanos llevado por las monjas vicentinas: el asilo General Baquedano. En Portugal con Marcoleta. Eran muy buenas monjas, nos querían mucho. Ellas me criaron. Mi mamá me iba a ver, pero tuvo que internarse también por una enfermedad, entonces era poco lo que nos encontrábamos. En el asilo estaba con mi hermano, y nos apoyábamos mucho. Yo era muy tranquilo, mi hermano también, ¿de dónde íbamos a sacar malicia?
Estudié con las monjas hasta que entré a la Escuela Apostólica, el seminario menor de los jesuitas.
Fue una cosa muy rara como llegué allí. En 1941 se realizó un Congreso Eucarístico para conmemorar los 400 años de la fundación de Santiago. Yo era acólito, uno más de unos treinta que estábamos en la misa que presidía el cardenal Copello, el delegado enviado por el Papa desde Argentina para este evento. Ahí me conoció el padre Alfredo Waugh, s.j. y el padre Álvaro Lavín, s.j. Me preguntaron si acaso yo quería ser curita y yo les dije que sí. Tenía sólo unos 12 ó 13 años, edad insuficiente para entrar al Noviciado, así que había que esperar hasta cumplir los 16 años… así lo hice. Sin embargo, en ese tiempo partí a la Escuela Apostólica, en Puerto Montt, a estudiar las humanidades.
Era mi camino, era la ruta que tenía que seguir; y lo hice sin mayores dificultades, sin grandes problemas. Yo quería ser curita y seguir ese camino, aunque sólo tenía 12 años. El padre Lavín, que era mi padre espiritual, me iba guiando, y quería atrasar la entrada a la Compañía hasta que yo terminara mis estudios secundarios. Por eso seguí estudiando hasta sexto de humanidades, y cuando terminé entré al noviciado. Cuando le conté a mi mamá sobre mis deseos, ella me dijo sencillamente, “lo que usted quiera, sígalo”.
EL CAMINO POR EL QUE DIOS ME GUÍA
El Noviciado estaba en Marruecos, actual comuna de Padre Hurtado. Me llamó la atención el ambiente, en el sentido de que estaba Juan Ochagavía… Errázuriz, Zañartu, qué se yo…, gente de familias con muchos recursos. Y también estaba Raúl Combes ahí. Pero no hubo ni un problema, al contrario, estaba muy agradecido porque lo pasaba muy bien, no había ninguna discriminación, ni social, ni política. Nos aceptaban con toda nuestra realidad. Tampoco sentí ningún complejo de huachaca ni de cabro pobre.
Como yo me “había hecho esperar” para entrar al Noviciado -de hecho, como tres años-, todos decían “¡ahora entra Combes!”, cuestión que se produjo finalmente el año 47.
El Noviciado era distinto a como es ahora. Por de pronto usábamos sotana. Pero al igual que hoy teníamos la oración personal de todos los días. También pláticas todos juntos, con el padre Maestro, el padre Mauricio Riesco, un santo varón. También clases sobre las Constituciones y misa diaria.
Siempre me gustó el deporte, y en el Noviciado hacíamos harto: vóleibol, frontón, básquetbol, fútbol, atletismo. Yo era bueno para todos; de hecho, era considerado como deportista; de manera que cuando salíamos de paseo, y había alguna ruta difícil, el padre Maestro siempre me mandaba a mí… un cerro por ahí, a patiperrear.
Al final del Noviciado pedí mis votos y me los concedieron. Recuerdo que antes se hacían los votos de devoción, tras el primer año. Uno los pedía pa’callao. Entonces, ese día que uno cumplía un año, todos se ponían al lado de uno en la misa para saber si hacía esos votos. Yo no los hice, y a propósito. Porque dije “voy a esperar el día que me toque hacer los votos en serio”. Igual después los hice, pero interiormente no más, no de manera formal.
Al padre Riesco le debo mucho. Una vez lo encontré en el metro. Iba sentado solito con su sotanita. Yo me senté al lado de él, y ahí aproveché de agradecerle la confianza que había tenido conmigo, el apoyo que me había dado, porque yo tenía la sensación de que no daba para mucho; sentía como que tenían desconfianza, y yo mismo la tenía. Me preguntaba: “¿Esto es lo que Dios quiere que haga, o soy yo el intruso que se está metiendo en camisa de once varas?”. Pero vi que era Dios el que me guiaba, a pesar de mis resistencias. Y aquí estoy.
Tras el Noviciado, siguieron dos años de estudio en el Juniorado, que estaba en la misma casa de Padre Hurtado, por lo que no fue ningún cambio trascendental. La diferencia estaba en que me cambié de uno al otro lado de la casa. El padre Carlos Aldunate era el rector. Fue un tiempo de asumir los estudios, que a mí me gustaban.
Luego, seguía la filosofía, que me tocó hacer en el Colegio Máximo de San Miguel en Argentina a partir del año 1952. Era una época en que eran muy estrictos con el estudio, y miraban muy mal al que hacía apostolado. Yo me había puesto a trabajar en un barrio al lado del Máximo, que se llamaba La Manuelita. Fui muy mal mirado por los superiores y profesores, porque la obligación era estudiar. Así, caí en el grupo de los que no tenían mucho gusto por el estudio, pese a que a mí me gustaba… pero así era la cosa no más.
En La Manuelita organicé tres años seguidos un campamento de vacaciones para los muchachos de la población en un estero bien lindo llamado La Falda, en Córdoba. Acompañado por gente adulta, hasta 150 cabros llevamos ahí.
Era la época de Perón, “¡Perón Perón qué grande sos!”, se escuchaba. Había bastante antagonismo entre chilenos y argentinos. Nosotros hablábamos de Perón y le poníamos otro nombre… el dictador de Argentina. Los chilenos teníamos una visión distinta. Los argentinos eran fanáticos de él.
LA DISPONIBILIDAD DE LA VIRGEN
El Magisterio me tocó hacerlo en Puerto Montt, en el colegio San Javier. Cuando me dieron el destino lo tomé como cualquier noticia, sin fanatismos.
Como maestrillo ¡qué no me tocó hacer! Como anécdota recuerdo que una vez, estando en Chillán, un jesuita me preguntó, “y tú ¿qué haces en Puerto Montt?”, – Magisterio, le dije, “¿y qué enseñas?”, – Historia, contesté. “¿Y qué más?”, – me insistió, “bueno, tengo grupos de scout”, – le dije. “¿Y qué más…?”, me dijo nuevamente. Tanto me cargó que le dije, “¡mira, me pongo una escoba en el poto y barro los corredores!”…ahí se quedó no más.
En Puerto Montt uno de las principales actividades era el cuidado de los internos. Había en esa época como 150, y yo estaba a cargo de los más grandes. No es broma cuidar internos. Lo pasé regio, y creo que ellos también. Traté de llevarlo lo mejor posible. Éramos muy amigos, les daba bastante libertad para que no estuviesen apretados o presionados. Aquellos cabros que tuve de internos, cuando los encuentro, todavía se acuerdan de mí, “pucha, son los mejores años de internado que pasamos padre”, me han dicho. Yo no era mano dura ni blanda… era justo. Ser justo… ser personalizado.
Con los que no podían irse los fines de semana, porque vivían lejos de Puerto Montt, nos quedábamos en el colegio y lo pasábamos bien en el gimnasio, que quedaba a disposición de los cabros. Yo les hacía llevar la bicicleta al colegio, y los días sábados salíamos a cicletear…íbamos lejos, al lago Chapo… Tenía mucho cuidado en darles facilidades para que los chiquillos se sintieran bien, que se sintieran en su casa. Los chiquillos eran buenos; me enriquecí mucho en el contacto con ellos.
Sabía que tenía que hacer tres años de Magisterio, y siento que lo hice bastante bien. Al terminar el tercer año, el padre Lavín, que era el Provincial, me dice: ”¡Tantas alabanzas que recibo de Puerto Montt, de la forma como hizo su Magisterio!, están pidiendo que se quede allá un año más”. Y continúa, “si usted se queda un año más, entonces yo podría mandarlo después a estudiar Teología a Europa…” Entonces le dije, “si usted me pide, entonces me quedo un año más. Pero mire, sin condiciones. Usted me deja un año más acá, pero no quiero ponerlo yo después bajo determinadas condiciones”.
Siempre he sido disponible. Gracias a Dios. Para mí es la disponibilidad de la Virgen Santísima, de María, de decir, “aquí estoy, la esclava del Señor, hágase en mí lo que me has anunciado”. ¿Qué significa disponibilidad?, ¿decir sí, decir no, ay que no, ay que sí?, ¡no, disponibilidad no más, así de simple!
La Teología la hice en Argentina. Partí el año 58. Me tocó una época en la que compartí con gente brillante, los padres Joaquín Aduriz, Justo Asiaín, que era uruguayo, y otros.
Un recuerdo que tengo de esa época era que teníamos que dar examen para ser aprobados como confesores. Éramos 16 en el grupo, y ahí estaban las lumbreras. Entonces dimos el examen y yo fui el único que aprobé. En esta época le agarré gusto a la teología bíblica. De hecho, siempre sigo eso, a través del cardenal Martini. Me entretiene mucho. Tengo sus libros, que son fabulosos; estudiar a Dios a través de la revelación de la Biblia, qué es lo que nos revela de Él, cómo es, cómo actúa, qué es lo que quiere, dónde te guía.
Además de esos estudios, me recibí de profesor de Historia en la Universidad Católica de Valparaíso. Lo estudié durante toda mi formación, y fui dando exámenes hasta que en Valparaíso me dieron el título de profesor de Historia y Geografía de Chile y Universal.
EL GOCE DEL SACERDOCIO
Me ordené en Argentina en 1960, recuerdo que con 9 compañeros, Sergio Zañartu, s.j. entre ellos. Fue el día de mayor felicidad, de mayor plenitud. Gocé como chino. Es indescriptible lo que uno siente, con esa responsabilidad sacerdotal. Desde ahí adquirí la costumbre de usar mi poder sacerdotal bendiciendo. A la gente le encanta… “por la imposición de mis manos sacerdotales, sobre tu hijo o hija envíale Señor felicidad, tranquilidad, paz…” En Maitenes lo hacía en Navidad con todos los nacidos ese año. Todo lo que sea acercamiento o contacto sacerdotal me gusta.
Después de ordenado vine a Chile a celebrar una misa en San Ignacio. Ahí estaba mi mamá. Pero luego volví a Argentina, a cursar mi cuarto año de Teología, porque en esa época uno se ordenaba al tercer año de estudios.
Terminada la Teología volví a Puerto Montt a trabajar como Prefecto General de Estudios y Disciplina. Era el que realmente llevaba el colegio. El Rector era el representante legal, pero poco se metía. En esa época al colegio llegaba todo tipo de gente, de todos los sectores socioeconómicos, y eso se vivía muy bien, sin ningún problema, allí convivían todos.
De esa época recuerdo especialmente al padre Lavín, el Rector y Superior de la comunidad…santo varón. Yo era su regalón… no sé por qué. Me quería mucho, como un hijo. Quizás porque yo había estado en la apostólica y él había sido Director, por lo que me conocía mucho.
También recuerdo como maestrillo a Gerardo Schmidt, s.j., con quien viví después en el Noviciado. Un muy buen hombre. A Gerardo lo tuve de alumno y después de Prefecto. Una persona muy fácil, muy querida.
¡Con el padre Baeremaecker cuántos recorridos tuvimos! En una oportunidad estuvimos más de un mes misionando por todo Chiloé continental. ¡Éramos unos patiperros! Partiendo desde Puerto Montt hasta Chaitén, yéndose por la costa, Río Puelo, Cochamó, Ralún…siempre había lugares donde había alguna capilla, y ahí misionábamos; a veces con un par de profesores y con alumnos también.
También le ponía el hombro a la población Modelo. Ésa era la labor más directamente apostólica. Había ahí una capilla hecha por los jesuitas, donde el padre Mühn trabajó harto para su construcción. Yo atendía a la población, las casas, enfermos, misas, confesiones, preparación para primeras comuniones, confirmaciones, etc. Había gente muy dedicada y preocupada, gente muy devota, pero también quizás un poco pasiva. Les costaba organizarse y formar algo estable, por lo que siempre era necesaria la presencia del curita; pero era una gente dócil, buena.
En el San Javier fui profesor jefe un montón de años… estuve como 14 años en Puerto Montt en ese período de mi vida. Eran cabros buenos, sin malicia. Cada época es distinta, esto no es una cosa estática; ahora los cabros maduran más rápido que antes, entonces hay que estar alertas para guiarlos, para aconsejarlos. El contacto con los jóvenes me ha dado una riqueza enorme, pero no de esas riquezas que se ponen en una balanza y que se pesan, sino que la riqueza de la relación cotidiana con ellos.
Después de Puerto Montt estuve un breve tiempo en Santiago, como Ministro de varias casas de estudiantes, y luego partí a Antofagasta, en 1980, al colegio San Luis.
Es difícil definir las diferencias que había entre la sociedad puertomontina y la antofagastina. Creo que en Puerto Montt es más paternalista, la gente es más casera; en el norte, en cambio, los chiquillos tienen más libertad. Pero son sólo maneras de ser, que hay que aceptar no más.
Cuando llegué, el colegio estaba en óptimas condiciones. Era “el” colegio de Antofagasta. Me tocó trabajar con gente muy leal, profesores y estudiantes. También formar y fortalecer el centro de alumnos y el centro de padres y apoderados, que eran grupos que había que organizar. Mi modo era dejar trabajar a la gente, sin estar encima de ellos viendo qué hacían. Si notaba alguna cosa en alguna persona no tenía ningún problema en decírselo; pero a la persona interesada. No andaba con cuentos. Las cosas hay que saberlas tomar con calma, con prudencia.
En el colegio también hubo que adecuar muchas cosas. Estaba todo muy disperso en cuanto a la distribución de los niveles, un octavo básico metido en la media, por ejemplo. También había un solo patio, y en los recreos se mezclaban todos, desde el peque chico hasta el guailón grande, por lo que hubo que organizar los sitios de recreación para cada grupo. Contratar también buenos profesores y profesoras. Además, como me encantaba el tema académico, siempre estaba buscando para las clases de historia y filosofía formas novedosas y creativas para enseñar a los estudiantes.
Como Rector yo participaba de algunas actividades de los alumnos, pero en forma natural. No tenía mayor trato específicamente personal o distinto con unos u otros. Siempre con mucho respeto hacia los chiquillos y sus familias. Creo que los alumnos me querían… por supuesto algunos no, porque hubo momentos en los que hubo que tomar algunas medidas serias. Por ejemplo, me tocó suprimir la ceremonia de licenciatura de todo un año, que era famosa en Antofagasta, una de las fiestas más importantes. Como estaban terminando se pusieron a hacer leseras. Aparecieron las oficinas con las ventanas con huevos, el colegio con sogas con calzoncillos colgando… y en la ciudad también hacían leseras…la fiesta del agua…mojaban a la gente. Y tanto que uno los educaba…
En esa época también salía a misiones. Había gente muy buena allí que las organizaba. Así conocí al padre Gustavo Le Paige, s.j. Director del museo en San Pedro de Atacama. Era un verdadero investigador, pero también un sacerdote que se dedicaba a atender a comunidades y a la gente que encontraba enferma. No descuidaba para nada su ministerio. Era admirable.
Así es que pasé feliz por Antofagasta, tratando de hacer lo mejor que podía.
Cuando terminaba mi período de Rector pensé a dónde me irían a mandar… empecé a analizar uno por uno los destinos, y entonces me dije, “me gustaría ir a cualquier parte, menos a Osorno, porque están los gringos allí… no me gustaría ir a Osorno”. Y luego, me dicen el destino, y justo ahí caí, ¡a Osorno! ¡Y regio lo pasé con los gringos!, me equivoqué totalmente, pasé momentos muy felices, con los gringos gozábamos trabajando. Eran buenas personas, Tom Gavin, Barry Boyle… realmente jesuitas.
Entremedio de mis destinos apostólicos en colegios hice mi tercera probación en Montreal, Canadá, con el padre Santiago Marshall. Se habían ofrecido cupos y nos enviaron para allá. El padre Laramé, un canadiense-francés, era el instructor. Recuerdo que desde Canadá me enviaron a Chicago al mes apostólico, que en realidad fueron como tres meses. Mi trabajo consistía en ayudar en una parroquia, Precious Blood se llamaba. Atendía de todo, pero sobre todo muchos mexicanos. También recuerdo especialmente mi espera para volver a Chile en barco desde Nueva York, donde estuve con el padre Lyon. Fueron 23 días de viaje.
PADRE PARA ACOMPAÑAR
Mi último destino fue mi envío al Noviciado de Melipilla a partir del año 96. Me enviaron a acompañarlos. Buscaban presencia sobre todo. Han sido años bonitos, gocé ahí con ellos. También apoyaba en la catedral, en la iglesia de San Agustín, y en la población Padre Demetrio acompañaba a don Tito Gálvez. Él era el apóstol ahí, sosteniendo esa obra tan bonita de acoger a los más pobres, a los que no tienen dónde comer.
En Melipilla algunos me pusieron “el padre de los chocolates”. Pasaba que de repente llegaban de Estados Unidos cosas que el padre Lyon enviaba. Mandaba, entre tantas cosas, cajas de chocolates. Y una vez, en mi pieza, tenía como diez cajones de chocolates. Entonces yo los repartía a la gente. Siempre venían chiquillos del barrio a buscar chocolates donde “el padre de los chocolates”.
En estos años como jesuita mi relación con María ha sido la más dulce y preciosa. Amo a la Virgen. Ha sido una fuente de gracia tremendamente grande, siempre la he sentido cerca. Me ha apoyado. Estando cerca de uno te anima, te ayuda. Ella es imprescindible; no hay vida si no hay madre. Así de simple. No puedes tener vida si no tienes una madre; no puedes tener vida espiritual, real, si no tienes a María. Por eso he tenido rasgos de mucha devoción, profunda, a través de la Virgen. He sentido su acompañamiento muy de cerca.
¿Qué mayor gracia de Dios que la compañía? El acompañar. Saber acompañar es una gracia muy grande, el “estar con”. Hay que hacerse espacio para pensar, meditar, evaluar. Yo, por ejemplo, todas las noches doy gracias a Dios por la gente con la cual me he encontrado ese día. En cada persona con la que me encuentro, ahí veo la imagen de Jesús. Cada persona, cualquiera que me encuentre. No voy a decir “aquí está Jesús, aquí está más o menos…aquí no tanto…” Cada persona para mí es sagrada, y siempre he pedido la gracia de respetarla, como persona, a cada uno, cualquiera que sea, en cualquier situación que esté.
¿Ser jesuita para mí? Todo, qué más. Compañero de Jesús, qué más. Yo gozo con sentir en la compañía de Jesús. No solamente la institución de la Compañía de Jesús, sino que me refiero a Jesús, al Señor, que me acompaña, me quiere, que me llamó para cumplir una misión; y con mis debilidades y todo lo que yo soy hago lo que puedo.
A un chiquillo que quisiera ser jesuita yo le diría que se deje llevar por el Señor, y yo lo ayudaré con mi oración. Que espere…si Dios tiene paciencia para esperar, para llamar. Hay que convencerse que no soy yo el que estoy guiando, sino Dios, Es Él quien dirige la cosa.
Hoy me doy cuenta que ha sido todo gracia, pura gracia de Dios. Mi vocación se la debo a Dios…¿a quién más le puedo deber la vocación?
De lo único que estoy seguro es que el Señor nunca me ha jugado mal. Es muy noble Jesús. Siempre le he pedido la gracia de sentir y gustar… su compañía, sentir y gustar la compañía del Señor. Es una gracia muy grande. Estoy viviendo este momento de la vida feliz, porque me he entregado a alguien que no me va a hacer mala jugada, que no me la hecho nunca. Al contrario. Así que confiado en Él, en el Señor, ¿en quién más voy a confiar?
Si he pensado en el día de mi muerte, sí claro. Y sólo hay que entregarse a Dios. A las manos de Dios. Si uno se entrega a Él, ¿cómo te atreves a ponerle condiciones? El sabe más que yo. “Mira Señor yo me entrego a ti pero con tal que me hagas una gauchada…” no pues, usted se entrega no más. Decirle al Señor “hazme sentir y gustar tu cercanía, tu amistad. Dame la gracia Señor, yo sé que es una gracia, por eso te la pido. Sentir y gustar tu cercanía.
Cristo es la clave, la clave para ser cura. Nunca he pensado pasarme al clero o a otra orden religiosa. Encuentro fantástica la vida que se vive en la Compañía. Me entusiasma mucho más aún cuando medito… “Compañía de Jesús… compañeros de Jesús…a ustedes yo los llamo amigos, no los llamo siervos, ustedes son mis amigos” ¿Qué más puedes desear?