San Ignacio de Loyola: Compañeros de Jesús
Un Joven Cortesano
Mis padres pertenecían a la nobleza de mediados del siglo XV. Residían en una casa –, junto al río Urola, en medio de un amplio valle en el que se asientan las dos villas guipozcoanas de Azpeitia y Azcoitia. La Casa – Torre era residencia y fortaleza a la vez.
Nací en 1941 y fui el menor de 13 hermanos. Seis años contaba cuando murió mi madre. Mi niñez y adolescencia están llenas de recuerdos familiares. Mi padre intervino en la toma de Granada. Los Loyola equipamos una nave armada que acompañó a Colón en su segundo viaje a América. Teníamos un orgullo muy propio de nosotros los vascos. Soñábamos con un mundo enorme, con mucha historia familiar, actividades sociales en las que participábamos todos juntos.
Mi hermano Martín y su esposa Magdalena cuidaron de mí. Recibí una educación religiosa, más piadosa que sólida.
Yo era un joven un tanto alocado, y ciertamente muy conciente de los privilegios que me otorgaba mi condición de hidalgo. En mi infancia y juventud tuve muchos y buenos amigos. Nos divertíamos desde niños jugando a las espadas, a domar caballos e imitando a los hombres de nuestro tiempo en el arte de montar y de las batallas.
Un año antes del fallecimiento de mi padre, tenía yo a la sazón de quince años, fui a Arévalo a educarme para cortesano. Me dediqué a la buena vida: cacerías, torneos, aventuras galantes… diez años de alegría juvenil sin pensar demasiado en el futuro.
Me convertí en paje y aprendí del mismo modo como lo hacen hoy los niños en el colegio.En esos años me instruyeron en todas las artes de la vida cortesana de la época. Yo un era buen escribano, porque desde niño me enseñaron a tener buena letra. Siempre me gustó escribir.
El mundo cortesano estaba lleno de mujeres y como ya he dicho, yo viví mi juventud desordenadamente. Ahora que lo veo con la distancia de los años, quizás la ausencia de mi madre me hizo buscar equivocadamente el afecto en las damas de la corte, queriendo, en el fondo, encontrar a mi mamá perdida. Era además muy soñador. Pasaba horas imaginándome como todo un caballero, luchando por el amor de la dama de mis sueños.
Todos nos esforzábamos por alcanzar el ideal del caballero de la corte, y por eso entrenábamos duramente para ser los mejores en el arte de las armas. Aprendí a luchar con espada, a cabalgar y también a organizar ejércitos.
Pero mi valedor en la Corte cayó en desgracia, y en 1517 pasé a vivir a La Rioja, en la casa del Virrey de Navarra. En ese lugar yo oficiaba como diplomático y no como militar, aunque como noble caballero, era diestro en el manejo de las armas.
Yo sentía que el honor de cumplirle a mi rey y serle fiel hasta el final, era lo más importante. La vida militar que llevaba se mezclaba con la caballerosidad como un modo de ser en la vida. Yo soñaba con una mujer y quería hacer grandes cosas por ella. Creo que ella no sabía, porque era una mujer de muy alta alcurnia, pero yo hacía locuras para llamar su atención.
Herido para Renacer
Tenía yo treinta años cuando el pretendiente al Reino de Navarra, con la ayuda cuando el pretendiente al Reino de Navarra, con la ayuda del Rey de Francia, atacó a Pamplona. Me enviaron a hacerme cargo del ejército. Todos querían rendirse sin lucha, pero yo no. Hasta que una bala de cañón me rompió una pierna y me dejó maltrecha la otra. Pocos días después los demás se rindieron.
En mi época, los heridos de guerra y especialmente a los más nobles, no eran matados, sino que entregados a sus familias. Eso fue lo que sucedió conmigo.
En una especie de camilla me llevaron de Pamplona a Loyola. ¡Lo que sufrí con los huesos rotos y dislocados! Los médicos decidieron recolocar los huesos en su sitio. Aquello fue una carnicería. Con todo, lo único que me apenaba era morir, ¡sólo tenía treinta años!
En algunos momentos me desmayaba, porque perdí mucha sangre. Fue un largo y difícil camino. Quiso Dios que no muriera.
Pero al ir sanando, descubrí que una pierna me quedaba más corta y deforme… ¡¿cojo yo para siempre, sin poder montar a caballo ni poder cortejar a la dama de mis sueños?!… Esta vez fui yo quien decidió una nueva operación dolorosísima, sólo para remediar aquella deformidad.
Pensaba que si no cortaban ese hueso jamás podría atreverme a enfrentar a la dama de mis desvelos. No ser atractivo para las mujeres sería un golpe a mi orgullo. Y aunque todos me decían que estaba loco, preferí apretar las manos y soportar los dolores.
Finalmente resistí a la operación, con la gracia de Dios y el cuidado de mi cuñada Magdalena. Como se me hacían largos los días de convalecencia, pedí a mi cuñada Magdalena algunos libros que me distrajeran. No encontró en casa otros que la vida de Cristo y Vidas de los Santos. Yo quería unos libros de caballería, pero como no había otra cosa, me tuve que conformar con esos.
Con gran sorpresa ví que los libros empezaban a gustarme. Algo extraño sucedía en mí: al leeros me dejaban una gran paz y alegría. Me impresionaban las historias de hombres heroicos como San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán.
Cuando descansaba de la lectura, dejaba correr mi imaginación. Me veía con mujeres o en las batallas de Pamplona. Soñaba despierto mezclando mis propias historias con las de los libros de caballería que leía en mi juventud. Pero nuevamente sucedía algo extraño: luego de imaginar todo esto, quedaba con una sensación vacía.
Poco a poco fui distinguiendo. Supe que el gozo que me producía la lectura de la vida de los santos era mucho más fuerte que mis imaginaciones del mundo. Me fui sintiendo cada vez más identificado con estos santos y con su pasión por la vida. Comencé a preguntarme ¿por qué no podría ser yo mismo tan héroe como ellos?
Y entonces me empecé a imaginar nuevamente como un como héroe, pero ahora no era por el Rey o una dama, sino que por Dios. Y sentí un gozo indescriptible. Sentía que mi vida comenzaba a tener sentido, mientras que cuando tenía pensamientos vanos, me sentía demasiado común, igual a los demás.
Además, esta alegría interna duraba mucho más que la que tenía cuando me imaginaba haciendo actos heroicos por una mujer o por el rey. En cambio, los pensamientos de santidad hacían que el fuego que sentía en el corazón perdurara por mucho tiempo.
Al mirar con la perspectiva de los años, también reconozco que en el fondo había algo de mi vanidad en estos deseos de ser héroe a la manera de los santos. Yo quería ser el más pobre, el más entregado a Jesús. Pero Dios se valió de ese orgullo y con el tiempo lo transformó, mostrándome el camino de la sencillez.
Una noche recibí gran consuelo al ver una imagen de la Virgen, con su hijo en brazos, que me animaban a seguir por aquel camino y me quitaban la culpa de mi vida pasada.
Peregrino en Búsqueda
Sentí el deseo de dejarlo todo por Dios. Esperaba con ansias recuperarme por completo para poder partir. Soñaba con viajar a Jerusalén y vivir en los lugares donde nació y vivió Jesús.
Cuando ya estuve en condiciones de partir, le informé mis intenciones a mi hermano Martín y su esposa Magdalena. Me sentía tranquilo con esta decisión: yo no tenía mujer ni compromiso alguno. En Loyola pensaban que estaban un poco loco, luego de tantos meses de convalecencia.
Partí solo, a lomos de una mula. Me detuve en Aranzazu, un Santuario Mariano donde hice voto de castidad. Quería ser como Cristo, que vivió pobremente, y como los santos, que dejaron todo. Decidí dejar de vivir como un noble, protegido por mi posición social y mi dinero. Me convertí en un peregrino desconocido que ocultaba a todos su identidad.
Llegué a Montserrat. Tres días me tomó preparar una confesión general de toda mi vida. La víspera de la Anunciación pasé la noche entera en la Iglesia. Fue mi “vela de armas” como caballero de Dios. Doné mi mula al monasterio y mis vestidos a un mendigo. De madrugada, a escondidas y enfundado en mi sayal de penitente, partí a pie hacia Manresa.
Durante unos once meses me alojé en un hospital de mendigos, como un pobre más. Me retiraba a orar y a hacer penitencia en una cueva. Viví de la limosna. Descuidé mi aseo personal y debilité mi cuerpo con prolongados ayunos. Pero no encontraba la paz. ¿Aguantaría así toda mi vida? ¿Me habría perdonado Dios?
Me aboqué como un loco a la oración. Rezaba unas siete horas diarias. Iba a misa, conversaba con algunas personas sobre la fe, les enseñaba a rezar del mismo modo que yo había aprendido.
En un principio algunos me trataban como “el loco de Loyola”, porque Manresa estaba cerca de mi ciudad natal y había gente que me conocía y no podía entender este cambio tan brusco. Luego algunas personas se dieron cuenta de que en realidad yo estaba viviendo un proceso de conversión muy hondo.
Hacía semanas completas de duras penitencias. En un primer momento sentía que con ellas me acercaba más a Dios. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que Dios quería algo más de mí, aunque en un principio me costaba comprender.
Fui ahondando en los diversos espíritus que me movían. Así como había pensamientos que me llenaban de paz y que venían del Buen Espíritu, también había otros que me confundían y me hacían equivocarme, el Mal Espíritu.
Por ejemplo, al despreocuparme tanto de mi cuerpo, me empecé a dar cuenta de que las personas ya no se querían acercar a mí, porque les daba asco. Es que para despojarme de mi vanidad, me descuide por completo. No sólo hacía largas penitencias. También dejé de cortarme las uñas y el pelo. No me lavaba, porque en mi vida cortesana me preocupé mucho de eso. Pero luego me di cuenta de que no siempre este fervor venía de Dios.
Entendí que el Mal Espíritu me estaba guiando por un camino, pero Dios me invitaba a otro. Era yo quien debía elegir. Descubrí que mucho fervor indiscreto no conduce necesariamente a Dios. Él me fue ayudando a convertir el orgullo con que inicié mi peregrinar en humildad. Pero este aprendizaje tuvo algunos costos. Me enfermé gravemente del estómago, por los prolongados ayunos. En una ocasión estuve a punto de morir. Tuve un mal muy extraño, y estuve varios días como dormido sin que nadie pudiese despertarme. Pero luego, milagrosamente, me recuperé.
Mediante la oración y la contemplación de los Evangelios me fui entusiasmando con la persona de Jesús. Dios me trataba como un maestro de escuela a un niño, y yo empecé a anotar todas estas experiencias en un cuaderno al que después llamé Ejercicios Espirituales. Descubrí que cada hombre tiene una vocación particular, ¿pero cuál era la mía?
Poco a poco fui aprendiendo a escuchar la voz del Señor. Tuve una experiencia espiritual muy intensa junto al río Cardoner, que corre al lado de la ciudad de Manresa. La inspiración que recibí de Dios fue tan profunda, que sentí que había comprendido el sentido de toda la existencia y la creación.
Descubrí que mi llamado era a hacerme más pequeño, pero no simplemente para humillación propia, sino que para servir a los demás. De nada me servía hacer tantas penitencias, si eso quedaba sólo en lo hondo de mi corazón y, de paso, destruía mi cuerpo. Dios me invitaba más bien, a entregarme por otros, para salvar almas, igual como salvó la mía.
Decidí ir a Jerusalén, la tierra de Jesús. Donde Él nació y vivió 1500 años antes que yo.
Luego de superar muchas dificultades, pude llegar a Jerusalén donde sólo nos permitieron permanecer durante unos veinte días. Visité la ciudad y los pueblos más próximos como Belén, Jericó, el río Jordán… yo iba grabando en mi imaginación los más mínimos detalles de aquellos Santos Lugares.
En Jerusalén viví grandes consolaciones. ¡Besar esos lugares santos era algo que había esperado! Vivía todo como si fuese un regalo de Dios. Me parecía que las dificultades eran un regalo del Señor, porque me ayudaban a correr la misma suerte que Jesús y los santos.
Mi fervor era tal, que en algunos momentos estuve en peligro. Cometí una imprudencia y casi fui preso. Un hermano Franciscano me llevó a latigazos y amarrado, para salvarme de los turcos. Me sentía como Jesús yendo a la cruz.
Yo quería quedarme en Jerusalén para siempre, pero no era posible. Me mostraron hasta una Bula del Papa que decía que no podía llegar más gente a la ciudad. Con gran pena de mi corazón, tuve que partir de Jerusalén y entender que la voluntad de Dios era que yo no me quedara.
¿Para Qué me Quieres Señor?
Yo me daba cuenta de que hacía mucho bien a las personas que trataba, especialmente cuando los invitaba a hacer los ejercicios espirituales. Pero con mi nula formación teológica, me podían confundir con alguno de los muchos falsos predicadores que abundaban en ese tiempo. Entonces decidí que debía tener la mejor formación.
Regresé a España para estudiar. A mis treinta y tres años comencé a estudiar Gramática y Latín con los niños, lo que me ayudó mucho en el futuro y fue una gran lección de humildad. No abandoné mi vida de peregrino y continuaba conversando cosas espirituales con quienes quisieran escucharme.
Luego fui a Alcalá de Henares para estudiar Filosofía. Pero la Inquisición sospechó de mí y me encarcelaron. Me marché a Salamanca, donde me fue peor. No hallaron nada en mi contra, pero me prohibieron seguir predicando.
En España comencé a buscar a los primeros amigos con quienes compartir el camino y corregirnos mutuamente, para servir mejor al Señor. Creo que la radicalidad con que los invitaba a vivir amedrentó a todos los que invité en ese tiempo. Con un pequeño grupo incluso comenzamos a vestirnos de la misma manera, pero no fuimos aceptados y el rechazo de las personas los alejó.
En mis estudios en España conocí a grandes maestros, y también pude vivir los problemas que estaba teniendo la Iglesia en ese tiempo. Lutero y Calvino comenzaban a generar división y la Inquisición era cada vez más dura. Sufrí junto a mi Iglesia, pero finalmente yo mismo tuve que partir. Ya no era posible continuar con los estudios y la misión en ese lugar.
Conseguí una beca para viajar a Paris, donde estaba la mejor universidad y eran un poco más abiertos en las ideas. Siete años pasé en esa ciudad, estudiando en La Sorbona.
Los estudios eran muy exigentes. Pude ordenar todo lo que ya había aprendido en mi propia experiencia espiritual, poniéndole nombre a las cosas que había vivido, para expresarlo ahora con inteligencia teológica y filosófica. En París completé mis estudios de Filosofía y Teología.
Tuve mucha suerte con mis compañeros de habitación en el Colegio Mayor. Eran el saboyano Pedro Fabro y el navarro Francisco Javier. Pedro ya estaba camino de ser ordenado sacerdote y me ayudó mucho en el primer tiempo. Francisco Javier era un vanidoso que me recordaba mucho como yo era antes de encontrarme con Dios, pero era un hombre muy bueno.
Decidí proponerles mi plan a estos dos nuevos amigos. Todo fue a través de los ejercicios espirituales: poco a poco se fue formando la comunidad de los primeros compañeros.
Pedro y Javier comenzaron a dar los ejercicios conmigo, invitando a nuevos amigos. El grupo se fue ampliando y muchas personas se acercaban espontáneamente, porque nos veían muy comprometidos con el estilo de vida que llevábamos y la misión que teníamos. Pronto se agregaron Laínez, Salmerón, Bobadilla y Rodríguez.
Vivíamos muy sencillamente, estudiando y sirviendo en los hospitales, hablándole de Dios a la gente y dedicándonos primero como estudiantes y luego como sacerdotes a la salvación de las almas.
Nos sentíamos “amigos en el Señor” y decidimos, como yo antes, vivir en su tierra, en Palestina, a la manera de los apóstoles, para hacer el bien al prójimo.
Luego de unos años terminamos los estudios. Ya éramos nueve, y decidimos ordenarnos sacerdotes para partir a Jerusalén a servir en esas tierras.
Nos ordenamos sacerdotes en Venecia, pero yo no quise hacer mi primera misa en ese momento, hasta no llegar a Jerusalén. Decidimos sellar nuestro compromiso, y reunidos en una capillita junto a la Basílica de Montmartre, hicimos voto de peregrinar a Jerusalén. Si esto último resultaba imposible, nos pondríamos a las órdenes del Papa para que dispusiera de nosotros.
Era probable que esto ocurriese, ya que en aquel tiempo se declaró una guerra en contra de los turcos. Mientras esperábamos, trabajamos en Venecia y sus alrededores. Conversábamos con la gente, ayudábamos a los enfermos y a los pobres. Pero era difícil navegar por el Mediterráneo, a causa de los turcos. ¡Cuánto sufrimos al comprobar que pasaban los días y no había ninguna nave de peregrinos que pudiese zarpar a Tierra Santa!
Decidimos viajar a Roma para ponernos como grupo a las órdenes del Papa. Queríamos que él, como Padre de la Iglesia, nos enviara a servir donde fuéramos más necesarios.
Compañeros de Jesús
Poco antes de llegar a Roma tuve una experiencia espiritual muy profunda: cerca de una ciudad llamada La Storta hice un alto para orar en una capillita y sentí muy cercano a Dios Padre, que me decía “yo os seré propicio en Roma”.
Ya en Roma, nos pusimos a los pies del Papa, quien no podía creer que este grupo de hombres pidiese trabajo sin pedir recompensa alguna, en vez de exigir cargos y honores. En la Navidad del año siguiente celebré mi primera misa en la Basílica de Santa María la Mayor.
El Papa nos envió a diversas misiones, dispersos por el mundo. Reflexionamos y decidimos constituirnos en Orden Religiosa. Algunos decían que nos deberíamos llamar los “Iñiguistas” o los “Loyola”. Yo les dije que no quería que nuestro grupo llevara mi nombre, sino que sólo fuéramos Compañeros de Jesús. Así surgió el nombre de la Compañía.
Todos nos sentimos muy confirmados como grupo. Confiábamos absolutamente en que el envío del Santo Padre representaba la voluntad de Dios para nosotros.
Decidimos que uno de nosotros debía quedarse en Roma para representarnos como grupo. Después de varias votaciones me eligieron a mí para encargarme de eso. Yo no quería, pero la decisión de mis compañeros fue tener obediencia en uno de nosotros, para que nos coordinara y organizara. Es difícil mantener la cohesión del grupo, cuando todos están diferentes lugares del mundo.
Me dediqué de lleno a redactar las Constituciones y a dirigir los primeros pasos de nuestra misión.
Partieron los primeros compañeros. Francisco Javier fue a las Indias, otros al Concilio de Trento.
Mi trabajo en Roma se combinaba con una vida espiritual muy intensa. La Eucaristía era el centro de mi vida. Al celebrar cada día la misa, le iba preguntando al Señor qué quería de nosotros.
Mientras Roma dormía, pasaba largas horas mirando el cielo. Dios me había dado el don de reconocerlo en todo y en todos. Esa era la marca que deseaba para todos los jesuitas futuros. Que fueran pobres y libres, que encontraran y sirvieran a Dios en todas las circunstancias de la vida, pero especialmente atendiendo a los más necesitados, porque ésa era la mayor gloria de Dios.
Así, escuchando al Señor, fui redactando las Constituciones. También pedí mucha ayuda a los compañeros que estaban en Roma, como el padre Polanco y el padre González de Cámara.
En las Constituciones pude resumir mi experiencia de Dios y los Ejercicios Espirituales, para darle un cuerpo a este grupo. Ellas fueron aprobadas por todos los compañeros de la época.
Hacía los trámites necesarios para gobernar a la Compañía. Visitaba al Papa y los Cardenales, y tuve también que solucionar algunos conflictos. Estar a cargo de la Compañía me significaba enviar a los jesuitas a sus misiones, escribir muchas cartas y acompañar a todos desde la distancia. ¡En este tiempo escribí más de siete mil cartas!
También fue un tiempo para terminar de ordenar los Ejercicios Espirituales, que pude pulir luego de estudiar Teología y de los años de experiencia dándolos. Me maravillaba ver actuar a Dios en otros como actuó en mí, pero según lo que vivía cada persona. Me provocaba mucho gozo también ver a mis compañeros dar los ejercicios, y ser testigo los enormes frutos que daban. Era un gran consuelo ver a Dios vivo, actuando a través de otros y de mí.
Todos esos años mantuve mi servicio a los más pobres. Me sentía llamado a trabajar con las prostitutas y pude organizar a un grupo de mujeres españolas que estaban en Roma, para que me ayudaran. Lógicamente, yo no podía entrar en los burdeles. Pero con la ayuda de ellas se formó un lugar que llamado Santa Marta, donde las prostitutas encontraban el consuelo del Señor.
Íbamos con otros jesuitas a predicar en la Iglesia Degli Santi Apostoli, donde se reunían los “vergonzantes”: nobles que habían quedado pobres. Les conseguíamos limosnas y les hablábamos de Dios.
Los días eran intensos porque había mucho trabajo que hacer, sin embargo la salud no siempre me acompañaba.
Todo el tiempo llegaban nuevos compañeros. Para mí era un gozo enorme ver a aquellos novicios nuevos, que podríamos seguir enviando donde había mayor necesidad. Era como ver que un hijo creía, se desarrollaba y daba mucho fruto.
Nunca me imaginé que la Compañía de Jesús iba a llegar a ser tan grande. Yo proyecté una “Mínima Compañía”; quería que nuestro grupo no fuese muy grande. Me preocupaba, más que el ser muchos, que fuésemos buenos, fieles al Señor, ordenados, profundos. Sin embargo, ha sido un regalo del Señor la manera en que hemos crecido y llegado a todos los rincones del mundo.
En mis últimos años me sentía consolado todo el tiempo. Fui descubriendo que yo era puro impedimento, y eso me daba mucha consolación porque me sentía plenamente en las manos de Dios. También me arrepentí de mi imprudencia al hacer tantas penitencias, y por eso insistí tanto en que los jesuitas cuiden mucho su salud.
Llegó mi hora de volver al Creador. Contaba con sesenta y cinco años. Ya éramos más de un millar de jesuitas en todo el mundo.
Lo único que yo esperaba era el encuentro con el Padre. Deseaba que el Papa me enviara su bendición apostólica y le pedí a mis compañeros que la fueran a buscar. El Santo Padre la envió pero no la pude recibir. Partí a la casa del Padre antes de que llegara, Dios tenía sus destinos.
Mi muerte fue tranquila. Sentía mucho dolor y sabía que la partida estaba muy cercana, pero al mismo tiempo experimentaba una gran paz. Elevé mi mirada hacia el cielo y exclamé “¡Jesús, Jesús!”. Era el 31 de julio de 1556.
Al mirar estos 500 años de historia de la Compañía de Jesús tengo muchos sentimientos. Veo a miles de hombres que han entregado su vida y la siguen entregando al servicio de los demás, para salvar ánimas, como decíamos en mi tiempo. Veo tropiezos y errores, fragilidad y debilidad para confrontar al Mal Espíritu. Pero también veo generosidad, valentía, capacidad de lucha y por sobre todo, veo un gran amor a Dios. Esa entrega de mis hermanos jesuitas, que se sigue manteniendo hasta los tiempos actuales, me hace sentir profundamente consolado. Desde la casa del Padre encomiendo a mis hermanos para que continúen en la misión.
Fuentes para la redacción de este texto
Entrevista a Juan Pablo Cárcamo, SJ
Texto de Dioramas de la Vida de San Ignacio, Santuario de San Ignacio, Loyola, Azpeitia