«La cultura de la dignidad», por Benito Baranda
Columna de Benito Baranda, presidente ejecutivo de la fundación América Solidaria, para Vocaciones Jesuitas Chile
Las investigaciones acerca del funcionamiento cerebral, como nos lo recuerda Daniel Goleman, han comprobado que una manera de aliviar el dolor es reduciendo la atención (‘puntos ciegos’), siendo que –por el contrario- es ese mismo ‘dolor el que activa respuestas que favorecen la recuperación y la curación’. Quiero aprovecharme de esta observación para extenderla a lo que estamos viviendo en Chile acerca de la pandemia y sus efectos socio económicos. La fotografía, antes de la crisis, nos mostraba una nación con desigualdad social (trato y oportunidades) y económica (distribución de la riqueza), con una mediana de ingreso familiar ‘pobre’ y con elevado endeudamiento. Además, esto convive con numerosos guetos habitacionales (segregación residencial) donde viven familias de bajos ingresos y en evidente hacinamiento, y con evidentes brechas salariales y educacionales. En fin, un Chile con un promedio del pib mediano-alto que va acompañado de una persistente inequidad. La pandemia nos enrostra nuevamente este Chile indigno, pero además profundiza las brechas acentuando el sufrimiento humano. Estamos frente a una crisis humanitaria provocada por una sociedad que venía cargando ya con numerosas crisis (sindemia), reflejadas tanto en el trato diario como en todas aquellas realidades donde resultan incomprensibles las groseras diferencias asentadas culturalmente que han sido por décadas ‘normalizadas’.
¿Podemos seguir viviendo cómo vivimos?, ¿deseamos efectivamente un cambio cultural o simplemente nos indignamos sin comprometernos en una auténtica modificación?
Abrir los ojos y destapar los oídos, ver y conocer de cerca esta realidad, provoca dolor, indignación, sentimientos de injusticia y activa en algunos la solidaridad y un compromiso más permanente para transformarla. Hoy hay una esperanza que nos permite no seguir cometiendo errores que se convierten en horrores, de hecho, estamos conscientes de que es posible enfrentar la crisis sanitaria sin provocar una catástrofe socio económica. Muchas y muchos ya están trabajando arduamente para lograrlo. Sin embargo, la mayor barrera de este ‘nuevo tiempo de convivencia y políticas públicas’ son nuestros propios hábitos, nuestra ‘cultura’. En mis estudios de psicología me quedaron grabados los aportes de Clark L. Hull y Herbert Spencer acerca de la ‘fuerza del hábito’ y en las lecturas más recientes he profundizado sobre la ‘ansiedad de estatus’ y sus efectos en la salud mental de las personas (Wilkinson & Pickett, 2019). Estando consciente de que hay numerosos procesos psicológicos, sociales, culturales, económicos y políticos en este tiempo de turbulencia y de búsqueda de una mayor dignidad, deseo poner la atención en estos dos. A la base de la construcción de una nueva cultura que reconozca el igual valor de cada ser humano, es decir que se construya sobre la dignidad, está en parte importante la manera en que nos posicionamos dentro de la comunidad en que vivimos y desde dónde construimos nuestro estilo de vida, pero también en el cómo nos vinculamos con los otros, en decir como los percibimos, los tratamos y consideramos (Hagerty & Barasz, 2020).
Si bien las políticas públicas son esenciales en la construcción de la dignidad humana, éstas requieren –o deben ir acompañadas- de un destrabamiento de los nudos culturales y ‘puntos ciegos’ que nos mantienen atados a prácticas injustas, por lo que una ruptura de esa ‘cadena de hábitos’- sujeta en muchos casos a la ‘ansiedad de estatus’- es urgente y para ello se requieren cambios sustanciales en la manera de existir y consumir (ser y tener) y en el cómo vivir y trabajar (estar y hacer). ¿Estamos dispuesto, por ejemplo, a que nuestras viviendas estén junto a aquellas de los más excluidos, qué nuestros hijos se eduquen en las escuelas con los hijos de ellos, que tengamos en el mismo sistema de salud, que los salarios no tengan desigualdades aberrantes y que recibamos un trato similar en nuestras pensiones?
Es urgente enfrentar los asentados hábitos que construyen distancias injustas, que se manifiestan, por ejemplo, en nuestra manera de actuar y hablar, en lo que consumimos y en el cómo nos presentamos al mundo (bienes), en las opiniones y el trato que le damos a los demás (personas más excluidas, inmigrantes…) etc., es necesario revisarlos e identificar en cuáles de ellos se reproducen prácticas de menosprecio, excluyentes y discriminatorias. Así mismo, observemos nuestra propia ‘ansiedad de estatus’, esa desesperación por ser reconocidos, el ‘hambre’ por los bienes para ser considerados, para algunos esto se expresa en ocultar los orígenes sociales y económicos (o directamente avergonzarse por ello), y también en la valoración irracional de los orígenes (étnicos, territoriales, apellidos, barrios, amistades…) …etc., allí están otras de las grandes barreras para el reconocimiento de la dignidad de tantas personas.
Por lo tanto, partamos primero por lo que efectivamente sí podemos controlar en esta construcción de una cultura de dignidad, es decir, por nosotros mismos, nuestros hábitos y comportamiento, el estilo de vida y las prioridades que tenemos. Tenemos que revisarnos, efectuar una introspección aguda donde esos ‘puntos ciegos’ los podamos evidenciar y enfrentar (por ejemplo, un soterrado clasismo, una no consciente aporofobia, la sumisión a la ansiedad de estatus, discriminaciones arraigadas en las conductas diarias…), dejemos atrás tanto discurso y comencemos a poner en práctica aquello que permita ir cambiando ese sentimiento de injusticia que nos ronda como sociedad, dejando espacio a prácticas no humillantes y a un trato digno. La cultura de la dignidad es un arduo trabajo que implica poner a la justicia en el cetro de nuestro quehacer diario.