Claudio Barriga SJ: Dios me sonríe a través de los más pobres

Buscando La Identidad

Nací en 1960 en Concepción, soy el mayor de cinco hermanos. Hasta los seis años viví en el campo, en la zona de La Ligua. Al llegar a Santiago entré al colegio Saint George, donde habían estado mi papá y mis tíos. Estuve en ese colegio hasta tercero básico, cuando mi papá ganó una beca para ir a estudiar a Estados Unidos. Toda la familia partió a Wisconsin. Pasamos allá cuatro años, y después nos fuimos a México.

La experiencia de vivir fuera de Chile nos ayudó mucho en la unidad familiar. Es un valor muy bonito que hemos adquirido, hasta hoy somos súper unidos entre mis hermanos y con mis papás. Además pude conocer por dentro la vida de Estados Unidos, el estilo de ellos, que hoy es la cultura dominante. En México llegamos a un colegio norteamericano, y en la casa seguíamos hablando en inglés entre los hermanos, por lo que no nos metimos tanto en la cultura mexicana. En esos años fuera de Chile no perdimos el castellano gracias a que con mi mamá seguimos hablando en ese idioma.

A los doce años yo decía que era ateo, porque no sentía la fe. Me daba lata ir a misa, pero mis papás nos obligaban. Cuando tenía esa edad, quise ir a un campamento de verano. Claro, yo quería ir a uno mixto, para pasarlo bien. Y mis papás me mandaron a un campamento de varones y religioso, creo que era del Opus Dei. Igual partí, y me sentía muy contento de ir, porque el campamento era en otro Estado, entonces tenía que viajar en tren, solo. Cuando ya estábamos ahí, me sorprendió encontrarme con niños que creían en Dios, pues ninguno de mis amigos tenía fe. Teníamos misa todos los días, se rezaba el rosario… yo lo encontraba una lata. Pero me impactó encontrarme con niños de mi edad, que jugaban y hacían cosas entretenidas, pero que además creían y rezaban. Entonces me dije “es posible creer”.

Antes había escuchado que “la fe es un don, hay que pedirla como un regalo”.  Creo que en esa época, antes del campamento, había empezado a pedir la fe. Al volver a mi casa, abracé a mi papá y le dije “ahora creo en Dios”. Le llamo a esa mi primera conversión, cuando descubrí la posibilidad de la fe.

El colegio San Ignacio

Desde esa edad empezó un proceso lento, desde el simplemente creer, a empezar a gustar un poco las cosas de Dios. Eso ocurrió más cuando habíamos regresado a Chile. Llegué de 15 años y entré al colegio San Ignacio El Bosque, porque quedaba cerca de nuestra casa.   Al llegar a ese colegio, me gustó la idea de participar en la amplia red de actividades pastorales que ofrece: campamentos, retiros, actividades sociales, trabajos de verano y de fábrica.

Lo que más me llamaba la atención eran los retiros. En segundo medio fui al primero. Me lo dio un alumno de cuarto medio: se llamaba Guillermo Baranda y es actualmente mi Provincial. El padre Edwin Hogdson guiaba a los chiquillos de cuarto medio que le daban los retiros a los de segundo.

Me empezó a pasar algo en esa edad: empecé a experimentar un profundo interés por Dios, una sed o búsqueda de Dios. Me resultaba muy atractiva la vida mística, aunque no entendía mucho de qué se trataba. Experimentaba un deseo de encontrarme con Dios, así que una vez le pregunté al padre Hogdson si se podía ser santo y laico, porque me gustaba Dios, pero no quería ser cura.

Tengo tres hermanas menores, entonces cuando empezó la etapa de las fiestas, como a los 16 años, mi hermano y yo teníamos fiestas todos los fines de semana, los viernes y los sábados. Fue un año en que lo pasé fantástico.  En el colegio jugaba voleibol, hacía excursiones a la montaña con mis amigos. La vida familiar era bastante intensa, no sólo mi familia chica sino que también con los primos, porque los Domínguez hemos sido muy unidos.  Es decir, tenía una vida intensa, agitada y entretenida a los 16 años. Me acuerdo de haberlo pasado tan bien, que yo dije “quiero tener siempre 16”.

Una de las cosas que hacía a esa edad, eran actividades pastorales. Me convertí en el acólito oficial del curso, por ejemplo. Y empezó a pasar algo en mí: dentro de esta vida entretenida que yo tenía, descubrí que lo que más me gustaba, de toda la gama de cosas que hacía, era la parte de Dios. Me gustaba, me atraía, me llenaba, me dejaba feliz. Me empecé a preocupar, me preguntaba por qué me pasaba eso.

Poco a poco comencé a hacer la conexión: si los curas eran las personas que dedicaban toda su vida a aquello que a mi más me gustaba, ¡entonces yo también quería ser cura!  Pero también pensaba que podía servir a Dios siendo médico.

Nunca fui muy líder, más bien, mi vocación se gestó de una inclinación o atractivo por las cosas de Dios. Así, la posibilidad de ser cura fue tomando cada vez más peso en mí.

Ya en tercero medio, empecé a rezar pidiéndole a Dios que me diera la vocación. Yo quería actuar de acuerdo a lo que Dios quisiera, y no por un capricho mío. Ya me había empezado a gustar la labor pastoral, y encontraba fascinante ser cura. Pero no quería hacerlo como idea propia, sino hacer lo que Dios quisiera. Ahora lo veo hacia atrás y me doy cuenta de que en esa etapa ya estaba absolutamente conquistado, Dios ya me tenía invitado a esto. Pero yo le pedía el don de la vocación.

A comienzos de cuarto medio, yo sentía que el tema ya estaba claro. Fui a hablar con Ramón Echeverría, un sacerdote diocesano que era amigo mío y de mi familia. Le dije “sabe que yo quiero ser cura”. Él me escuchó y me creyó, me dijo que Dios podía estar actuando en mi, pero que todavía era “muy pajarito”. Me recomendó esperar, que entrara a la universidad, que conociera un poco más y que después habláramos.

Me pareció un buen consejo, porque me sentía inmaduro, así que entré a la Universidad Católica a estudiar medicina. Me fue bien, aunque no fui el alumno más destacado. Pero a lo largo del año empecé a sentir que yo no quería ser médico. Sobre todo veía el contraste entre una aspiración de una vida de servicio humilde a los demás, y el ambiente “estirado” o distante de los médicos.

El Seminario Pontificio

En octubre de ese primer año en la universidad, fui a un retiro vocacional que ofrecía el Seminario Pontificio. Al mes siguiente decidí ser cura. Creo que decidí postular al Seminario Pontificio por razones más bien afectivas, que me ligaban a ese sacerdote amigo del que no quería separarme. Lo quería mucho y seguimos muy unidos, hoy él tiene 81 años.

Tengo tres tías Carmelitas. En ese período empecé a visitarlas y a contarles lo que me estaba pasando. Ellas estaban felices de que tuviera vocación y me hablaban de Santa Teresa, de la vida de oración. Frecuenté mucho a las carmelitas y ellas también me ayudaron a discernir.

Pero yo creo que mi discernimiento no fue con todos los elementos en la mesa. Decidí por el Seminario Pontificio, postulé y el 23 de diciembre me avisaron que quedé aceptado.

Ingresé en marzo del ’79. Llegué el primer día, esperando sentir confirmado que ése era mi lugar. Pero cuando entré al Seminario, no me sentí cómodo. Me llamó la atención, pensé que se me iba a pasar. Pasó el tiempo y comencé a pensar que ser Diocesano no era mi vocación específica dentro de la Iglesia.

Me fui dando cuenta de que mi vocación había surgido de un modelo religioso, no diocesano. En el modelo religioso, uno entra a un instituto donde entrega todas las cosas. No tienes nada propio, dependes en todo de tu Superior, ni tu tiempo es propio. En mi mente la vocación nació en ese modelo de vida religiosa: el de la Compañía.

En el Seminario te daban vacaciones, como en el colegio, dos semanas en invierno y dos meses en verano. Me chocó profundamente que al llegar el período de las vacaciones cada uno tuviera que organizar ese tiempo. Si querías hacías misiones, si querías te quedabas en la casa de tus papás o incluso podías viajar con tu familia.

En las primeras vacaciones de invierno yo empecé a retomar mi búsqueda vocacional. Fui a los benedictinos, donde tuve una semana de retiro monástico. Quería entrar en esa onda y ver si tal vez por ahí iba la cosa. Después en el verano, estuve un mes donde los Trapenses. Como yo sentía un fuerte atractivo por la vida de oración o mística, fui a esos conventos pensando que esa podía ser mi vocación. Pensé ser Trapense: monje, oración, silencio, clausura, lejos del mundo. Ese mes que estuve compartiendo la vida con ellos me gustó mucho. Pero tampoco sentí que fuera mi lugar. Volví al Seminario y duré otro año más ahí. Cuando iba a empezar el tercer año, me propuse resolver la duda sobre la identidad de mi vocación.

Empecé a discernir, ya en forma más sistemática, si mi vocación era el Seminario u otro lugar. Al final del tercer año de Seminario hice un retiro de discernimiento. Había estudiado tres años bien, tenía buenas notas, era buen alumno,  buen compañero en el sentido de meterme bien en la vida del Seminario, pero seguía  con esa insatisfacción personal. No sentía que estaba en el lugar correcto, entonces había que buscar.

Ese verano a todo mi curso del Seminario le tocaba hacer un retiro con Fernando Montes, Provincial de la Compañía en ese tiempo. Yo andaba buscando eso, así que esta posibilidad fue ideal. En ese retiro tuve clarísimo que mi lugar era la Compañía. Con mucha consolación, gozo y confirmación, decidí postular. Me sentí volviendo a lo mío, al origen de mi vocación, que se gestó en el colegio y con un modelo de vida religiosa, de entregarse por completo a un Instituto y a los votos de pobreza, castidad y obediencia. No tienes nada propio, te mandan y renuncias a tu vida familiar, lo entregas todo. Y yo sentía que en el Seminario Pontificio no lo podía entregar todo, porque debía manejar mi plata, arrendar una casa, vivir de mi sueldo… entonces iba a tener una vida más determinada por mí mismo. Y yo no quería tener nada, quería depender absolutamente de mi Superior y de un Instituto de vida religiosa.

Desde otras congregaciones no se puede postular a la Compañía, por el tema de la espiritualidad en la que has sido formando. Pero eso no pasa con los que han estado en el Seminario Diocesano, así que postulé ese mismo año.

Entré en marzo siguiente al Noviciado Jesuita, junto a cinco compañeros de los que finalmente dos nos ordenamos sacerdotes. En el Noviciado fue muy importante el Mes de Ejercicios. Comencé un proceso de derrumbar autoimágenes de mí mismo, que tenía muy idealizadas. Empecé a darme cuenta de mi realidad pecadora, humana, limitada. Y ese proceso todavía no termina, aún intento descubrir mi identidad.

Desde que entré a la Compañía viví muy contento. En realidad en el Seminario también estaba feliz; feliz de ser de Dios, eso para mí era lo más fantástico. Pertenecer a Dios me llenaba de gozo, y que mi vida fuera para Él, aunque sentía que estaba en el lugar equivocado.

La Segunda Conversión

En la Compañía, después del Noviciado que es fundamental para nuestra formación, viene una etapa que se llama Juniorado. Ahí viví otra experiencia crucial para mí, a la que llamo mi “segunda conversión”.

Fui a Bolivia, al  Encuentro de Estudiantes Jesuitas del Cono Sur (Ecsej). La idea era encontrarnos, conocer un poco la experiencia de Compañía que cada uno traía, conocer a juniores de otros países.

Pero a mí me marcó otra cosa: en ese momento me convertí al mundo de los pobres. Hasta ese minuto, yo vivía una vocación más o menos neutra, sin preferencias especiales sobre hacia quién orientar mi servicio. Pero ahí descubrí yo quería que mi vida se identificara con los más pobres de los pobres. Y sentí un atractivo muy grande por buscar el servicio humilde entre los humildes, tratar de vivir ojalá pobremente. Sentí muy fuerte que Dios se había revelado a Sí mismo desde la pobreza y la marginación. Nació en un pesebre, fue perseguido desde chico, se crió en el anonimato por 30 años en un pueblo de mala reputación, después se empezó a rodear de un grupo de “patipelados”, pescadores, gente desprestigiada. Lo trataron de borracho, de hereje, de glotón, de endemoniado, loco… Muere crucificado, entre dos ladrones. Entonces, un tipo que nace marginado, vive marginado y muere marginado… ¡es un marginado!

Esa imagen de Dios me resultaba muy atractiva. Descubrir a un Dios que me hablaba desde el margen y desde la pobreza, no desde el centro del poder o desde la riqueza.  Desde esa fecha empecé a pedir siempre en la Compañía, cuando tenía cambio de destino, vivir entre los pobres.  Porque no quería perderme la maravilla de un Dios que se revelaba entre los pobres, desde lo más humilde, desde lo que no cuenta, desde el no poder, desde lo que no vale, lo que nadie considera, lo que parece insignificante.

Yo sentía, y todavía siento en parte eso, que en la Compañía con sus grandes instituciones y nuestras casas que suelen ser más bien grandes que pequeñas, con nuestros apostolados y misiones que a veces son destinados a influir en el poder y en la sociedad (que también es parte de la misión de los jesuitas), yo sentía que eso podía amenazar el encuentro con el Dios verdadero. Podía hacer que nos perdiéramos la gracia de descubrir a Jesús pobre y humilde, como decía San Ignacio. Y yo quería encontrarme con ese Jesús.

Pedí hacer el Magisterio en el sector popular, pero me fue mal, porque me mandaron a Puerto Montt a un colegio. Lo hice feliz, aprendí mucho, crecí. Al regreso de esos dos años me tocaba estudiar la Teología. Le pedí al Provincial que si había una casa de estudiantes entre los pobres, me destinara ahí. Tampoco había.

Desde mi segunda conversión, empecé a darme cuenta de que me atraían todas las situaciones de marginación extremas. De enfermedad o de pobreza. Empecé a sentir interés en acompañar a los que sufren más. Los enfermos, los que están presos. Hasta hoy me encantaría ser capellán de un hospital.

Dios en los enfermos

Por unos conocidos de Puerto Montt, me vinculé con un grupo de papás de niños con cáncer. Los quise acompañar y empezamos a hacer una reunión mensual. Yo sentía que lo que estudiaba en los libros de teología debía responder a esta situación dramática. Dios tenía que tener una respuesta para ellos. Así me acerqué a ellos y a otras situaciones de dolor similares, buscando esa respuesta de Dios. De un Dios que yo estaba estudiando, un Dios que es amor, que viene a salvar.

Durante seis años acompañé a ese grupo. Después de un año de escucharlos, hice mi primera síntesis de lo que sentía era una respuesta de Dios a una situación tan difícil de entender como un niño con cáncer: un Cristo, un inocente, que sufre como un crucificado, pero que es quien nos redime a todos. Estos niños estaban como crucificados en esas camas de hospital, sin que lo pidieran, y eran partícipes de la cruz de Cristo de una forma que no terminábamos de entender. Y ciertamente eran una presencia de Dios y nuestra salvación. Los niños daban unos ejemplos de valentía ante el dolor que nos dejaban con la boca abierta.

Esa experiencia marcó una veta en mí. Me interesé en ese tiempo en estar cerca de Cuti Longueira SJ, compañero jesuita que estuvo tres años gravemente enfermo. Es que para mí el estudio de teología debía responder a la vida, con sus situaciones dramáticas y límites.

Dios en la población

Cuando me ordené de sacerdote, en 1991, mi primer destino fue la Parroquia Jesús Obrero. Fui Vicario Parroquial, es decir, el ayudante del párroco, por cuatro años. El párroco era Eddie Mercieca, del cual aprendí y al que quiero mucho.

Durante esos cuatro años estuve muy feliz. Me metí en la población. No hay cuadra de todo el sector parroquial en que yo no haya entrado por lo menos a una casa. Visitar a la gente, a los enfermos, llevar la comunión, estar con los chiquillos… me metí muchísimo y fui muy feliz en esa misión. Sobre todo con los jóvenes, que era mi dedicación principal en la parroquia.

En la población donde vivía había un campamento. Era un sitio vacío que se tomó un grupo de personas, que vivían entre cartones y plásticos, de la forma más miserable que yo he conocido. Me acerqué mucho a ellos; empezamos a ir con los jóvenes de la parroquia. Una vez llegaron a buscarme a mi casa diciéndome “padre, parece que van a venir los “pacos” hoy día”. Avisé que iba a alojar fuera, y me quedé con ellos porque estaban muy asustados. Finalmente no llegaron los carabineros, pero esa noche fue maravillosa. Dormí en la casa de un matrimonio que tenía una guagüita. Era una pieza indecente. El tipo era el pato malo del sector, andaba con una pistola y todos le tenían miedo. Ellos durmieron en el suelo y me dejaron en su único colchón, con su guagüita. El bebé durmió sobre mi pecho, toda la noche. Casi no dormí, pero fue maravilloso.

En el tiempo que estuve en la parroquia, las personas más amigas mías eran los de esa toma. Obviamente nos movimos e intentamos buscar una solución a su problema de vivienda. Pero a mí no me movilizaba ser el “mesías” que les solucionaba los problemas, sino que ser amigo de ellos, estar con ellos, vivir con ellos.

A veces invitaba a algunos estudiantes jesuitas a alojar en la toma. Parte de las experiencias de los estudiantes de esa época era acompañar a Claudio a la toma.

Dios con Corazón

Después de cuatro años en la parroquia sentí la necesidad de completar mis estudios, que era un tema pendiente. Normalmente eso lo hacen los jesuitas antes de ordenarse, pero como yo había entrado después de 3 años de Seminario, me ordené antes de estudiar la licenciatura.

Tenía muy claro que no quería ir ni a Europa ni a Estados Unidos, el destino de la mayoría de los jesuitas que salen fuera a estudiar. No quería ir a un diálogo con una Iglesia Europea que pertenece a otra realidad, que está más preocupada del problema del ateísmo que de la pobreza.

Quería estudiar con una orientación que respondiera a los problemas nuestros, y encontré una facultad de muy buen nivel en Brasil, en Belo Horizonte. El Provincial aceptó, y a fines del ‘94 me despedí de Jesús Obrero y fui por tierra, peregrinando por América Latina, hasta Brasil.

Estuve dos años ahí, estudiando una licenciatura en Teología Pastoral. Mi tesis fue en Teología Narrativa: hablar de Dios contando historias. Es una veta teológica que a partir de cuentos o historias verídicas habla de las verdades teológicas que en los libros de teología se desarrollan con términos muy abstractos o complejos.

Como cura tenía una capellanía dominical. Hacía misa en un barrio pobre, en una parroquia. Pero además me ofrecí para apoyar algunas de las labores pastorales que hacían los estudiantes jesuitas en Brasil. Eran bastantes novedosas y me llamaron la atención dos: la pastoral de la calle y la de la prostitución.

Empecé a acercarme a los adultos de la calle, me quedé a alojar con la gente debajo de los puentes. Pero lo que me tomó el corazón fue la pastoral con la prostitución. No estaba a cargo  de la Compañía, sino que la llevaba el Arzobispado de Belo Horizonte, que la había encargado a las Hermanas del Buen Pastor. Los jesuitas sólo íbamos a colaborar, y a mí ya me parecía muy bien llegar en forma humilde a colaborar con la obra de otros.

Dios entre las víctimas de la prostitución

Visitábamos una vez a la semana los locales de prostitución con unos volantes, para invitar a las mujeres a cursos de capacitación, a una casa de acogida, a servicios de abogados, psicólogos y asistentes sociales, que ofrecía un centro llamado Pastoral de la Mujer Marginalizada. No era una solución definitiva a sus problemas, sino que una ayuda para buscar otras alternativas.

Esas mujeres eran las más pobres. Muchas veces llegaban del campo, la mayoría eran mamás desesperadas porque no tenían otro medio para juntar plata que la prostitución. Para mí era muy importante la visita. El escenario era terrible: un corredor que llamaban “hoteles”. Ellas estaban en sus piezas, que tenían sólo una cama y un lavamanos, mientras los hombres circulaban por el corredor mirando esta “carnicería” para elegir a la mujer que querían. Nosotros competíamos con los clientes para entrar a la pieza. Cuando entrábamos nosotros prendían la luz, se incorporaban, cambiaban la cara. Era un encuentro de humanización en un  mundo totalmente deshumanizado. Nosotros llegábamos a conversar un ratito con ellas, cinco minutos. Teníamos que competir un poco con los hombres para lograr entrar primero a las piezas. Yo empecé a descubrir que la Iglesia, en las definiciones dogmáticas, es sacramento universal de salvación, que significa signo de salvación para los demás, para el mundo. Para estas mujeres, ¿cómo podía ser signo de salvación? Sentí que podía ser signo de salvación cuando una vez a la semana llegaba alguien, la llamaba por su nombre y no por su “nombre artístico”, las visitaba no interesados en su cuerpo sino que en conocerlas a ellas, saber cómo estaban, de sus hijos y su familia. Ese momento de humanidad era una instancia de Iglesia.

Sentía que llegar a ese submundo terrible era una pequeña lucecita de esperanza que se prendía en medio de una gran oscuridad. Yo sentía que no podía vencer esa oscuridad, pero traer una luz significaba que la luz existe, que no es sólo oscuridad, que hay esperanza.

En esa pastoral también descubrí el Sagrado Corazón de Jesús, que para mí era hasta ese momento una devoción “de viejita” con olor a naftalina y sin mucho que decir al mundo moderno. Pero empecé a darme cuenta de que en esos encuentros con esas mujeres desesperadas, cuando nosotros las escuchábamos y hacíamos una oración con ellas, estaba presente el Corazón de Jesús. Jesús es el rostro de un Dios con corazón, un Dios que se interesa por dar cariño a los pobres. Es un Dios que quiere hacerse cercano, que quiere tocar la mano, dar un abrazo, secar una lágrima, que quiere decir “te quiero y me interesa tu pena”. Descubrí que la invocación al Corazón de Jesús se refiere a la humanidad de Dios, a su cariño, al afecto con los más pobres, a su acogida de los que no cuentan para nadie.

Una vez a la semana sentían que había un Dios que se acercaba a ellas y les mostraba un poquito de cariño. Para mí eso justificaba las visitas, aunque las mujeres no salieran de la prostitución.

Dios en las “favelas”

Yo no me quería perder la gracia teológica que descubre a Dios entre los humildes, entre lo que está despojado de todo poder. No quería perderme al Dios que me sonreía desde los más pobres. Por eso, otra de las experiencias importantes que tuve en Brasil fue estar en la favela da Rocihna en Río de Janeiro. Las favelas son los barrios marginales de Brasil, que tienen mala fama porque están dominadas por el narcotráfico y son peligrosas. De todas las favelas, la Rocihna es la más grande. Ahí vivía un jesuita, que aproveché de ir a conocer.

Pasé mi mes de vacaciones de inverno viviendo con él y con tres compañeros de estudios que invité a acompañarme. Inventamos un sistema para visitar las casas a través de una bendición. Dedicamos todo el mes esta misión de bendecir las casas; cada semana se llenaba más la lista. La gente nos iba a buscar y nos llevaba a los lugares más recónditos de la favela, así que visitamos todo el lugar. Al final, visitamos a 103 familias.

Escuchando el dolor de la gente, acompañándola, sentí plenamente realizada mi vocación. A veces sentía que no importaba si yo nunca dirigía grandes instituciones, que yo nunca hiciera grandes obras. Me bastaría con acompañar humildemente a los pobres en su vida, ojalá viviendo como ellos, para sentir que mi vocación tenía pleno sentido.

Esa favela pasó a ser un punto de referencia en mi vida. Después yo buscaba ir a Río de Janeiro para ir a ver a mi gente. Hasta hoy nos escribimos cartas.

Dios entre los pobres de Arica

Volví a Chile y después de un período de seis meses en que hice la Tercera Probación en Calera de Tango, partí destinado como párroco a Arica en la parroquia Nuestra Señora del Carmen. Es una ciudad muy pobre y los jesuitas ahí trabajan en sectores de gran necesidad. En ese lugar fui feliz, metido con la gente, visitaba las casas.

La vida de un párroco es multiforme. Un día confiesas niños para su primera comunión, después das la unción de los enfermos, después hay que ir a una misa en algún lugar, das un curso de formación para catequistas, acompañas reuniones… es una vida entretenida, porque es súper variada. Cada día es distinto del otro y tienes contacto con un grupo grande de gente. Todas las semanas tenía horas de oficina en las que recibía a las personas y la escuchaba.

Además me empezaron a pedir ayudas en cosas externas de la parroquia, entonces pasé a ser un cura que estaba disponible para el servicio de la Iglesia en la ciudad. Eso es muy bonito.

Esta etapa significó un contacto de lleno, permanente y muy intenso con muchas personas, gente que quiero muchísimo hasta el día de hoy, que me ayudaron a ser sacerdote y párroco. Me enseñaron mucho, y nos hicimos amigos.

Dios en los discapacitados mentales

En Arica surgió una experiencia muy linda. En el sector parroquial había dos hermanos esquizofrénicos que vivían solos, y desamparados. Tenían 35 y 40 años, estaban descompensados y atemorizaban un poco al barrio, incluso se decía que ellos habían matado a su mamá. Había que hacer algo. Empezamos a ver soluciones y finalmente logramos que una vecina, que siempre les daba de comer, se hiciera cargo más formalmente de ellos. Yo me hice apoderado de estos hermanos para cobrar su pensión asistencial, le daba esa plata a la vecina y ella les daba de comer, y logró tenerlos limpiecitos y bien cuidados. Pero la vecina se tuvo que ir de la ciudad, y ellos volvieron a una situación de “animalidad”. Vivían en la mugre, tiraban piedras a los vecinos, salían sin ropa a la calle. Nos pusimos a averiguar lo que podíamos hacer para resolver su situación, y descubrimos los Hogares Protegidos.

El hogar protegido es un modelo de tratamiento para discapacitados que busca mantener a las personas en una estructura de hogar, no de manicomio, con un máximo ocho personas por cada casa, a cargo de un monitor. Ahí ellos crecen hasta el máximo de su potencialidad y algunos llegan a ser un poco más autónomos.

Con personas que querían colaborar en esto, formamos una institución con personalidad jurídica, en marzo de 2003. En agosto ya habíamos logrado arrendar una casa y el 18 de ese mes, día del Padre Hurtado, se abrieron las puertas. Entraron las primeras dos personas discapacitadas. No eran en todo caso los hermanos que habían suscitado todo este movimiento.

Buscamos financiamiento a través instituciones y personas. Fue fundamental el apoyo de algunos de mis compañeros del colegio. Al año siguiente habíamos logrado juntar 33 millones de pesos para comprar una casa propia, era como un milagro. Dimos un paso tras otro con bastante facilidad… entonces era muy claro que esto era de Dios.

Hoy en Arica existe el Hogar Protegido San Pedro Claver, que alberga a seis personas y tiene capacidad para ocho. No se ha llenado tan fácil como lo esperábamos, porque cuesta convencer a las personas de que vayan a vivir ahí. Esta casa no es para cualquier discapacitado mental: es sólo para los que están abandonados. Y en general los que andan vagabundeando por la calle son “espíritus libres”, que no quieren reducir su libertad a vivir en una casa. Yo diría que la mitad de las personas que andan en las calles que piden monedas en los semáforos, que andan sucios o medios harapientos, son discapacitados mentales. Y los tratan tan mal… la violencia de la calle es terrible. Los tratan a palos porque andan hediondos, pero ellos no tienen juicio propio. Es tan injusto el sistema de una sociedad que no les da acogida.

Uno de los que vive en la casa es un viejo, que llevaba 27 años viviendo en una ruca, en medio de la basura. Tenía una barba enorme, el pelo asqueroso. Hoy está con nosotros y es un viejito feliz, es pura sonrisa aunque no habla mucho, porque está muy limitado mentalmente.

Los discapacitados mentales son personas muy desvalidas, necesitan mucho apoyo. Para mí son transparencia de Dios. Si Dios nace y viene a estar con nosotros, se va a ir donde ellos, donde los que están botados en la calle, los últimos, los que no tienen a nadie. Creemos que Jesús está ahí, sufriendo en ellos. Por eso el hogar los recibe a ellos, a los que necesitan más urgente.

Para mí, hacerse amigo de estas personas es un privilegio. Que ellos te quieran, te abracen, te pregunten “¿cuándo nos va a venir a ver?”. Hay gente que les tiene miedo porque piensa que son violentos. Pero son una dulzura, son personas modestas, como niños. Son muy inofensivos si es que están compensados. Uno ve en las calles a gente que no debiese estar así. Les dicen flojos, pero es que ellos jamás serán capaces de trabajar, de ser autogestores de su propia dignidad, porque están enfermos. Por eso para mi es tan importante responder de alguna manera a esta realidad.

Una nueva misión

Después de siete años muy felices como párroco en Arica, empecé a sentir la necesidad de un cambio. Salí de Arica, destinado al Apostolado de la Oración (AO) y el Movimiento Eucarístico Juvenil (MEJ), que es mi actual misión.

Volví a Santiago en septiembre de 2004. No conocía mucho del MEJ, y menos del AO. Pero cuando el Provincial me lo planteó, me entusiasmó la idea. Sentí un gozo especial, intenso, algo inexplicable, como cuando uno siente que Dios lo quiere en eso.  Sería una misión bastante itinerante: el MEJ y el AO están presentes en todo Chile y no son instituciones de estructuras pesadas.

El Apostolado de la Oración es un servicio eclesial mundial, presente en cerca de noventa países y que agrupa a unos 50 millones de personas. Es una obra de la Iglesia, que el Papa encomendó a la Compañía de Jesús. Su misión es promover la espiritualidad del Corazón de Jesús, enseñar a orar y a ofrecer la propia vida a Dios, a través del ofrecimiento personal, para unir mi vida y oración a la vida y oración de la Iglesia Universal. No es un movimiento, es decir, no exige inscripciones de ningún tipo. Simplemente entrega mensualmente a las personas una hoja con ayuda para la oración. El AO es una herramienta para inyectar espiritualidad en los lugares más recónditos del mundo, ayuda a la gente a saber cómo encontrarse con Dios. En Chile llega a 22 mil personas, principalmente ancianos pobres, que viven en hogares o pertenecen a agrupaciones. Es decir, el AO es una pastoral masiva, que busca que la gente pueda unir su vida a la actitud del Corazón de Jesús y recibir todas sus ternuras: es un corazón que te acoge, te abraza, te hace cariño, te perdona, te sostiene y te ama.

El Mej es la rama infantil y juvenil del Apostolado de la Oración, que como está destinado a niños, tiene estructura de movimiento y está más organizado. Una vez que entré en esta misión, empecé a encantarme con esto. El Mej es un movimiento de una enorme vitalidad y organización que recibí heredada de su fundador, el padre Eduardo Muñoz sj. El dinamismo, la alegría de vivir al estilo de Jesús, que es el lema del Mej, realmente aquí se vive y es precioso trabajar aquí.

Recorriendo lugares de Chile para visitar los centros del Mej, me he llenado de una fuerza y vitalidad  muy enriquecedoras. Me gustan los niños y tengo facilidad en el trato pastoral con ellos, así que lo he pasado súper bien. Me toca coordinar al Equipo Nacional e impartir la formación, visitando los lugares donde hay Mej, desde Arica hasta Puerto Montt. Es un movimiento muy centrado en la Eucaristía. Eso es sorprendente, porque para los niños la misa suele ser algo aburrido, pero el Mej logra formar niños eucarísticos, capaces de descubrir que en la Eucaristía está presente el misterio de Dios.

Estas dos obras, AO y Mej, se dirigen desde la oficina en Santiago de la que yo estoy a cargo. Tengo un lujo de equipo de trabajo, hay siete personas que trabajan conmigo en los temas de formación, página web y administrativos. Es una maravilla trabajar con tan fuerte respaldo de la Compañía, que financia todo esto.

Un Desafío Inesperado

Después de un año tres meses en el MEJ y AO, en diciembre de 2005, llega la noticia de que el Padre General quiere que Claudio Barriga vaya a trabajar a Roma, como Director Mundial Delegado del Apostolado de la Oración y el Movimiento Eucarístico Juvenil.

Al principio cuando me contó el Provincial, yo dije, “mira primero que debe ser un error, o debe ser una idea peregrina entre varias otras y quizás se va a descartar. Yo estoy recién partiendo, no tengo experiencia….”.  Pero en enero esto se confirma: “el Padre General quiere que tú vayas a Roma, a hacerte cargo de la oficina del Apostolado de la Oración y del Mej”.

¡Yo no entendía nada! En abril tuve una reunión del Mej en Roma y aproveché de entrevistarme con el Padre General. Llegué con mi discurso, le dije “vengo a abrirle mi conciencia: éste soy yo, tengo mis limitaciones, me falta experiencia”. Hablé como 15 minutos, él me escuchó y me dice “¿pero usted tiene algún impedimento para aceptar esta misión?” “No tengo impedimento”, le contesté vacilante. “Muy bien, entonces me gustaría contar con usted. Voy a enviarle una carta”, dijo. Después habló como 45 minutos más de la misión, de lo que iba a hacer. Pero me costó registrar, porque estaba muy impresionado.

Recién en noviembre se pudo hacer público mi nombramiento, así que me pasé casi todo el tiempo de trabajo en esta misión sabiendo que yo estaba destinado a hacerme cargo de estas obras a nivel mundial, pero sin poder contarle a nadie.

Todo esto se gestó cuando recién había llegado a Santiago a asumir estas obras, en septiembre de 2004.  Recién asumía mi nuevo cargo y se realizó un encuentro latinoamericano de Mej y AO en Chile. Ahí me conoció el padre van Doren, Director Mundial Delegado de estas obras. Él le dio mi nombre al Padre General, quien le insistió varias veces al Provincial chileno. El provincial siempre decía “bueno.. tal vez… no sé si hay otros nombres”. Pero el Padre General siguió insistiendo. Entonces el Provincial me decía “mira, el General es el General, no podemos decirle que no, y él insiste en tu nombre”. Entonces yo digo, es el corazón de Jesús el que me lleva para allá. Esto es tan fuera de todos los planes y de toda previsión, que yo digo que si no es algo de Dios, no me lo explico. Y si es algo de Dios, entonces me da tranquilidad de que Él está a cargo y Él verá qué hace conmigo, cómo lo hace y me ayudará en lo que tengo que hacer.

El 8 de abril, el Mej cumple 25 años en Chile. Ese día habrá una celebración y se hará el cambio de mando. Dos días después yo viajo a Roma.

Este trabajo me va a llevar a visitar todos los países y lugares donde están presentes el AO y el Mej. Voy a tener que convocar a reuniones por regiones o continentales. Ya tengo en mi agenda reuniones por todo el mundo, hasta el 2008. Aprovechando esas reuniones voy a visitar los diferentes lugares.

El trabajo de la oficina, lo tendré que aprender. Estoy estudiando italiano, no lo hablo hoy, pero entiendo y me atrevo a lanzarme con algunas frases. Pero aquí hay cosas que se unen de mi vida, porque gracias a Dios de niño aprendí el inglés al vivir en Estados Unidos. La experiencia en el Seminario me da una dimensión de eclesialidad diocesana que es súper importante en esta misión que me toca asumir. Mi trabajo implicará mucha relación con obispos y cardenales, pero ya tengo un modelo que me ayuda a entender cómo funciona la vida de ellos. Gracias a mis años en Brasil conozco el portugués y tengo una mirada de lo que es América Latina. Recogiendo esas cosas de mi vida, pienso que tienen sentido al servicio de esta misión. Pero son muchas más las preguntas que las respuestas respecto de lo que me va a tocar.

En Roma voy a estar “en el centro del poder”. Voy a estar en la residencia del Padre General, que es una casa enorme donde viven sesenta jesuitas y está a una cuadra y media del Vaticano, donde llegan también cardenales, presidentes. Para mi no es el ideal vivir en esa casa. Pero la misión me parece tan fascinante, que eso es secundario. Tendré que ver cómo me contacto desde ese lugar para tener una patita puesta en el mundo de la marginación. Yo sé que a una cuadra de mi futura casa en Roma hay gente que duerme en la calle. Alguna forma de unirme habrá, allá además están también las religiosas adoratrices, que tienen su casa madre en Roma. Tal vez con ellas pueda realizar algún tipo de trabajo pastoral en el área de la prostitución.

Estoy contento de la misión que viene. Me siento elegido por el Señor para algo que no me imaginé nunca. Allá voy a poder desarrollar algo de mí que no sé muy bien qué es, pero sé que el Señor me quiere ahí. De todos los Secretarios Nacionales que había en todo el mundo, me designaron a mí, que no llevaba mucho tiempo, sin experiencia, entonces, yo digo, esto es claramente un llamado del Señor.

Voy con esa fe, con esa convicción de que ni me lo busqué, ni me lo imaginé. Parto porque hice voto de obediencia, por supuesto muy feliz de este nuevo paso.

El trabajo con las adoratrices

Por último, quiero comentar algo que ha sido y es muy importante en mi vocación: Cuando volví a Santiago, después de mi tiempo en Arica, también pude retomar el trabajo con las Hermanas Adoratrices en el mundo de la prostitución, similar al que había tenido en Brasil. Me uní a sus grupos de voluntarios para visitar en las noches a las mujeres en las calles y sus locales. Les llevamos un volante chiquitito en el que les ofrecemos cursos de capacitación, pero que es más bien un pretexto para saludarlas, estar con ellas y preguntarles cómo están. A pesar de que un porcentaje mínimo de ellas asiste a los cursos, tenemos cerca de 200 mujeres participando en los distintos centros.

Tenemos un circuito de visitas que incluye calles y locales en varias “zonas rojas” de Santiago en el centro, Gran Avenida y Estación Central. Hacemos un trabajo similar al que hacíamos en Brasil: las invitamos, las conocemos, conversamos con ellas. Los dueños de los locales ya nos conocen y muchos de ellos aceptan que vayamos, porque ellas se desahogan y además vamos en horarios de pocos clientes. A veces está vacío el local. Ellas nos conversan, en algunos locales no me perdonan irme sin antes darles una bendición.

He invitado a varios jesuitas a participar de esta misión. El Chubi enganchó al tiro. Él ha sido de los más motivados por mantener esto de manera regular.

En el contacto con el dolor, uno es portador de una palabra que no es de uno. Dar ese mensaje es esperanzador, y yo salgo feliz de ese encuentro, porque la persona se sintió aliviada. Es como sembrar una semilla de esperanza, que después no sabes qué pasó con ella. Algunas veces no vemos más en las boites a algunas chiquillas, y siento que tal vez nosotros ayudamos a que hayan dejado ese ambiente. Creo que de verdad Dios está muy interesado en darle un abrazo, hacerle cariño y decirle a esas mujeres que no están solas. Poder hacerlo es muy gratificante, tiene mucho sentido. Para eso está mi vocación; para poder decirles a los pobres que Dios los ama.